El pintor flamenco del siglo XVI Joachim Patinir (1480-1524) es uno de los que mejor utilizará el Arte para comunicar el sentido auténtico del mundo. Primeramente, gracias a su extraordinario modo de pintar, nos encantará ahora la mirada atrayéndonos con su profusa forma de componer y colorear un lienzo. Para esto, además, el paisaje es para él el mejor escenario posible; ni un interior, ni un retrato, ni una ciudad, ni una cosa... Paisaje grandioso, enorme, con horizonte, con cielo, con montañas, con agua, con animales, con plantas, con rocas, con seres... Y el color dejará aquí claro las sensaciones que el ser que observa la obra deberá experimentar al dirigir sus ojos a cada parte compuesta: el azul, en su escala más alta, es la bendición de lo soberbio; luego seguirá el blanco, después el verde, y el verde más oscurecido, para más tarde el marrón, también el negro, y, finalmente, el rojo. Y en este orden el creador desarrollará así su universo dialéctico (su dualismo iconográfico bien-mal). Pero, aun así, el creador en su obra, en su Arte, no es radical ni maniqueo. Los colores, como los seres, como el mundo, serán aquí circunstanciales, pasajeros, fenomenales, es decir, serán aparentes, temporales...
Lo importante es otra cosa, lo que no se verá. El mejor cuadro será aquel que pintará mejor lo que no se ve... Como el mundo. El filósofo alemán Schopenhauer (1788-1860) estableció ya su propia teoría del Arte. Viene muy bien para comprender el Arte, y, además, su más auténtica forma de poder interpretarlo. Escribió el pensador (En su obra El mundo como Voluntad y Representación, ahora aquí un resumen abreviado, libre y fragmentado de su texto para una mejor comprensión): Cuando, erguido por la fuerza del espíritu, uno desiste del modo habitual de enfocar las cosas, de limitarse a la razón, cuyo último objetivo es la relación para con la propia voluntad, no considera ya el dónde, el cuándo, el por qué, o el para qué de las cosas, sino única y exclusivamente el qué. Tampoco se interesa por lo abstracto, por los conceptos de la razón, o por la consciencia de las cosas, sino que, en lugar de esto consagra todo el poder de su espíritu a la intuición, enfrascándose por entero en ella y dejando que el ser quede colmado por la serena contemplación del objeto natural, ya se trate de un paisaje, un árbol, una roca, un edificio o cualquier otra cosa. Y entonces uno se pierde en esos objetos íntegramente, esto es, se olvida de su individuo (concreto), de su voluntad, y sólo sigue como puro sujeto, como nítido espejo del objeto. Es como si éste -el objeto- estuviese ahí solo, sin nadie que lo perciba y, por lo tanto, no se puede ya disociar el objeto del ser que lo intuye, sino que ambos devienen en uno. Así la consciencia se ve ocupada y colmada por una única imagen intuitiva, y lo que se acaba conociendo así no es ya una cosa singular (concreta, pasajera), sino la idea, la forma eterna, (la esencia). Y justo por ello lo asombrado en esta intuición no es ya el individuo, pues se ha perdido éste ya en tal intuición, sino un puro sujeto de conocimiento, avolitivo, indolente y atemporal.
¿Cuántos pintores, verdaderamente, conseguirán esto? Patinir es de los pocos creadores que lo hacen. Y esta obra, El paso de la laguna Estigia, es un ejemplo maravilloso. Es aquí ahora la mitología cristiana junto a la grecorromana. Más bien la romana que la griega. Porque los griegos antiguos no creían en el infierno como tal, es decir en un lugar malvado para sufrir las almas. Ellos pensaban más bien que había un oscuro lugar de tránsito del que todo procedía y al que todo retornaba -el Érebo-. Sí existían para los héroes lugares terrenales apartados, en el límite terrenal de lo conocido, lugares privilegiados donde vivir una felicidad eterna. Fueron los romanos quienes utilizaron el sentido del dios griego Hades -deidad realmente de la Tierra interior, no de lo que hay en la superficie sino de lo que se oculta debajo- para idear un lugar más tenebroso, más penitenciario. Este cambio se produjo cuando el Imperio romano de Augusto (siglo I), y su mejor poeta -Virgilio- fuese ya entonces el instrumento ideal para la transformación moralizante que el emperador deseara para su nuevo orden. El Hades se dividió incluso en tres zonas: los campos Elíseos, el Tártaro y los prados Asfódelos, según fueran o los héroes y virtuosos -campos Elíseos-, o los malvados y pecaminosos -Tártaro-, o ese otro lugar intermedio, futuro purgatorio cristiano, los campos o prados Asfódelos que permitiría aquí al alma dirimir sus tribulaciones para encarar uno u otro camino.
Y el Hades se ideó como un lugar subterráneo pero lleno de ríos, de lagunas, de prados, de orillas, de rocas. El Éstige fue realmente un río situado en el Tártaro, a donde las almas eran transportadas por un barquero, Caronte, un anciano tenebroso que impedía que los vivos pudieran embarcar, y que dirigía a las almas a la entrada de un submundo oscuro, guardada ésta por un perro terrible de tres cabezas, para ser objeto aquéllas de sufrimientos y castigos por sus faltas. Fue fácil en un mundo romano, que pensaba ya así para el final de sus vidas, elaborar luego una teología cristiana adaptada, con el mismo sentido, en un cielo -Elíseos-, un infierno -Tártaro- y un purgatorio -Asfódelos-. Y en el conglomerado renacentista de ambas mitologías el pintor Patinir elaborará su obra. ¿Una obra moralizante? ¿Una obra tétrica? ¿Una obra de un concepto definitivo? ¿Qué cosas habrá aquí que disuadan a los que vean el cuadro? Porque el lugar al que se dirige el barquero es un bosque verdecido de frutales, con pájaros, hacia una ensenada incluso apaciguada y tranquila. En la barca, Caronte llevará al alma como una figura representada aquí humana muy pequeña, un ser que estará mirando ahora hacia donde el barquero lo dirige. ¿Es esa la elección? ¿Tomada por quién? Parece que, con su propio cuerpo, Caronte le impide al alma mirar al otro lado. ¿Es, sin embargo, ésta una decisión ya tomada por el alma? ¿El alma decidirá a dónde quiere ir?
Es fácil comprobar aquí cómo los ángeles de la parte izquierda, la orilla del paraíso verdadero, están ahora tratando de que el alma se dirija hacia ellos, lo vemos en uno que, subido en un montículo alto, mueve sus brazos para avisarle. ¿Bastará eso, avisarle así? No, no tiene sentido. Porque el alma aparece decidida, mirando curiosa y satisfecha la parte derecha del cuadro, la orilla del Hades, del purgatorio, de los prados asfódelos, lugares aquí encantadores que preparaban así, con temporalidad limitada, el paso al lugar deseado finalmente. Pero esto es lo descriptivo, lo fenomenológico, lo que se ve, lo que demuestra a los espectadores de la obra el paraje abrupto, también marrón, negro y rojo, que se verán al fondo de la derecha del cuadro. Un animal disforme (mitad perro, mitad cabeza de mono) que aparece en la parte inferior derecha, bajo y oculto por uno de esos agradables frutales, es ahora un demonio infame y malicioso que esperará que el alma, como lo termina haciendo, se confunda ahora con todo lo que ve. Porque lo que no ve el alma lo veremos nosotros, los seres que estamos ahora verdaderamente alcanzando, con el visionado de la obra, un conocimiento puro, un saber no aparente. Y el sintético sentido de todo esto es el que cualquier elección no llevará más que a un mismo lugar, el origen y el final que se envuelven así en un mismo trayecto infinito. Lo demás es experiencia, sufrimiento, engaño, olvido también. Porque, de hecho, la fuente que se ve en el paraíso azulado de la izquierda es la fuente blanquecina del río Leteo, fuente que sus aguas tendrán el poder de hacer olvidar el pasado y, por lo tanto, conceder así la eterna juventud.
El pintor renacentista debía transmitir por entonces el mensaje conocido, el racional, el que la moral obligaba a disponer con su doctrina. Pero, sin embargo, aquí Patinir irá más allá, conseguirá lo que el filósofo alemán insinuara siglos después, que el verdadero conocimiento no es el que vemos, no es el que las cosas nos transmitirán con sus preclaras y conocidas sensaciones -en este caso iconológicas, con sus símbolos figurativos, colores y mitologías descriptivas-, no, sino el que llegará a nosotros por la vía introspectiva de una imagen grandiosa, de un paisaje sugestivo, pero con la decidida elección transmitida aquí por la serena figura de un alma tranquila, sin atisbos de ser un maléfico ser abatido ahora por la desgarradora vida que su pasado le hubiese condenado a tener. Por esto en la obra la fuente del Leteo manará aquí solitaria, ajena, abstracta, justo en la parte azulada del paraíso de la izquierda. Nada ni nadie podrá dejar de ser -memoria-, ni perder la única cosa que le conecta con su individualidad pasajera, porque nada de todo esto, por otra parte, importará ya para alcanzar la auténtica consciencia, esa que llevará al sujeto verdadero a conseguir llegar al conocimiento esencial, al más eterno, al más puro, al más difícil, o al menos conocido.
(Óleo El paso de la laguna Estigia, 1520, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Patinir, 1530, Museo del Prado, Madrid.)