El ciudadano ilustre es una visión ácida sobre el ser humano y los límites que éste tiene a la hora de aceptar la realidad y su propia vida, pues los ciudadanos de Salta —un pueblo perdido a 700 kilómetros al sur de Buenos Aires— son un magnífico ejemplo de las múltiples interpretaciones y reinterpretaciones que admite la realidad. Una realidad adversa que no entiende de éxitos ajenos y de posiciones contrarias a las suyas. Así, del humor caustico inicial de su protagonista —atentos a la solemnidad con la que renuncia a todo tipo de actos y agasajos—, el Premio Nobel de Literatura, Daniel Mantovani, interpretado por un Óscar Martínez que, sin duda, es una gran elección, pues él solo mantiene el pulso narrativo y fílmico de toda la película con una solvencia extraordinaria, pasamos a esa visión sarcástica del hijo pródigo que regresa a su pueblo —magnífica la secuencia en la que Mantovani le narra un cuento al conductor que le va a recoger al aeropuerto—, hasta llegar a una progresiva oscuridad que deviene en tintes de cien negro, tan negro como las nulas capacidades de la reinterpretación de una realidad que los propios salteños no quieren admitir, pues en ocasiones, también, la frontera que divide el amor y el odio es demasiado fina como para no andarla violando de una forma constante.
El ciudadano ilustre es una película ágil, sarcástica, impulsiva, excesiva a veces en las reacciones un tanto pueblerinas de los salteños, pero también es una película que nos proporciona buenos momentos de humor, de contemplación de las verdades y mentiras entorno al hecho creativo y literario, pero también, es una película que se presta a ese juego en el que podemos caer atrapados en la frontera que divide la realidad de los sueños.
Ángel Silvelo Gabriel.