Nos refiere Borges que el Caín de Byron y el Fausto de Goethe dejaron huellas indelebles en el inquieto espíritu de Flaubert. Si sumamos un cuadro de Pieter Brueghel el Joven (se puede apreciar más abajo), que había tenido ocasión de observar en Génova, tendremos las principalísimas fuentes de inspiración que llevaron al francés a la escritura de La tentación de San Antonio. Al parecer, los misterios luciferinos y el tema del averno obsesionaban al escritor, desde sus tiernos años, tanto como la incansable búsqueda de le mot juste.
Una tarde cualquiera de 1849, en su casona de Croisset, un Flaubert en extremo ansioso convoca a sus dos más íntimos amigos –Maxime Du Camp y Louis Bouilhet– con la única finalidad de leerles el manuscrito que acababa de concluir, y para cuya confección se había sumido en una severa disciplina de trabajo que no escamoteó tres años de investigaciones variopintas. Hace tiempo ya que Gustave sabe que lo único que realmente le interesa en su vida es la literatura: nada le causa más satisfacción que leer y escribir (no obstante, su relación con el oficio de escritor nunca deja de ser complicada: la literatura, así como lo hace sentir vivo, igualmente se transforma en causa de desequilibrios y de torturas). La figura avasalladora de su padre, que durante años fue el principal obstáculo entre él y la literatura como medio (y modo) de vida, ya no lo atormenta; la enfermedad (padecimiento y salvación) oportunamente vino a eximirlo del camino premarcado de una profesión liberal –la facultad de Derecho en París–. Ninguna de sus obras anteriores –que considera fracasos y precisamente por ello permanecen entonces inéditas– había sido escrita bajo las condiciones de tranquilidad y tiempo disponible de las que gozó cuando concibió La tentación de San Antonio: quizá haya embarcado con Caronte o quizá no (¿cómo saberlo?, pero la abrumadora sombra de su padre ya no estaba deambulando por Croisset en aquel momento.
En su habitación –que también hacia las veces de sala de trabajo– Flaubert lleva a cabo la lectura del manuscrito a sus amigos. De antemano se había pactado que ninguno de los dos podría proferir opinión o digresión que viniera a interrumpir la entusiasta recitación. Durante cuatro jornadas consecutivas, cada una de ellas partida en una doble sesión de lectura (cuatro horas vespertinas, cuatro horas nocturnas), lleno de alegría, pero asimismo de temor, Gustave modula, recita y canta su vasto texto, en el cual tanto esfuerzo había invertido. Madame Flaubert, tal vez más nerviosa que su propio hijo, merodea por el pasillo, con ganas de husmear pero sin detener las maratónicas sesiones. Du Camp recordó esas horas de lectura, mucho tiempo después, como algo verdaderamente penoso. Cuando el anfitrión pronuncia la última palabra, y al filo de la medianoche su absoluta compenetración se transforma de inmediato en expectante atención, el veredicto de sus amigos no se hace esperar. Habrá quienes digan lo contrario, pero el juicio de Bouilhet, que tomó la responsabilidad de transmitírselo, fue menos terminante que sincero: echar el manuscrito a las llamas y olvidarlo para siempre. Le censuran la manía metafórica, la soporífera prolijidad y, sobre todo, la abusiva tendencia hacia el lirismo. Naturalmente, en un primer instante, Flaubert intenta contrarrestar las recriminaciones, defendiendo a capa y espada su trabajo, pero con el correr de las horas termina, no sin una afectada resignación, aceptando los argumentos vertidos por el inapelable dúo crítico. Aquel episodio, el tiempo así lo probaría, podría intitularse, palabras más, palabras menos: De cómo una oscilación en el ánimo y una milésima tuercen el destino de un hombre.
La historia atestigua que Flaubert hizo caso a sus amigos, pero solamente a medias. Siguiendo sus consejos, renunció a los temas vagos y difusos que le apasionaban, y buscó por terrenos más prosaicos, más cercanos a las vicisitudes que abundaban en la vida burguesa –le sugirieron algunas obras de Balzac, a pesar que a él no le entusiasmaba en exceso tal autor–. Si bien la decepción que todos estos eventos le causaron fue enorme, más rendido que persuadido, Gustave toma un tema banal que le impida dar rienda suelta a sus divagaciones líricas, a su tendencia hacia lo excesivo y desmesurado, y a partir de allí va forjando un sistema de trabajo para su nueva novela. Como señala Vargas Llosa: Flaubert va decidiendo un método para Madame Bovary en función negativa de La tentación de San Antonio; a partir de las limitaciones de ésta inventa las virtudes de aquélla. En otras palabras, y asumiendo el riesgo de verter una simplificación: de una frustración nació quizá el hito fundamental en el camino hacia la novela moderna. En cuanto al manuscrito de La tentación de San Antonio, causa de su desilusión, no avivó las llamas con él, desoyendo (por fortuna) aquí la recomendación de Du Camp y Bouilhet. Lo corrigió y lo abrevió, y finalmente en 1874 se publicó la versión que hoy conocemos, de la que Albert Thibaudet dijo: es una colosal flor del mal.