Iván Zulueta creció marinado en cine (su padre fue director del Festival de San Sebastián) y podría haber dado buenas películas si hubiera tenido tiempo de madurar su estilo. Y si no se hubiera cruzado la heroína en su camino. Los dos únicos largometrajes que dirigió --Un, dos, tres... al escondite inglés (1970) y Arrebato-- apuntan unas primeras intuiciones sobre el tiempo cinematográfico que quizá se habrían modulado con mejores guiones. La cosa es que el cine no acabó de centrar su atención, y prefirió dedicarse al diseño gráfico (es autor de numerosos carteles de películas españolas, incluyendo los primeros títulos de Almodóvar), puesto que, cuando falleció en 2009, hacía treinta años de su último largometraje, y en ese tiempo sólo colaboró en dos series de televisión (y fue a finales de los ochenta y principios de los noventa). Así que no cabe lamentar un genio ahogado por la industria, o un cineasta incomprendido; si acaso lastrado por la falta de oportunidades. Por los motivos que sea, Zulueta no se dedicó ni a dirigir ni a escribir después de una obra singular e inclasificable que ha sido tasada bastante por encima de su valor real (quizá más por el deseo de alimentar una determinada imagen subversiva y, a la vez, vanguardista, del cine español de la transición, ciertamente no mayoritaria).
Arrebato se inscribe en esa larga lista de filmes protagonizados por cineastas en crisis creativa (y vital también), individuos controvertidos en los que confluyen la modernidad y la crisis ideológica y existencial de su tiempo. Fellini 8½ (1963) es quizá su referente más cercano: no por el estilo, pero sí porque ambos títulos abordan el bloqueo artístico desde un esquema narrativo no convencional, un recurso que refuerza el extrañamiento del mundo y que se ha convertido en un binomio recurrente en determinado cine introspectivo. El del cineasta como uno de los más penetrantes analistas de su tiempo, dotado como pocos para balizar el territorio que pisamos, señalar errores y marcar tendencias de futuro. Gente insoportable e insufrible como el Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) de Fellini y el José Sirgado (Eusebio Poncela) de Zulueta.
Sin embargo, el guión de Zulueta --inicialmente concebido como un corto-- no acaba de encontrar un hilo narrativo que ayude al espectador a comprender sus objetivos ni sus métodos. Los dos primeros tercios son una mera sucesión de escenas donde a los diferentes actores y actrices del reparto se les permite erigirse en el único interés dramático y/o humorístico; los personajes se caracterizan a partir de situaciones límite, comportamientos erráticos que pretenden resultar enigmáticos y un gusto nada atenuado por lo extremo, lo polémico y lo incipientemente terrorífico. Sólo hacia el final, cuando la narración consigue centrarse que un leitmotiv hasta entonces apenas concretado, se desarrolla la idea central de un filme sin centro de gravedad, esta vez sí, incrementalmente dosificado y permitiendo (esta vez también) anticipar sucesos. El hecho de que esa anécdota tenga que ver con el dispositivo técnico del cine ha sido el único asidero de cierta crítica para reivindicar la película como una investigación sobre la ontología fílmica. Apenas hay un planteamiento que busque encajar esta audaz idea del medio cinematográfico a la manera de una declaración formal, excepto en la escena que cierra el filme: el cine devora --mata-- la realidad. Una sinécdoque que intercambia la heroína por el cine, los dos ejes de la vida de Zulueta por aquel entonces. Porque el verdadero problema de José Sirgado y de Pedro (Will More) es que la droga devora sus vidas (los pinchazos no la hacen más tolerable), su creatividad (no se expande gracias a los estimulantes, como pueden pensar ellos) y, por supuesto, su percepción de la realidad. El misterioso comportamiento de la cámara de Pedro y los extraños signos que se intercalan en el metraje son probablemente las únicas licencias que podrían hacer más interesante una historia que avanza a trompicones, más parecida a un esbozo sin pulir de Serie B que a una película intrigante como La señal (The ring) (2002).