El cielo sobre Berlín

Por Felipe Santos

“Mirar desde arriba no es mirar. Hay que mirar a la altura de otros ojos”. Aquellos ángeles que dibujaron Wim Wenders y Peter Handke en Der Himmel über Berlin contemplaban el bullicio sordo de la ciudad con un sentimiento de oculta decepción. Nada podía hacerse desde aquellas alturas, salvo admirar la extensión casi sin fin de las casas desde el fantasmagórico gigantismo de los grandes monumentos. La vida se encontraba allí abajo, entre los deseos e ilusiones de miles de personas en una ciudad dividida y atravesada entonces por un muro.

Pero quizás porque esta ciudad se asentó originariamente en un terreno pantanoso, nada de lo que ha ocurrido en ella ha permanecido inalterable mucho tiempo. Ni siquiera el muro, si lo analizamos desde una perspectiva histórica. Lo dijo una vez el ministro de Cultura francés, Jack Lang: “París es siempre París y Berlín nunca es Berlín”. Aunque lo cierto es que cuando aquella mole se levantó, a muchos les pareció definitiva. El arquitecto Hans Scharoun orientó la Biblioteca Nacional como si Postdamer Platz no fuera a recuperarse nunca de aquella fractura.

“Si la humanidad pierde algún día a su narrador, habrá perdido también su infancia”, se dice en otro momento de la película de Wenders. Si algo nunca ha perdido esta ciudad a lo largo de su historia ha sido su narrador, ése que ha propiciado una ciudad en un exasperante proceso de cambio. El mismo que advirtió en los años treinta el escritor Joseph Roth: “Berlín es una ciudad joven e infeliz con el futuro por delante (…) tiene tantas fisonomías que cambian tan rápidamente que no se puede hablar de un solo resultado”. Así, no tendría que haber resultado tan extraño que, casi con la misma celeridad que se levantó el muro alrededor de la ciudad el 13 de agosto de 1961, volviera a caer bajo el empuje de los berlineses el 9 de noviembre de 1989.

Los primeros movimientos en aquella dirección se dieron a conocer con cuentagotas, como en aquella primera visita que Willy Brandt hizo a Alemania del Este en los setenta. Pero muy pocos se atrevieron a aventurar lo que finalmente ocurriría. Uno de los que pudo advertirlo con cierta claridad fue el propio Mijaíl Gorbachov durante los actos del XL aniversario de la RDA, que se celebraron los días 7 y 8 de octubre de 1989. En aquella ocasión se encontró con un Erich Honecker que apenas arqueó una ceja ante las manifestaciones populares que jaleaban al mandatario soviético. “¡Gorby, ayúdanos! ¡Gorby, quédate con nosotros!” eran las consignas que se oían entre un público mayoritariamente joven. Los signos de apertura dados por el mandatario soviético les hicieron concebir esperanzas sobre un anhelo secreto que sólo los ángeles de Wenders llegaron a conocer. Gorbachov recuerda que Jaruzelski se le acercó y le preguntó:

―¿Entiendes alemán?
―Un poco ―le contestó.
―¿Y estás oyendo?
―Estoy oyendo.

Los dos se miraron por un instante.

―Esto es el fin ―zanjó Jaruzelski.

Aquella perspicacia no se encontraba entre la mayoría de los dirigentes de Alemania Oriental. “Había dejado de percibir lo que de verdad estaba pasando”, recuerda Gorbachov de Honecker. Era como “derribar un muro con tirachinas”.

Y sin embargo, fue casi la fuerza de un tirachinas lo que terminó por tumbar el muro de Berlín. Bastó una atolondrada rueda de prensa de uno de los funcionarios orientales, Günter Schabowski, que pretendía dar a conocer un decreto del gobierno de Egon Krenz para aliviar la tensión entre los alemanes orientales. El decreto relajaba las normas para viajar a Occidente, sin eliminarlas del todo. Pero Schabowski leyó el texto rápido y con desgana, y dijo que los ciudadanos de la RDA podían salir “por cualquiera de los puestos fronterizos”. ¿Cuándo? ―inquirieron los periodistas. “Según mi información desde este mismo momento”. ¿Y Berlín Occidental? “La salida permanente puede realizarse a través de todos los puestos fronterizos de la RDA a Berlín Occidental”. Cuando iban a preguntarle por el muro, Schabowski ya había dado por terminada la rueda de prensa.

La confusión creada por las palabras de aquel funcionario no menos confuso, que había perdido el sentido de la realidad de lo que estaba anunciando, terminó propiciando la voladura ingenua de un muro de 45 kilómetros que había dividido la ciudad durante más de 28 años. Poco a poco, los berlineses orientales empezaron a aglomerarse en los puestos fronterizos. Los guardias, sin instrucciones sobre lo que había que hacer, tomaron decisiones por su cuenta y los que estaban esa tarde en Bornholmer Strasse, al norte de la ciudad, decidieron finalmente levantar la barrera.

Como hermanos que están un largo tiempo sin verse, los berlineses del este y del oeste se abrazaron aquella noche con una alegría largamente esperada. Veinticinco años después, la relación no ha sido fácil. Tras aquel abrazo llegó la inexorabilidad de la vida cotidiana y, como si se hubiera tratado de un larga separación por un viaje, ossis y wessies se dieron cuenta que, si bien su vínculo seguía intacto, sus formas de vida y maneras de pensar habían cambiado. De alguna manera, aquello recordaba a la vuelta a casa de Franz Biberkopf, el protagonista de la novela de Alfred Döblin, Berlin Alexanderplatz, que tras cuatro años en prisión vuelve a su barrio de Scheunenviertel. Nunca pudo recuperarse de aquel nuevo Berlín que le esperó al otro lado del muro de la cárcel.

Una de las cosas que más impresionan de Berlín son las cicatrices que la historia ha grabado sobre su piel. Las encontramos ahí, indelebles, como si nos invitaran a la reflexión, a compartir una historia que sentimos tan cercana, tan nuestra. Quizá Berlín es la Roma del siglo XX: una ciudad atravesada por el enfrentamiento, la división y la violencia, que siempre supo sacar de sus cenizas el ánimo necesario para seguir adelante. En cierto modo, recuerda a esa herida supurante de Amfortas, en el Parsifal wagneriano, que anhela una redención definitiva.

“El tiempo lo une todo, pero ¿qué pasa si el tiempo es la enfermedad?”. Aquel tiempo silente del Berlín que sobrevuelan los ángeles Damiel y Cassiel se convierte en el paradójico bálsamo de esta ciudad en permanente resurrección. Callejeando en paralelo a Unter den Linden, uno puede acceder desde una estrecha calle a la sobria magnificencia de Bebelplatz. Federico II de Prusia proyectó para los alrededores de aquella extensión un nuevo Palacio Real, una ópera y un edificio que albergara la Academia de las Ciencias. Sin embargo, las guerras en que se vio envuelto modificaron la idea inicial. La ópera sí llego a construirse, pero con el tiempo los otros proyectos se convirtieron en la catedral de Santa Hedwig, con su imponente cúpula, un palacio para el hermano del rey y la gran biblioteca regia. Aquella fue una historia clásica en Berlín: la de intentar reconciliar el espíritu con el poder.

El 10 de mayo de 1933, aquella plaza fue el escenario de la Brandnacht, donde los estudiantes filonazis quemaron los libros prohibidos por el régimen. Durante los años del muro fue un aparcamiento hasta que se hizo peatonal para el Berlín reunificado. Willy Brandt dijo entonces que “ahora que tenemos un espacio conjunto, creceremos juntos”. Hoy, el palacio y la biblioteca pertenecen a la Universidad von Humboldt, y en el centro de la plaza, cuando uno se aproxima a ella de noche, puede advertir un halo de luz que surge del suelo. Allí, tras un cristal, hay excavado un amplio cuarto donde pueden verse innumerables librerías vacías, que casi podrían albergar los veinte mil volúmenes quemados aquella noche. Pero uno tiene la sensación de que, en verdad, los libros que caben ahí son los que los nuevos berlineses tienen por escribir.

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Esta es una edición del artículo publicado en el cuadernillo especial de La Nueva España con motivo de los Premios Príncipe de Asturias 2009. La ciudad de Berlín fue galardonada con el Premio de la Concordia.