Paterson (2016) es una historia que rebosa sensibilidad, y aunque tenemos muy arraigada esa irritante tendencia a detectar deixis que revelen distanciamiento en argumentos simples y sin segundas intenciones, anhelando cualquier detalle que pueda tomarse como una parodia o sarcasmo (el cine al que nos tiene habituados Jarmusch hace que ese esfuerzo sea mayor), lo cierto es que la historia se acaba imponiendo por méritos propios. Aun así, si conseguimos superar ese obstáculo, debemos deshacernos también de otra rutina aún más fuertemente enraizada (pues viene casi de serie con el Estilo Clásico): dejar de esperar que la descripción de una apacible rutina se quiebre de pronto de forma inesperada y/o cruel, poniendo en marcha una historia más convencional.
Y es que en cuanto Paterson se afianza como la crónica semanal de un sencillo y anónimo conductor de autobús (cuyo apellido es el mismo que el del pueblo que da título al filme), nos damos cuenta de cómo, a base de sucesos menores, un hombre pasa la vida encauzando su sensibilidad y, de paso, sobrelleva su existencia sin sobresaltos ni épica de ninguna clase. Las situaciones en las que se ve envuelto no son sinécdoques que buscan transmitir un significado más allá del suceso en sí, ni siquiera una reivindicación de viejos valores, sino la certeza de que hay muchas personas que, como Paterson, vuelcan sus pensamientos y vivencias en cuadernos, reelaborando, expandiendo, su existencia a base de percepción y reflexión, sintiendo una extraña e imperiosa necesidad de fijar las cosas por escrito. Y también, por qué no, dando cauce a una sensibilidad natural que, como el agua, busca vías para desbordarse. Y sí, también hay parejas que se aman con la naturalidad y la intensidad de los protagonistas, disfrutando de las cosas que están a su alcance, y que es el verdadero centro de gravedad de la película: una imparable emanación de los sentidos que, para la gente como Paterson (fantástico Adam Driver de nuevo), es la gasolina que les permite seguir adelante sin pudrirse por dentro. Ni siquiera un increíblemente optimista final empaña las buenas sensaciones del resto de la película.
Paterson revela a un Jarmusch sensible y delicado, fijando su mirada en esa humanidad que pasa la vida convirtiendo su rutina en parte del material que le sirve de inspiración. Y no puedo no incorporar también mi entusiasmo añadido por el hecho de verme tangencialmente retratado en el filme: la introspección, la curiosa digestión de los días, los hábitos contemplativos, la placidez de los sentimientos correspondidos... Todo un homenaje a lo cotidiano, el mineral con el que Jarmusch siempre ha construido su filmografía, solo que esta vez ha decidido prescindir de toda distancia e ironía.