El diálogo de las culturas

Por Peterpank @castguer

La historia y la observación del presente nos ofrecen el rudo espectáculo del choque y del conflicto de las culturas. Muy de vez en cuando surge la visión del diálogo de las culturas. Ahora bien, el único futuro amable es el que discurre a través de este diálogo. Los demás futuros no son amables. De ahí la importancia de reflexionar acerca de los términos de este diálogo. Porque no se trata de una conversación distendida en tomo a una mesa o paseando bajo los pórticos de un ágora. El diálogo de las culturas pasa necesariamente por el conflicto. La diversidad es su caldo de cultivo, y la diversidad no se deja reducir fácilmente. Hay que mirarla frente a frente, sin temor y sin prejuicios, y si en algún extremo se revela irreductible, sépase aceptar que hay que contar con ella. Mejor conflicto abierto que guerra latente.

El trasvase de individuos de una cultura a otra es un hecho indiferente para el diálogo. Responde a un simple derecho humano, pero de suyo no contribuye al diálogo, y si viene organizado de forma masiva puede obstaculizarlo seriamente. La labor de las misiones cristianas en regiones de gran tradición cultural debe ser enjuiciada de acuerdo con este criterio.

La recta comprensión de lo ineludible del conflicto en la perspectiva del diálogo intelectual viene viciada por la interposición de un mito ideológico de origen occidental: el igualitarismo. El igualitarismo surge como una corrupción de uno de los grandes principios que rigen la convivencia de los individuos en la sociedad, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Este principio no tolera excepciones, pues la igualdad es un concepto que no admite grados: no se puede ser más o menos igual. De ahí la inadecuación de la extensión de la igualdad a otros ámbitos de las relaciones humanas, tales como la economía o la cultura, en los que la diversidad es ley insoslayable. En el mejor de los casos como una simple banalización, como cuando las utopías quinquenales pretenden aplicarlo al régimen cotidiano de las instituciones basadas precisamente en la desigualdad específica de sus componentes, como los hospitales, los clubs deportivos o las universidades.

Occidente es palabra ambigua, excepto en el ámbito militar. Oriente es ambiguo en todos los ámbitos. Para comenzar, se trata de términos relativos: dependen de la posición geográfica relativa del grupo que impone el lenguaje. En la zona templada que va desde el Atlántico hasta el Mar de la China ha acabado instaurándose una semántica común que divide a la población en orientales y occidentales, sobre la base de un principio delimitador no territorial, sino cultural: el islam. La pertenencia al islam separa Oriente de Occidente en su punto de contacto. Más allá de este punto de contacto, las denominaciones se mantienen por aproximación y economía terminológica.

De esta manera, Israel y Australia son occidentales, mientras Marruecos y Azerbayán son orientales. Toda América pertenece al ámbito occidental. Africa queda fuera de este juego. Las naciones eslavas, por su parte, no son orientales, , sino, simplemente, del Este.

El concepto de Oriente requiere una subdivisión en el espacio, so pena de inoperatividad. Se suele así hablar de Oriente Próximo, Oriente Medio y Lejano Oriente, denomianciones tanto más imprecisas cuanto más alejadas del centro creador de este lenguaje.

Por su parte, el concepto de Occidente exige una delimitación de significados que remite, en última instancia, a una demarcación temporal. Hasta la Revolución Francesa, los conceptos de Occidente y de Cristiandad cubrían el mismo campo de significado, hasta el punto de que el primero apenas se utilizaba: frente al Islam (Oriente) se levantaba la Cristiandad (Occidente). A partir de principios del siglo XIX se fueron instaurando en Europa y en las Américas Estados de constitución laica inspirados en parte en las ideas políticas de la antigüedad griega y romana, en parte en las nueva ideas del liberalismo y depués del socialismo. En la actualidad no se puede decir en manera alguna que los grandes principios inspiradores de la vida pública de Occidente provengan del cristianismo. Bien al contrario. Las libertades individuales que constituyen la base de la actual convivencia democrática fueron en su momento negadas y combatidas por el cristianismo europeo, tanto católico como protestante. Así pues, en la actualidad es completamente equívoca una expresión como «Occidente cristiano».

Ahora bien, en el otro lado las cosas no han evolucionado de la misma manera. El Oriente (Próximo y Medio) no se ha desvinculado del Islam, a pesar de la aparición de movimientos políticos tímidamente laicistas. Y en los últimos anos, la definición islámica de las sociedades próximo y medio orientales se ha robustecido y se ha radicalizado. Oriente sigue siendo el Islam mientras Occidente ha dejado de ser la Cristiandad. Sin embargo, persiste la antigua ecuación. aducida sin asomo de duda por los Olientales e incautamente aceptada en ocasiones por la opinión occidental.

CONTENIDOS CONCEPTUALES

Desbrozado ya el campo de los significados lingüísticos, pasemos al de los contenidos conceptuales. El tratamiento que les daré será desigual en intensidad, pues mis conocimientos de la cultura occidental son mucho más sólidos que mis conocimientos de la cultura oriental, que bastarán, sin embargo, para discernir las diferencias.

Hay dos ámbitos del conocimiento en los que la cultura occidental se diferencia cualitativa y cuantitativamente de todas las demás culturas de la franja templada: la ciencia y la teoría política.

Muchas civilizaciones antes de los griegos poseyeron conocimientos físicos, astronómicos, botánicos, químicos y matemáticos, entre otros. Los egipcios sabían realizar muchos cálculos matemáticos; los sumerios acumularon gran cantidad de observaciones astronómicas; los hindúes crearon una completa teoría lingüística; los chinos aplicaron una amplia gama de conocimientos tecnológicos. Pero la ciencia no consiste en una mera acumulación de conocimientos, y menos todavía en la posesión de técnicas para el manejo de los objetos. La ciencia es esencialmente un conocimiento sistemático de la realidad, conocimiento contrastado o contrastable con los hechos observados o experimentados. Las sucesivas precisiones que se han ido haciendo sobre el concepto de ciencia no alteran este significado esencial.

El sistema en el que debe expresarse todo conocimiento científico implica el establecimiento y el uso anterior de un pre-sistema de meta-conceptos lógicos y lingüísticos. Esta fue, según consta históricamente, la parte más ardua de la reflexión científica griega. Los primeros conatos de explicación de los fenómenos físicos por causas racionales surgieron a principios del siglo IV a C., pero el armazón lógico y lingüístico que debía sustentar estas investigaciones no fue puesto a punto hasta principios del siglo IV. La tremenda dificultad de este parto está perfectamente documentada en los escritos de Platón. La mitad de ellos son todavía «presocráticos», es decir, no conocen todavía el método de la sistematización científica; la otra mitad pertenecen de lleno a la historia de la ciencia occidental, que nació de golpe cuando el genial ateniense cayó en la cuenta de que el problema no consistía en relacionar las cosas con las ideas, sino en relacionar las ideas entre sí. A partir de este instrumental lógico los griegos crearon tres grandes ciencias que siguen asentadas en las bases que ellos pusieron: la geometría, la astronomía y la acústica. Los griegos sacaron a las matemáticas de la situación de mero instrumento de la técnica en que se hallaban y las convirtieron en la mismísima sustancia de la cultura occidental.

Pues bien, no hay rastro de este tipo de proceso intelectual en las actividades del Próximo Oriente.

En la India, las escuelas de Nyanya y de la Vaishesika crearon un sistema lógico muy completo, susceptible de ser aplicado a las ciencias observacionales. Pero fue utilizado sólo en la lingüística y en la teología. No fue aplicado ni a las matemáticas (a pesar de la extraordinaria invención del cero) ni a la astronomía, conocimientos que siguieron siendo cultivados a nivel empírico.

Más todavía. La posesión del instrumental lógico sistematizado facultó a los griegos para la explotación en provecho propio de los tesoros de observaciones empíricas acumulados en Egipto y en Mesopotamia. Este hecho fue particularmente relevante en astronomía y en medicina. Por otra parte, todos los pueblos de Oriente Próximo, hasta los confines de la India, recibieron y adoptaron los conocimientos teóricos y científicos de los griegos, dando lugar a importantes corrientes de progreso. El caso más notable es el de los matemáticos árabes medievales.

La ciencia teórica griega sufrió dos sucesivas olas de oscurantismo. La primera tuvo lugar durante el período helenístico-romano. El pensamiento griego se inclinó hacia la especulación metafísico-religiosa, abandonando la filosofía de la ciencia. Esta siguió medrando, pero, desconectada de su raíz teórica, volvió a dispersarse en la empeiría. La segunda ola fue la implantación de la religiosidad semítica del cristianismo en toda la cuenca mediterránea, que acabó de liquidar lo poco que quedaba del humanismo racionalista griego. No sobrevivieron más que algunos manuscritos.

Parte de los manuscritos griegos se salvaron en la corte bizantina, cuyos inquilinos mantuvieron siempre algunas estancias fuera del alcance de los monjes incendiarios. Otra parte fue traducida al siríaco, de aquí al árabe y del árabe al latín Caveces por el intermediario judío que traducía del árabe al castellano).

Las ciudades griegas, a partir del siglo VII a C., crearon el sistema de convivencia social que recibió primero el nombre de «ciudad» y después el de «Estado». La ciudad se basaba en leyes escritas, frente a las cuales todos los ciudadanos gozaban de igualdad de derechos. Esta situación era compatible con diversos sistemas de gobierno, aunque fue la democracia la que creó la teoría política más coherente y completa. La ciudad eliminó casi por completo las normas basadas en la tradición religiosa, relegando el sacerdocio a funciones casi puramente cultuales. La igualdad de los ciudadanos ante la ley y la electividad de los cargos públicos fueron los dos pilares del sistema político de la racionalidad griega. Después del naufragio bimilenario, Occidente recuperó estas dos condiciones esenciales de la convivencia social.

Ningún pueblo del Oriente se rigió por sistemas políticos racionales. En todos los lugares persistieron (y persisten) profundas divisiones sociales (raciales, religiosas, tribales …) en las que se basaron los sistemas políticos.

La existencia de códigos escritos (Harnmurabi, Torah…) es un hecho, ciertamente progresivo, que debe diferenciarse del principio de la igualdad de los ciudadanos ante una ley humana y modificable.

Durante el primer milenio a C. existieron en el valle del Ganges ciudades-estado que gozaron de un notable grado de libertades individuales. No se creó, sin embargo -o no ha llegado hasta nosotros-, una teoría política concomitante, y aquellas pequeñas repúblicas fueron absorbidas por los imperios subsiguientes.

Estos dos factores -el científico y el político- son los dos únicos trazos diferenciales totales entre Occidente y Oriente. Ni en religión, ni en arte, ni en filosofía, ni en ética, ni en ningún otro ámbito cultural o humano son detectables diferencias que agrupen a Oriente y Occidente como dos todos frente a frente. En cada uno de estos campos Oriente y Occidente pueden aducir logros y carencias que equilibran los logros y carencias del otro lado. Sólo en ciencia y en política se da la circunstancia diferencial absoluta: Occidente posee como propio lo que Oriente no posee o posee de prestado. Esta constatación libera a la reflexión comparatista de su más difícil escollo: el cotejo de creaciones culturales. Aquí no hay nada que cotejar, pues ninguna civilización oriental presenta un sistema teórico de la ciencia ni un sistema teórico de la democracia.

APLICACION DE LOS VALORES

Resta la parte más vidriosa del argumento: la aplicación de valores.

En modo alguno procederé por medio de la justificación de un sistema de valores con pretensiones de objetividad. El pensamiento occidental hace tiempo que ha abandonado las axiologías absolutas. Quedan, sin embargo, las axiologías relativas, aquéllas que la sociología y la etología buscan en las conductas de los individuos en la sociedad. Hay cosas -objetos, situaciones, principios- a los que un cierto número de ciudadanos atribuye valor. El ingrediente cuantitativo es aquí importante, aunque su expresión sea sólo aproximada y estadística. Cabe preguntarse, pues, si aquellos elementos diferenciadores que hemos establecido son susceptibles de recibir un valor relativo por vía de consenso social. Examinaré únicamente el conocimiento científico, pues la teoría política de la democracia requeriría una argumentación mucho más compleja que la que puedo abordar en estas páginas.

¿Hay consenso universal respecto al valor de la ciencia occidental? La respuesta se limita por el momento a la ciencia. Más adelante se extenderá a la tecnología.

La respuesta es obviamente afirmativa. No hay en la actualidad raza, nación, país ni sociedad alguna que no luche arduamente por adquirir la mayor cantidad posible de conocimientos científicos. No hay oposición ni polémica alguna -mayoritarias- contra la ciencia. No hay tampoco alternativa alguna: ningún grupo humano ha propuesto una constelación científica para sustituir a la occidental. Ninguna creación del espíritu humano ha tenido una aceptación incondicional como la de la ciencia occidental: ni la religión, ni el arte, ni la escritura, ni el urbanismo … La ciencia es el más alto de los valores relativos del mundo actual.

En los reducidos círculos donde se cultiva el trascendentismo filosófico o religioso -de raigambre occidental u oriental- suele medrar una visión totalmente negativa de la ciencia. La ciencia sería intrínsecamente perversa; conduciría al hombre a la negación de sus valores esenciales; imposibilitaría la convivencia humana; implicaría un desarrollo tecnológico deletéreo para la humanidad. Esta actitud sólo puede justificarse partiendo del establecimiento de valores absolutos ante los cuales la razón humana debe plegarse sin crítica alguna: Dios, el Trascendente, el alma inmortal, las realidades espirituales… Ya he observado que no hay valores absolutos. La dogmática trascendentista declara erróneo el aprecio que la inmensa mayoría de los hombres profesa a la ciencia, y propone como alternativa un sistema de creencias gratuito, infundamentado y heterogéneo.

Conviene observar que la mayoría de corrientes del espiritualismo dogmático actual no es en absoluto opuesta al progreso científico. Es decir, no ve contradicción entre sus valores v los principios científicos.

¿Cuál es el contenido de la ciencia que le ha valido este plebiscito universal? Contestaré a este interrogante proponiendo una hipótesis para proceder después a su contrastación sociológica intuitiva.

La ciencia occidental ha constituido la condición insustituible para la eliminación del dolor físico humano. El dolor humano tiene tres modalidades principales: el hambre, la enfermedad, la intemperie. La ciencia occidental ha permitido crear los instrumentos tecnológicos para paliar o erradicar todas estas variedades del dolor. Sirva como único ejemplo la erradicación de la viruela gracias a la medicina occidental. Ningún otro sistema de conocimientos puede pretender estos resultados.

Ahora bien, si hay un tipo de mal que puede merecer el calificativo de absoluto, éste es precisamente el dolor. El dolor no tiene ninguna dimensión positiva: es el mal por antonomasia. El lenguaje corriente identifica dolor y mal. Pues bien, si el mal puede ser tildado de valor negativo absoluto, aquel agente que elimine el mal podrá optar, en el grado de su eficacia, al escurridizo valor de «bien». Para aquéllos que consideran, pues, que el dolor es el mal absoluto, la ciencia es un bien próximo a la absolutez.

El trascendentismo dogmático -tanto el anticientífico como el que no lo es- suele ostentar una notable indiferencia ante el dolor físico humano. Llega a otorgarle valores (dentro de su gama, naturalmente), que no residen en la actitud del que sufre (obviamente susceptible de valoración ética), sino en el dolor en sí mismo, que puede convertirse en instrumento divino para el bien de los seres humanos. Frente a esta inhumana visión de la religión puede levantarse el argumento de Aliosha: ¿Qué valor puede revestir el sufrimiento de un niño? Mi definición del valor de la ciencia, queda, pues, frente a la crueldad trascendentista, formulada de este modo: capacidad de eliminación del sufrimiento de los niños.

¿Tendré ahora que desgañitarme para demostrar que la humanidad en su inmensa mayoría rehuye el dolor (por lo menos, el de los niños)? Creo que no hace falta, y puedo pasar a razonar que este rechazo del dolor implica la aceptación de los medios que lo eliminan, entre los cuales tiene un lugar principal la tecnología dependiente de la ciencia occidental.

Objetan: la ciencia y la tecnología han conducido a la fabricación de armas de destrucción masiva, y a un consumo que amenaza con destruir la vida humana.

Respuesta 1: aun así sirven para eliminar el dolor de los niños.

Respuesta 2: la ciencia en sí misma es indiferente; si le otorgamos un valor es en relación con sus usos buenos. Es propio de la mentalidad dogmática sostener el valor absoluto (positivo o negativo) de una realidad.

Respuesta 3, en forma de pregunta: ¿En su eliminación de la tecnología procederían a eliminar los arneses de los caballos? Fueron un adelanto tecnológico de la Edad Media.

He intentado trazar la imagen de un voluminoso hecho diferenciador   entre Oriente y Occidente. He calificado, con argumentos objetivos, este hecho, de valor relativo reconocido por toda la humanidad, y por ende por los orientales. Henos aquí ante una constatación crucial: Occidente posee como propio un valor reconocido como tal por la inmensa mayoría de Oriente. ¿Se da la situación complementaria? ¿Posee Oriente un valor reconocido como tal por la inmensa mayoría de Occidente? Por mi parte, desconozco la existencia de este valor. En consecuencia, concluyamos que, en un aspecto sustancial de la vida humana, la relación entre Oriente y Occidente es asimétrica, hallándose Oriente en la situación de receptor puro.

He tenido que esforzarme por desarrollar y mostrar cosas que una mirada simple consideraría obvias y banales. En realidad, lo son para los que no miran a la realidad a través de los anteojos de sus prejuicios, ancestrales o recientes. El peso de la asimetría que he señalado se halla, explícito o implícito, en todas las relaciones entre orientales y occidentales. Si este valor de fuerza es relegado al subconsciente, generará actitudes tales como odio, envidia, condescendencia, desprecio … Si se lo deja aflorar y se lo mira cara a cara, el diálogo podrá fluir, y a la postre se desvelará la realidad que hay detrás de tanta historia: que la ciencia y la razón no tienen más patria que la humanidad.

J. Montserrat Torrents