Medical Journal bajo el sobrio título de: “La artritis reumatoidea y la alimentación: estudio de un caso”.
La pobre señora X, de tan sólo treinta y ocho años, había sufrido de artritis reumatoidea desde hacía once. Tenía las articulaciones de los brazos, las piernas y las caderas inflamadas y tumefactas.
No tenía fuerza para agarrar algo con las manos, y los intensos dolores escasamente le permitían moverse. Durante muchas horas del día, experimentaba profunda fatiga y rigidez. Recomiendo leer el articulo (chocolate y el doloroso herpes zoster)
No se aliviaba con nada. Había recibido todos los tratamientos conocidos por la ciencia moderna: salicilatos, agentes antiinflamatorios no esteroideos, oro, penicilamina, prednisona y hasta transfusiones de sangre.
El alivio era mínimo o nulo; en realidad, los efectos tóxicos de los medicamentos empeoraban su estado.
Fue entonces cuando su reumatólogo del Hospital Hammersmith, de Londres, decidió estudiar más a fondo la pasión que ella sentía por el queso. Ella confesó que desde los veinte años su afición al queso era tan enorme, que a veces comía hasta una libra al día.