Cuando el 7 de febrero de 1497 seguidores del monje dominico Girolamo Savonarola hicieron una gran hoguera en Florencia, para quemar todos los objetos mundanos y lujosos que depravaban el espíritu, cuentan las leyendas que el propio pintor Botticelli arrojaría al fuego algunos de sus lienzos mitológicos anteriores. Desde entonces, el maestro florentino dejaría de inspirarse en la mitología profana y terrenal para alcanzar ahora con sus nuevas creaciones una mayor y más marcada devocionalidad. Pero, casi veinte años antes -afortunadamente-, habría llegado a realizar sus más mitológicas, terrenales, humanísticas y famosas obras, aunque, sin embargo, todas ellas llenas también del más sublime de los mensajes espirituales y neoplatónicos que obras por aquel entonces pudieran encerrar.
En Florencia surgiría una tendencia filosófica moderna que vendría por aquellos años a tratar de conciliar cristianismo y platonismo. Todo comenzaría cuando uno de los magnates florentinos de la familia Médicis, Cosme de Médicis, llegara a conocer en un famoso concilio que se celebró en 1439 en Florencia a uno de los personajes bizantinos más curiosos y atrevidos de entonces. Gemisto Pletón (1360-1450) fue un filósofo bizantino que trataría ya de volver a renacer la mitología y los dioses griegos de sus ancestros. En aquellos años las dos iglesias cristianas, la romana y la oriental, comenzaron ya un acercamiento en ese concilio florentino, aunque no se llegaría a ningún resultado positivo. Pero, sin embargo, algo se plasmaría en estos dos personajes tan decisivos en lo que, poco tiempo después, sería conocido como el movimiento renacentista más innovador.
Decidieron, junto al filósofo florentino Ficino, crear la Academia Platónica de Florencia. Marcilio Ficino (1433-1499) retomaría las ideas de su admirado Platón y sus seguidores para elaborar con ellas unas teorías que influyeron, extraordinariamente, en las mentes de muchos de los autores y creadores de entonces. Entre ellos, al gran genio que fue Sandro Botticelli (1445-1510). Según Ficino, y siguiendo sus ideas neoplatónicas, el Universo se establecería ya en cuatro niveles cósmicos, en cuatro esferas jerarquizadas, desde una mayor y más perfecta hasta la menor de las cuatro o más imperfecta. El primero de los niveles, el más importante, será la esfera o mundo supraceleste, el denominado como Mente Cósmica; aquí todo es estable, inmaterial, incorruptible, aquí se situaría a Dios, pero, también, a todas las Ideas o conceptos esenciales de todo lo que se encontrase más abajo.
Luego se hallaría la siguiente esfera o mundo celeste, denominado aquí como Alma Cósmica, este también será un lugar espiritual, fuera del tiempo, incorruptible por tanto pero del todo inestable aún; lleno de movimiento autónomo y en donde se encontrarían las estrellas o los elementos superiores a la simple materia terrenal. Después estaría la esfera terrestre, el Mundo Sublunar, representado aquí como la esfera de la Naturaleza, un espacio lleno de movimiento también, pero ahora de un movimiento no autónomo sino dependiente de la esfera superior. Aquí todo será corruptible y formado por materia y forma. Por último, la esfera de la Materia, de las cosas sin vida en sí misma, y que sólo alcanzarán a tenerla, a tener vida, cuando se unan así a su esfera superior, a la Naturaleza.
La idea fundamental neoplatónica de Ficino era que el alma habitaría el Alma Cósmica, pero, como esta esfera será inestable y estará moviéndose a voluntad, puede llegar a que aquélla -el alma- caiga a su nivel inferior. Entonces se unirá a un cuerpo corruptible y vivirá así. A veces, incluso, recordando sus experiencias cósmicas anteriores, que la llevarán ahora anhelar -desear, amar- volver a regresar a esa esfera, desde donde podía contemplar a la amada Mente Cósmica. Pero, cuando a Botticelli le encargan crear una gran obra para la formación de un primo de Lorenzo el Mágnífico -el adolescente Lorenzo de Pierfrancesco-, éste se dejará influenciar por las sugerencias de Ficino -tutor también del joven-. Para que el adolescente se aplique ahora en su formación del perfecto caballero florentino, qué mejor que una visión, que una imagen que él asocie ya con la belleza y con la virtud más elevada. Pero, además, deberá conseguir plasmar también toda aquella filosofía neoplatónica, la que justificará ya el amor y deseo terrenales con el subsiguiente plano superior del verdadero amor y deseo celestial.
¿Y cómo hacerlo ahora?, ¿cómo representar ya toda esa odisea del alma y de la vida, del amor y del sentido cíclico de las cosas y de su fluir, con las elecciones terrenales propias de los seres y de su vida sublunar? Inspirado en la mitología y en la literatura de Ovidio, conseguirá Botticelli la narración que necesitará para plasmar toda esta extraordinaria formación con la gesta del alma. Pero, cómo justificarlo ya, cómo darle ahora un sentido a ese ir y venir. La grandeza del creador estará aquí en abrir con la Belleza los ojos del joven -y de todos los espectadores posibles que tuviera la obra- para hacerle ver que elegir el camino de la Virtud, de la Grandeza de espíritu y de todos esos valores que el humanista Ficino propugnaba podrían ser compatibles con la elección de la belleza más terrenal, ya que, luego, aquélla -el alma- hallaría de todas formas su camino en el fluir hacia las esferas confluyentes.
Y es así como Botticelli conseguirá componer aquí un circuito como una danza, y en tres tiempos además. Y este circuito se describirá en la obra desde la derecha del cuadro hasta la imagen situada en su extremo más izquierdo, donde ahora un joven solitario -el dios Hermes- elevará así su brazo derecho hacia el cielo en señal de que seguirá por ahí el camino del deseo cósmico. En esta creación, a diferencia de la de El Greco y su Entierro del Conde de Orgaz -que aquí hice una entrada sobre ello-, no aparecerá a cambio el Mundo Celestial -ni las esferas del Alma Cósmica y de la Mente Cósmica-, sino tan solo el terrenal y natural de la Materia y de la Naturaleza. Por esto aquí la representación de la misma y de su florecimiento en la estación más germinal de todas: la primavera.
Pero cómo hacer entender ya que tendrá sentido ahora entregarse así al camino de la Virtud, del Amor, la Dignidad, la Caridad, la Magnificencia, la Generosidad...(todo en mayúsculas además). Para esto el creador situará a tres hermosas jovenes -las tres gracias- entrelazadas por sus manos en una danza de equilibrio, armonía, belleza y sabiduría. Y así Botticelli dibujará a la Belleza, al Amor y a la Castidad. Las tres uniendo sus manos ahora en un círculo de intercambio de dones, de dar para recibir, de una expresión así de total generosidad. La castidad gracias al amor conseguirá descubrir la belleza, y ésta, a su vez, acabará colmándola así de virtudes similares a la pureza. Y así todo fluirá, en un mutuo beneficio. Por otro lado, el alma caída desde la esfera superior llegará al mundo terrenal de la materia con el afán propio de lo corruptible. Entonces buscará abrazarse a su deseo, será aquí la figura oscurecida por la pasión del joven -respresentado por Céfiro, el dios del viento más primaveral- que perseguirá ahora a la diosa Cloris, que, engendrada ya, se transformará a su vez en la feraz primavera -representada por Flora-.
Pero, ¿cómo conseguir además que el joven Lorenzo no se equivoque en su elección matrimonial -la obra también buscaría influir hábilmente en esta sabiduría-? Será aquí ahora la diosa Venus, en la más terrenal de sus representaciones, la hija de los dioses no la nacida del mar, ya que esta Venus no tendría madre -mater, materia- pero aquélla sí, la que lo consiga. Y esta Venus conciliará aquí todas las virtudes para que el joven -como un Paris mitológico eligiendo acertadamente- no se deje llevar alegremente por las flechas de Cupido, el dios que se muestra encima de la diosa y dirigiendo ahora una flecha a una de las hermosas gracias. En este caso eligiendo a Castidad -la gracia central a la que la flecha irá dirigida-, y que será así la única que aspire, mirando al propio Hermes, a seguir ya el camino anhelado hacia el deseo divino que le muestra, hacia esa otra esfera cósmica más grata de su recordado y deseado erotismo superior.
(Temple sobre tabla, Alegoría de la Primavera, 1480, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)