El delicioso placer de no hacer nada

Por Dolega @blogdedolega

Ayer era día libre, ese último cartucho que dejas hasta final de año para sentir que todavía tienes la oportunidad de ignorar el despertador un lunes, salir a la calle con una sonrisa a destiempo y pasear sin rubor a la una y media de la tarde.

Salimos a no hacer nada, como dos irresponsables, dejando una lavadora puesta, sin rumbo fijo y sin planes definidos.

Caminamos por donde nos apeteció, comimos donde nos alcanzó el hambre y discutimos todas las veces que nos dio la gana. Con la neurona totalmente relajada, igual veíamos una iglesia que entrábamos en una tienda a comprar un regalo de navidad con la débil justificación de “voy a aprovechar ahora que seguro después no lo encuentro”. Así fue pasando el día entre calles soleadas, con el ánimo mecido por el suspiro de la tranquilidad y ese egoísmo adolescente que nos vuelve a visitar cuando ya peinamos canas y hace que se nos olvide todo aquello que no sea disfrutar del momento y de nosotros mismos.

Ayer no éramos los jóvenes que salíamos a consumir el tiempo frenéticamente, sin descanso, apurando hasta el último segundo de libertad y desenfreno que se nos brindaba entre examen y examen, ni los que veíamos amanecer con las luces de la ciudad al fondo y desplegábamos nuestras mejores técnicas de camuflaje y sigilo para llegar a casa consiguiendo pasar más desapercibidos que una ligera brisa mañanera. Mucho menos los que, cuando lográbamos que nuestra cabeza se bajase de la noria enloquecida en la que estaba montada y poníamos nuestro cuerpo en vertical después de cuatro o cinco horas de sueño, estábamos listos para responder con un lacónico y estoposo “nada” cuando se nos preguntaba qué habíamos hecho la noche anterior. No, ayer no éramos esos.

Ayer éramos unos venerables integrantes de la tercera edad que hacíamos prácticas para ir tomándole el pulso a las toneladas de tiempo libre que avistamos en el horizonte, con algún que otro achaque físico por la edad y varios achaques psíquicos por la experiencia, cogidos de la mano mientras nos recriminábamos defectos ancestrales.