Según la mitología helena, hubo un Titán (semidioses poderosos, creativos, pero ingenuos) llamado Prometeo, que llegó a ser tan gigante y fuerte que el mismo dios Zeus le llegó a temer. Manejaba, incluso, la tierra con el agua y creaba e inventaba así cosas maravillosas. Una vez llegó a crear una criatura humana, fue el primer hombre. Pero, Prometeo, pronto se dió cuenta de la extrema fragilidad de estos seres, no podían sobrevivir por sí solos en un mundo tan hostil, frío y desalmado. Así que, decidido, Prometeo robó a los dioses un poderoso prodigio para que los Hombres pudiesen defenderse. Este prodigio fue el fuego.
De este modo los Hombres se multiplicaron y los dioses, abrumados, se ofendieron tanto por la osadía de Prometeo como por su diabólica invención. Los dioses, para acabar con la amenaza de esa nueva creación, enviaron a la Tierra a una criatura hecha por ellos para contrarrestarla. De este modo Zeus creó a Pandora, una mujer de gran belleza, gracia, audacia y fuerza. Consiguió engañar a Prometeo y se unió, decidida, a Epimeteo, hermano de aquél. Epimeteo dejó, por error al alcance de Pandora, una caja que disponían los titanes como arma secreta. Ella la cogió curiosa, levantó su tapa y, de pronto, escaparon todos los males que la caja guardaba en su interior. Éstos se extendieron por toda la Tierra llevando así la perdición y la angustia a los Hombres. Pero, algo extraño sucedió en la caja. En el fondo de ella, agazapada y latente, quedó guardada la Esperanza. Ésta fue la única cosa que los Hombres pudieron aprovechar de sus creadores.
Sin embargo, disfrutaron de otra cosa, de la posibilidad de crear belleza. Para esto, además, el paso del tiempo es -inconscientemente- imprescindible. La inmortalidad en consecuencia sólo se alcanza con la creación de la Belleza. Se precisa tener que desaparecer para que surja el estímulo creativo. ¿Cómo entonces, si no, se pretendería así crear obras inmortales? Ellos, los artistas, pueden sortear los males escapados de la caja, y menospreciar lo demás. Sus vidas, generalmente, son eriales de amor, de belleza y de esperanza. Sólo se consagran a su arraigo interior ineludible. Los demás, los mortales sin motivo, los que sólo admiramos y necesitamos de sus creaciones, nos aferramos al Amor, a la Belleza y, sobre todo, a la Esperanza. Con ellos luchamos contra el paso del tiempo, con ellos buscamos crear, al menos, algo digno que nos satisfaga de la desesperación. El Amor y la Belleza nos llevan, inúltilmente a la postre, a tratar de justificarnos con la vida y su alegre destino. La Esperanza es la única creación mental que, como un sustitutivo, necesitamos para compensar nuestra inexistente y deseada creatividad.
(Cuadro El Tiempo superado por el Amor, la Esperanza y la Belleza, de Simón Vouet, 1627, Museo del Prado, Madrid, en él se observa como la Belleza coge por los pelos a el Tiempo -el dios Saturno- y trata de amenazarlo con la lanza, la Esperanza, con el ancla de la salvación, confía en poder someterlo, el Amor, como Cupido, mordisquea las alas del Tiempo, éste, con su hoz mortal y su reloj inapelable, aparta las molestias, si acaso, que aquéllos le provocan; Óleo del mismo pintor, con la misma representación, realizado 19 años después, Saturno conquistado por el Amor, la Belleza y la Esperanza, Museo de Bourges, Francia; Boceto del pintor prerrafaelita Dante Rossetti, Pandora, 1869; Cuadro del pintor Pompeo Batoni, El Tiempo y la Vejez destruyendo la Belleza, 1746; Óleo del pintor Jan Cossiers, Prometeo trayendo el Fuego, 1638, Museo del Prado; Cuadro abstracto del pintor español José Bellosillo, 1954, La Esperanza, de 1982.)