El mito griego es la epopeya vital de la relación poética entre los humanos y los dioses. Fue una excusa creativa, social, literaria y existencial extraordinaria. ¿Cómo justificar entonces si no el vaivén azaroso de un mundo racionalmente incomprensible? Las causas últimas de las cosas fueron asignadas a ellos, a unos seres divinos que, caprichosos, alteraban sin justificación racional la vida sin sentido de los hombres. Sin sentido porque nada de lo que sucede lo tiene, a menos que justifiquemos todo lo que sucede sin desmerecer nada, ni lo malo ni lo bueno ni lo peor. Para ese pueblo mediterráneo que no hacía otra cosa que preguntarse cosas, la vida era mejor comprendida si había algo que, superior a ellos, podía dominar las formas en que el azar condicionaba el destino de los humanos, unos seres que, confiados, habitaban un mundo tan desconocido como fascinante. El pintor del barroco más clásico, misterioso, mítico y sugerente lo fue el francés Nicolas Poussin. Para él el mundo debía corresponderse a formas donde la belleza se equilibrara con un mensaje misterioso. Como buen conocedor de la cultura helénica y del mito, Poussin expresaría siempre en sus obras el sentido más incognoscible que el mundo encerrase entre sus formas de belleza. La belleza era parte del misterio porque el mundo no tendría otra cosa mejor para conciliar la pregunta y su no respuesta. El Arte había venido a satisfacer esa incógnita tan arrebatadora. ¿Habría algo mejor que contestar al misterio de la vida con las formas sagradas del Arte más clásico? Durante el año 1639 el pintor francés acabaría en Roma su pintura La caza de Meleagro. ¿Quién era Meleagro? Conoceremos a Ulises, a Aquiles a Hércules a Edipo..., pero, ¿a Meleagro? ¿Había sido alguien importante que tuviera una vida excelsa o alguna épica y heroica aventura vital que llevase a consagrar su nombre en las perfiladas y eternas piedras de la memoria? Nada de esas cosas insignes que los héroes hacen para resaltar su vida ante las graves incitaciones del mundo tuvo Meleagro, sin embargo.
Entonces, ¿por qué sería motivo para que todo un gran pintor clásico quisiera resaltar su nombre con el Arte? Por la participación en una cacería decisiva para el orden de un pueblo griego en los inicios de su historia mítica. Antes de que Troya o cualquier otra hazaña griega épica se librase y contase entre los poetas había existido Meleagro. Fue el joven hijo de un rey de Calidón, una ciudad griega cerca de Corinto. Su padre, Eneo, reinaba en Calidón con la sabiduría y la moderación propia de un griego prudente. Con su esposa Altea tuvo a tres hijos y dos hijas. Uno de ellos era Meleagro, hábil cazador y fiel devoto de los dioses. Había nacido con el don de la fortuna, nada le sucedería malo o hiriente. Así se lo habrían dicho las diosas del destino, las Moiras, a su propia madre cuando él nació. Sin embargo, éstas le advirtieron a Altea que la vida de Meleagro estaría ligada a un tizón de leña ardiendo, pero que si éste se apagara antes de su tiempo él moriría sin remisión. Se cuidaría ella de que siempre estuviese ardiendo. Pero algo sucedió en Calidón. Los reyes debían honrar a los dioses, a todos ellos, al menos una vez al año. Un año Eneo honró a todos pero se olvidó de Artemisa. Ahora el mito se relaciona con el azar y con la pasión, con el profundo misterio de las causas que acechan la vida de los humanos. Un error y una ofensa, una eventualidad involuntaria y una consecuencia inevitable. La ofensa de las cosas, que actúan así por ser como son ellas, en este caso el furor irracional de los dioses. Artemisa, enojada, enviaría a Calidón un feroz monstruo asesino en forma de jabalí gigantesco. La muerte, el hambre y la destrucción asolaron el reino y su rey entonces convocaría a todos aquellos que quisieran acudir para cazarlo. Su propio hijo Meleagro se presentó, también otros reyes de otras ciudades y una hábil cazadora, Atalanta, tan certera con su arco como devota de Artemisa; se decía incluso que había sido criada por ella. Y a que pensar entonces que nadie, ni Eneo, sabría que toda aquella maldad había sido causada por la ofensa de esa diosa.
El pintor Poussin compone una obra diferente a las que acostumbraba a hacer de sus leyendas. Ahora pinta una multitud organizada para un fin común, cuando siempre pintaría seres agrupados por la confusión, el misterio, el mito, el verso o la leyenda. Ahora una acción decidida, cuando casi siempre una meditación o una sorpresa, o una agonía o una placidez o una serena combinación de cosas imperfectas... Decididos, los seres humanos se concentran ahora y dirigen juntos hacia el lugar boscoso donde la fiera habita desalmada. Y es cuando el destino empieza a forzar las cosas para seguir cumpliendo su designio. Porque, sin embargo, pronto podrán abatir la fiera y todo habrá acabado. Juntos los hombres serán imbatibles. Están juntos y confiados, organizados y capaces, con la inteligencia y la determinación que su propia voluntad les otorgue. Artemisa no puede ser tan estúpida, no puede haber causado algo que no tenga consecuencias en el sentido definitivo de su determinación. Ahora cumplirá su designio con la ayuda de los mismos seres que lo padecen. Atalanta es la primera que hiere al jabalí y Meleagro terminará por abatirlo. Pero como todos han contribuido a su caza los enfrentamientos surgen pronto por el trofeo. Meleagro, fascinado con Atalanta, se dejará llevar por su pasión y entregará el deseado trofeo a ella. Ofendidos, unos hermanos de su madre le ofenden ante el gesto apasionado de él. La violencia llevará a Meleagro a herir de muerte a sus tíos. Cuando su madre llegue a conocer el resultado de la hazaña, ofuscada por la muerte de sus hermanos, dejará ya el tizón hasta apagarse. Así, con la artimaña de las pasiones, de las ofensas, de las venganzas o de las azarosas relaciones enfrentadas, acabaría Artemisa completando su decidido designio inapelable.
Pero el pintor no se conformará sólo con componer una concentración de seres decididos para una caza. Tenía que confundirnos del mismo modo que la determinación de los dioses nos confunde. En la obra de Arte, ¿dónde estará ahora Meleagro, quién es él? En el caso de Atalanta es fácil, sólo hay una mujer que acude a la cacería y es ella sin duda la que vemos fascinante. En su caballo blanco, con su casco y su arco en la mano, la veremos decidida, hermosa y fascinante. Sin embargo, de Meleagro, confundido entre tantos hombres, solo podremos ahora elucubrar cuál de todos los jinetes es él. Unos pueden decir que cabalga al lado de Atalanta, o el que está a su derecha o el que está a su izquierda, que incluso lleva los atributos de un guerrero noble. Otros que es el primer caballero centrado en primer plano con su lanza, ya que si la leyenda trata de él, y así se titula la obra, ¿qué mejor opción que ésta? Sin embargo, el pintor no dejará claro el sentido material del ser ahora más atribulado injustamente por las trazas misteriosas de un destino inevitable. Al fondo de la obra vemos dos estatuas griegas de dos dioses: Artemisa, la diosa responsable; Pan, el dios más irresponsable... En un caso la diosa ofendida, que, epónime incluso de la caza, fuera la que determinaría las posibles acciones de los hombres. En otro caso el dios de las pasiones, aquel que sólo cumple con lo que, ocasionado ya, sólo puede terminar con la fuerza poderosa de los deseos feroces más inapelables. El destino no es más que la agrupación imprecisa de varias voluntades en liza. Hay decisiones divinas que proponen o condicionan en general, pero luego hay decisiones humanas que, llevadas por la voluntad más misteriosa, ocasionarán las últimas voluntades de los dioses. El pintor Poussin sabría muy bien que la naturaleza humana y la naturaleza divina (naturaleza biológica, meteórica, física, química, telúrica o cuántica) llevaban en sí las causas misteriosas que hacían que las cosas llevaran un designio. Que este se justificara o se comprendiera era la misma actuación incierta que la de encontrar a su héroe malogrado en su obra.
(Óleo barroco La caza de Meleagro, 1639, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo del Prado, Madrid.)