El Coliseo, máquina de poder

Por Alejandra De Argos @ArgosDe

Autor Colaborador: Marina Valcárcel
Licenciada en historia del Arte  

  

Rosella Rea, directora del Coliseo, acompaña a ABC Cultural en una visita excepcional por algunas de las zonas cerradas al público y recién restauradas de este prodigioso monumento. Ya en Madrid consultamos con Rafael Moneo.


“Debemos cerrar los ojos e imaginar esta galería... Los arqueólogos han encontrado zonas estucadas en color y muchos frescos. Ahora sabemos que el interior del Coliseo era rojo. Sólo el exterior era claro, del color del travertino. La arquitectura antigua estaba siempre pintada en colores vivos, al olvidarnos de ello nos alejamos de la realidad”, indica la doctora Rea, mientras paseamos por esta galería que empezó a ser restaurada en 2012 -gracias a Tod’s, la empresa que con 25 millones de euros, está financiando la restauración del edificio- y se ha terminado ahora; es un lugar absolutamente cerrado al público. “Estamos en las zonas altas del edificio, en una galería intermedia que conecta el tercer orden con el cuarto y el quinto. Estaba destinada a la plebe. Es la única galería cubierta conservada en su estado original, con sus frescos, grafittis e inscripciones antiguas.”

  

Galería intermedia que conectaba el tercer orden con el cuarto y el quinto. Coliseo (Roma) Foto: Marina Valcárcel


En esta galería curva, angosta y con una cubierta baja, la muchedumbre se agolpaba entre antorchas, alguna ventana de luz cenital, gritos, olor a comida, mugre y letrinas para inyectarse la adrenalina pura de la sangre y la muerte del espectáculo que celebraba los cien días de fiestas que, en el año 82 d. C., inauguraban, gracias al emperador Tito, el Coliseo de Roma.

Robert Hughes insiste en que debemos abandonar la imagen virtual de las series y los videojuegos de una “Roma toda blanca”: en mármol blanco, columnas blancas, hombres vestidos con togas blancas y gestos graves. “La Roma de verdad era la Calcuta del Mediterráneo: atestada de gente, caótica y mugrienta”, escribe en su libro Roma.

   

Vista del Coliseo desde el cuarto orden. Foto: Marina Valcárcel

Desde este punto se tiene, por su altura, la vista más impresionante del Coliseo. Observamos el descomunal esqueleto de esta bestia de piedra abierta en canal, con sus costillas de pasadizos subterráneos, sus arcadas lanzadas al cielo, los ojos oscuros y vacíos de sus vomitorios, la piel rugosa de su hormigón y su travertino cuajado de cicatrices negras, ese avispero de agujeros que fueron dejando las grapas metálicas de los bloques de piedra a medida que, con el tiempo, fueron arrancadas y fundidas.

Desde aquí el coloso resucita, se reviste de colores, de fuerza, de carne y vuelve al siglo I; 50.000 espectadores entran hasta el graderío. Ochenta puertas coronadas por 150 estatuas de bronce y 40 escudos dorados sobre el nivel más alto conmemoran las conquistas militares; los senadores y magistrados se sientan cerca de la arena, la plebe en los bancos de madera de las alturas, las mujeres y los esclavos en el último piso; el rumor del anfiteatro se convierte en rugido, el graderío se reviste de mármol y guirnaldas de flores. Sobre las ventanas del piso más alto, las vigas decoradas sujetan el velarium que se despliega movido por una unidad especial de marineros de la flota de Miseno cubriendo el anfiteatro de bandas de lona de vela de barco que preservan a los espectadores del sol y los riegan con vapor de agua, perfume y pétalos de rosa. El emperador, su familia, las vestales y las sacerdotisas romanas se sientan en el podium, por la Porta Triumphalis entra la comitiva: gladiadores, músicos y cazadores; enfrente, por la Porta Libitinaria, saldrán los cadaveres mutilados...

Las palabras de la directora del monumento cobran sentido: “Lo que impresiona al espectador no es tanto la visita en si como el hecho de estar aquí, vivir esta experiencia.”

  

Vista desde el nivel quinto del Coliseo y el espolone. Foto: Marina Valcárcel


¿Cómo entender este secreto de ingeniería arquitectónica? El Anfiteatro Flavio, rematado en el año 80, alcanza una altura total de 52 metros; el eje mayor mide 188 metros y el menor 156. El área total ocupada por la arena es de 3.357 metros cuadrados. Los romanos contaban con la mano de obra de los esclavos, sin ellos no hubieran sido viables muchas de las construcciones megalíticas de la antigüedad, desde los egipcios hasta el imperio asirio, también en Roma. Pero, ¿cómo es posible construir en ocho años un monumento capaz de albergar a 73.000 personas sin las compactadoras mecánicas, las mezcladoras rotatorias o cualquiera de las herramientas motorizadas de hoy? ¿Quién inventa el sistema de rampas y pasadizos que permitían el alojo y desalojo del público en apenas 15 minutos? Este sistema de exactitud matemática es el que perdura hoy en la mayoría de los estadios de fútbol del mundo y, desde luego, en todas plazas de toros que salpican de pequeños anfiteatros la geografía de nuestro país. Los romanos toman tantas cosas del arte griego que a veces se les considera meros continuadores. Sin embargo, en arte tan importante es el que crea como el que transmite. Los romanos fagocitan la arquitectura y la escultura griegas, pero la dotan del don de la utilidad, la multiplican en su capacidad de ingeniería, técnica y, sobre todo, política. El arte romano se entiende mejor que nunca desde este punto del Coliseo: es una indescriptible máquina de propaganda del poder imperial. Y el engranaje de esta maquinaria se activaba por dos generadores, la innovación en los materiales arquitectónicos y la propia naturaleza de los espectáculos.


Arquitecturas irrepetibles


“El Coliseo, el Panteón, incluso alguna catedral gótica son piezas de la arquitectura del pasado que ningún arquitecto moderno se atrevería a construir hoy. De la misma manera que hoy sería difícil reproducir el templado de algunas espadas renacentistas, a pesar de que los aceros actuales tengan grandes propiedades”, nos hace ver estos días, desde su estudio, Rafael Moneo en una conversación sobre el Coliseo. “La arquitectura romana, en concreto el Coliseo, tiene esa fuerza de definición del todo, que en algunos momentos demanda la arquitectura con una condición rotunda y una dimensión inmensa. En ese aspecto, el Coliseo, a diferencia del Panteón, resuelve a un tiempo algo muy hermoso: el problema de forma y uso. Es una arquitectura que viene del teatro griego; teatro griego que no templo griego, porque entiende que los problemas de forma van ligados casi directamente al uso que tienen las cosas. En el caso del Coliseo todavía va más allá, con esa planta ligeramente ovalada, esas medidas determinadas y ese doble foco que tiene la elipse frente a la condición más estricta, más dura, del círculo”, añade Moneo.

   

Vista interior del Coliseo, galería de acceso al graderío. Foto: Marina Valcárcel


La arquitectura romana era ante todo práctica. Cumplía con rigor militar su función propagandística: difundir pequeñas Romas a lo largo del imperio. Todas tendrían su foro, su basílica, su acueducto, su anfiteatro... “La historia de la civilización no se entiende sin Roma, sin el imperio y sin la Iglesia. Todo eso se ha convertido en arquitectura. La cultura se deposita en la arquitectura y esa es la lección de esa ciudad”, concluye Moneo.

Para ello, Roma se apoyó en dos descubrimientos revolucionarios: el hormigón y la difusión del ladrillo. La arquitectura griega estaba basada en la línea recta: pilares y dinteles rectos. El genio romano construye estructuras curvas. Esto no se podía hacer, al menos no en cualquier magnitud, en piedra tallada. Se necesitaba una sustancia plástica y maleable, y los romanos la hallaron en el hormigón. Con él levantaron acueductos, arcos, cúpulas y carreteras. Era el material del poder y la disciplina. Era fuerte y barato, lo que permitía construir estructuras muy grandes. Y el tamaño tenía un atractivo especial para los romanos a la hora de construir su imperio. Pero además, con la producción de ladrillos, los romanos llegaron a generar un material a un nivel casi preindustrial. Cada colonia del imperio tenía su fábrica de ladrillos, cada una con su peculiaridad local. “Era cómo las ánforas, cada ciudad tenía su tipología: las de la Bética eran panzudas y de boca estrecha, y así el aceite que llegaba desde Andalucía se reconocía del resto que llegaba desde otros puntos del imperio al puerto de Ostia”, explica la doctora Rea.

Sin autor conocido


No se sabe quien fue el arquitecto del Coliseo. Sólo podemos imaginarlo a través de ese cuadro de Alma Tadema en el que le representa como un hombre maduro, pensativo, que con la mano izquierda se aprieta la barbilla, mientras con la otra dibuja sobre la arena el primer boceto de un edificio descomunal. Es como si el pintor neerlandés hubiera querido honrar a la Arquitectura a través del dibujo que este artista imaginario presenta a Vespasiano y que parece contener en él todas las arquitecturas posteriores: desde San Petersburgo hasta el Capitolio en Washington; de magnificencia en magnificencia.
“La superposición de los órdenes clásicos en la fachada del Coliseo se convirtió en un motivo de inspiración para el arte constructivo del renacimiento. Todos los palacios posteriores vienen de ahí”, concluye la doctora Rea.

  
Lawrence Alma-Tadema (1836-1912). El arquitecto del Coliseo.

Infierno subterráneo


Barbara Nazzaro, directora técnica del Coliseo acompaña a la doctora Rea, ambas nos sugieren despedir esta visita con un “descenso a los infiernos”. Los sótanos, a unos seis metros de profundidad, son un entramado de túneles de piedra ennegrecida, olor a humedad y agua que corre entre nuestros pies, allí recordamos la leyenda negra de Nerón, el emperador cuyo espectro parece habitar estas galerías. Nerón mandó edificar en este valle del Coliseo la piscina artificial de su Domus Aurea. Su suicidio en el año 68 y posterior damnatio memoriae, -una suerte de ley de antimemoria histórica- sólo sirvió para enterrar la residencia imperial. El emperador acabó dando su nombre a la bestia. Coliseo no significa edificio gigantesco, sino lugar del coloso: ese coloso era una estatua suya, de 35 metros, fundida en bronce que presidía el vestíbulo de ese prodigio de extravagancia de Nerón que fue su residencia.

  
Reproducción de la estatua en bronce de Nerón para el vestíbulo de la Domus Aurea


Los sótanos son la maquinaria secreta que accionaba los espectáculos a gloria del emperador: representaciones totales con escenarios fastuosos, bosques artificiales y efectos especiales. Acogen desde la dársena que albergaba las embarcaciones para las naumaquias hasta los espectáculos de caza. Los animales exóticos deslumbraban al pueblo absorto ante la grandeza de su imperio: leones, panteras, leopardos, tigres y elefantes traídos de Africa; jabalíes, osos y ciervos de Alemania. Desde los corredores repletos de jaulas y por medio de unos montacargas, las fieras ascendían hasta la arena en intervalos de minutos. En este laberinto el hedor de los animales se mezclaba con el olor de los esclavos y el humo de las antorchas. En unos soportes de metal se ensartaban las vigas que sostenían los montacargas, estos funcionaban por un sistema de cabrestantes operados por esclavos. Al principio los ascensores eran 28: “Estamos hablando de que por entonces eran necesarias más de 200 personas para ponerlos en marcha”, precisa Rosella Rea. Más tarde se construyeron 32 montacargas más. Unas trampillas permitían el acceso de las fieras a la arena. Alrededor de un millón de animales salvajes se mataron en el Coliseo en el periodo en el que sirvió como lugar de entretenimiento de las masas, según Dion Casio. Las diferentes plantas que crecen hoy entre las piedras el Coliseo constituyen un legado de estos animales. Fueron ellos los que trajeron desde tierras lejanas estas semillas, y el Coliseo se fue poblando entre sus piedras de estas especies vegetales que prefirieron florecer en paz por todo el edificio.

  

Reproducción de uno de los montacargas en los subterráneos del Coliseo Foto: Marina Valcárcel

  

Dársena en el interior del Coliseo Foto: Marina Valcárcel

A partir de los siglos posteriores a la antigüedad y durante la Edad Media el anfiteatro, en cierto modo, era de quien se lo apropiaba: monjes que se instalaban y que venían de los conventos de los campos y viñedos cercanos, familias aristocráticas -como los Frangipani- que lo fortificaban, gente común que lo convertía en su refugio, en su negocio, en su casa, que comía, dormía o cocinaba allí. El coliseo no coincide con ninguna de las tipologías de edificio conocidas: no es un templo, ni un palacio, ni una iglesia. A medida que pasan los siglos esta indeterminación adoptó contornos diabólicos: será cantera para la construcción de otras iglesias -el travertino de su fachada se convierte las escaleras de San Pedro del Vaticano- o se verá repleta de edículos para el Vía Crucis o será soñada en los proyectos mentales de Bernini y Fontana que quisieron edificar Iglesias que crecieran de su arena, reavivando historias sobre el martirio.

“Quamdiu stat Colysaeus stat et Roma, quando cadet Colysaeum cadet et Roma, quando cadet et Roma cadet et mundus” (Mientras el Coloso siga en pie, Roma seguirá en pie: cuando caiga, caerá Roma: cuando caiga Roma, lo hará el mundo). Esta sentencia atribuída a Beda el Venerable (672-735) parece una profecía que reviste al monumento de una responsabilidad fundamental, situándolo como testimonio de la supervivencia de la historia, espejo de Roma, a su vez espejo del mundo.

  

Puerta de acceso al Coliseo. Foto: Marina Valcárcel

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