El carácter social de la ciencia económica

Por Gonzalo

El mercado, en una primera acepción, es el lugar donde acudimos a comprar lo que necesitamos a diario; allí se materializa la oferta de abastecimientos y se acude en demanda de lo necesario. Pero también es un mercado la plaza del pueblo donde se contratan jornaleros para las labores del campo, y el banco adonde vamos a pedir un crédito y todos los sitios donde se realizan intercambios.

En general, todas esas operaciones integran la colosal circulación económica cotidiana en el mercado nacional, que, además, se integra en el mundial mediante los intercambios con el exterior. Por supuesto que esa circulación encadena mercados parciales, en que las mercancías pasan sucesivamente de unos a otros.

Así, el labrador vende al tratante o al almacenista; éste al mayorista, que, a su vez, vende al minorista o tendero. Estos intercambios y otros semejantes suelen ser en ocasiones atacados por encarecer  los productos, pero, aunque a veces sea cierto, no son ellos los únicos encarecedores y, además, desempeñan una función indispensable, dada la complejidad de la vida moderna.

El mercado, como el dinero ligado indisolublemente a él, son exigencias de la división del trabajo entre los humanos, relacionada a su vez con el progreso social. Esa división fue justamente el arranque de la obra científica conceptuada habitualmente como la primera piedra en el edificio de la ciencia económica.

Se trata del libro Una investigación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, publicado en 1776 por Adam Smith, en cuyas primeras páginas el autor describe una manufactura de alfileres como ejemplo de la división del trabajo.

En ella unos obreros se limitan a estirar el alambre, otros a cortarlo, otros a sacarle punta, y así cada cual se especializa en una operación, adquiriendo todos mayor destreza y rapidez, sin que ninguno fabrique por sí solo un alfiler completo.

Del mismo modo, en la sociedad humana resulta, como vemos a diario, que cada cual desempeña una determinada tarea con la que sólo satisface, si acaso, una parte mínima de sus necesidades. Para atender a las restantes se ve forzado a recurrir al cambio; es decir, a ofrecer a otros el producto de su trabajo para conseguir de ellos lo que por sí mismo no produce.

Cuanto más adelantada es una sociedad, más marcada es la división del trabajo y más complejos sus mecanismos de cambio, cuyo conjunto integra lo que se llama el mercado. En conclusión: el progreso viene de la división del trabajo, y ésta nos conduce a la necesidad de múltiples intercambios. Ahora se comprende la necesidad del dinero, mencionado antes como medio para facilitarlos.

Pues bien, en esos innumerables intercambios y en sus repercusiones diversas se manifiesta la actividad económica. Es curioso, sin embargo, que partiendo del ejemplo de la fábrica de alfileres, en el que ningún obrero es capaz de producir  del todo un alfiler, sino que para elaborarlo cooperan necesariamente varios, se haya llegado a una teoría económica y política tan individualista como la que todavía hoy algunos economistas procuran defender.

El mismo Adam Smith -pero eran otros tiempos y resultaba entonces comprensible- orientó las cosas  en ese sentido al recomendar que los gobiernos reduzcan al mínimo su intervención, por ser preferible confiar al juego del mercado la orientación de la economía colectiva.

Y digo que es curioso porque, si bien se mira, parecería más lógico llegar a la conclusión opuesta: es decir, a la de una visión social de la economía, puesto que sólo mediante la cooperación y la solidaridad  en las tareas se mejora la capacidad productiva. Pero hay autores que se resisten a aceptar el carácter social de la ciencia económica y prefieren reducirla a un saber técnico.

En todo caso, volvamos a nuestra economía de mercado, que empezó a sernos explicada por Adam Smith. Ante nosotros se realiza todos los días el milagro de que millones de decisiones independientes  (adoptadas por cada ciudadano respecto de sus compras y ventas, según lo que desee consumir o haya producido) no conducen al caos, sino que permiten organizar nuestras vidas y aprovecharnos del progreso logrado mediante la división del trabajo.

Cada día salimos a la calle con la seguridad de que encontraremos un autobús cerca de casa para ir al trabajo, y de que a mediodía podremos entrar en algún restaurante para comer, y así sucesivamente.

Todo ello ocurre  en la mayoría de los casos sin que se hayan concertado previamente entre sí las conductas de los que intercambian esos bienes y servicios; es decir, es el mercado  en funcionamiento lo que conduce a ese resultado.

Los manuales de economía explican de qué modo, por medio del mercado, decide la sociedad qué bienes van a producirse, para quién se van a producir y de qué manera se van a  obtener.

Simplificando mucho el tema resumiré esa explicación recordando que la primera cuestión se resuelve como reacción de los empresarios ante las demandas del mercado. Los ciudadanos expresan sus deseos al dirigirse a comprar, manifestando así su demanda, y los productores, conociendo esa demanda o anticipándola con sus previsiones, se aprestan a producir los artículos para venderlos con un beneficio.

El mismo mecanismo interviene al decidir para quién se producen los bienes, puesto que el mercado actúa de distribuidor. Los precios de los productos, influidos por las intensidades relativas de la oferta y de la demanda  (es decir, por la abundancia o escasez en el mercado, que hacen bajar o subir, respectivamente, los precios), orientan la mercancía en venta hacia las manos de quienes pueden pagarla.

Finalmente, el problema de cómo se obtienen los bienes deseados   (pues con frecuencia existen posibilidades diversas)   es algo que naturalmente viene determinado en gran parte por la técnica y es tarea de ingenieros y científicos: por ejemplo, producir trigo requiere tierra, abonos y labores determinadas, y análogamente los demás bienes.

Las proporciones en que se combinan unos recursos para obtener otros dependerán de las cualidades inherentes a los diversos materiales. Ahora bien, el economista interviene también en la decisión desde el momento en que esa materia prima y las máquinas y trabajadores que la transforman pasan por un mercado donde tienen sus respectivos precios y salarios.

Estos valores monetarios afectan a los puros datos de la técnica y así, por ejemplo, se cambiará  más o menos una materia prima por otra de diferente calidad según su contribución al beneficio monetario final, y no sólo ateniéndose a la cantidad física del producto.

Una vez más comprobamos que la tarea de satisfacer las necesidades humanas no es sólo un problema técnico, sino también económico, en cuanto intervienen relaciones entre los que poseen los distintos bienes, cuantificadas por el mercado en forma de precios.

Estas relaciones entre seres humanos son las que imprimen carácter social a la ciencia económica, junto con el hecho de que la división del trabajo impone la colaboración y la solidaridad entre todos.

Fuente:   ECONOMÍA HUMANISTA   (JOSÉ LUIS SAMPEDRO)

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