El Barroco español fue un escenario romántico diluido, algo que se adelantaría en emoción dos siglos al Romanticismo.

Por Artepoesia

La historia se anticiparía en el siglo XVII español cuando los creadores por entonces -poetas y pintores- alcanzaran a sentir en España -núcleo de un cierto laboratorio histórico de grandeza difuminada- la emoción deteriorada de una magnificiencia alejada del mundo. Se anticiparían a una emoción sucedida siglos después, cuando el Romanticismo atrajese la visión deteriorada de los sentimientos de una grandeza inexistente también en el mundo. Porque la grandeza no existiría, no habría existido nunca, ni siquera cuando la cantasen los poetas latinos antes de que la historia los sublimase entre nostalgias. Los románticos fueron los primeros que descubrieron aquel carácter humano tan sensible al sentimiento desvaído ahora claramente de sustancia. ¿Los primeros? No, los primeros no, porque existieron ya hombres atrevidos que, siglos antes, alcanzaron a describir, sin glosas evidentes, las rémoras emocionales imprevistas aún, sin embargo, de un mundo tan desalojado de vana grandeza. Cuando el pintor del barroco español Francisco Gutiérrez Cabello (1616-1670) descubriese, enamorado de Arte, la belleza de la idealización de una escena primorosa, alumbraría a mediados del siglo XVII la imagen fantasiosa de un mundo imposible. Pintaría una obra que combinase grandeza ceremoniosa, la leyenda bíblica de José en Egipto, con la grandeza sublime de una representación estética imposible: la galería inexistente de un palacio inexistente sobreexponiendo las obras anacrónicas de un mural imposible. Pero lo haría recreando entonces la visión de un lugar sagrado encumbrado ahora de obras de Arte mitológicas. 
Nada de coherencia histórica ni legendaria, nada de grandeza real o de fidelidad a ninguna esencia existente. Todo lo imaginaría el pintor español al amparo de una leyenda bíblica utilitaria. Pero, sin embargo, en la obra barroca no será la leyenda lo que más encumbre la obra. Los personajes bíblicos apenas representan una parte mínima de la obra. El resto es magnificiencia escenográfica de Arte, obras expuestas en la pared de un edificio imaginado sobre el que no existe más que fantasía iconográfica. Siglos después, el romántico español Jenaro Pérez de Villaamil compuso su imagen del interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo. Compuso la misma magnificiencia arquitectónica que Gutiérrez Cabello ya hiciera en su barroco imaginado, pero ahora, en el Romanticismo español del XIX, Villaamil realzará la grandeza de algo existente sobre las ruinas históricas de un mundo inexistente. Misma amplitud de galerías verticales, misma primorosidad de Arte visual. Misma sensación estética al minimizar la vida efímera de los hombres frente a la grandiosidad eterna de un Arte emocionante. También con el Romanticismo de Villaamil se encumbraría la fantasía ejercida siglos antes por los creadores barrocos españoles. En 1837 Jenaro Pérez de Villaamil pinta su obra romántica imaginada Manada de toros junto a un río al pie de un castillo. Nada es existente en la realidad de lo representado en esta obra romántica, ni ese paisaje existe ni el castillo idealizado en la colina tampoco. Como Martínez Cabello hiciera dos siglos antes en la visión de un excelso palacio barroco inexistente.
Las ruinas fueron glosadas por el Romanticismo desde sus inicios más balbuceantes. Pero el Barroco español lo haría también, aunque sesgadamente, entre sus óleos por entonces insensibles... ¿Es que la sensibilidad debía expresarse siempre con la fervorosidad de un mundo emocional claramente descubierto? Porque en el año 1630 el mundo emocional no estaba ni descubierto -estéticamente- ni claramente sus emociones encumbradas tan vigentes. Aun así, el pintor Francisco Collantes compone en el año 1630 su obra Visión de Ezequiel, la resurrección de la carne. Es curioso que los pintores españoles de un barroco difusamente emocionado recurriesen siempre a la mitología sagrada de lo profético. ¿Sería tal vez eso, premonición sensible, lo que alumbraría el sentido artístico de esos creadores tan arrollados por la emoción intangible de un sentimiento tan vano por entonces? Porque nada haría presagiar emociones tan desgarradoras todavía. Pero, sin embargo, el mundo que entonces los acogiera, la sociedad del fallido imperio español tan desarrollado en contradicciones como en incertidumbres, sería el caldo de cultivo exclusivo que favorecería, anticipadamente, las sensibles emociones de una estética humana tan demoledora. Esa experiencia vital crearía una impronta en el sentimiento de un inconsciente colectivo hispano que llevaría a recordar, doscientos años después, el sentido olvidado de un poderoso latido artístico ya predispuesto, sin embargo, de emociones expresivas tan poéticas como icónicas. Por eso fue España un país visitado por los románticos europeos más ávidos de inspirarse en una tendencia emocional donde el Arte fuese el motivo inspirador más decisivo de grandeza. Ya que ésta, la grandeza, solo fue posible desde la óptica artística más primorosa de belleza, pero nunca desde la realidad más histórica. No existirá nunca en otra cosa que no sea la sutil memoria de las cosas bellas expuestas por el deseo de eternizar un gran sentimiento de grandeza. Pero solo un sentimiento, no una realidad. Solo una emoción, no una continuidad..., ni histórica, ni brillante ni grandiosa.
(Óleo José mostrando a su padre y sus hermanos al faraón, Siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Gutiérrez Cabello, Museo del Prado; Cuadro romántico, Interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo, 1839, Jenaro Pérez de Villaamil; Lienzo del mismo pintor romántico español, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo, 1837, Museo del Prado; Óleo Visión de Ezequiel, resurrección de la carne, 1630, del pintor barroco español Francisco de Collantes, Museo del Prado; Cuadro romántico del pintor británico David Roberts, Ruinas de la catedral de Elgin, siglo XIX.)