El divorcio entre poder y política: La enfermedad del mundo globalizado.

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Mar 19, 2015 in Autores

Según Zgymunt Bauman una carrera insensata hacia la catástrofe. Un juego sumamente peligroso. Las negociaciones sobre la deuda griega entre los ministros de economía del Eurogrupo y el gobierno de Alexis Tsipras no tienen vía de escape. Porque no nacen solamente de ideologías políticas opuestas, de diagnósticos diferentes sobre el origen de la crisis económica, sino de la patología estructural del mundo globalizado: el divorcio entre el poder y la política.

Por una parte está la política de los estados nación, anclada a los confines nacionales, para satisfacer supuestamente las necesidades de los electores, por otro lado el poder de las finanzas y de la economía, que no responde al electorado sino a los accionistas y a la rentabilidad.

Dos mundos inconciliables, y por lo que vemos incompatibles, que conducen a la exclusión, la soledad y la desigualdad.

Por una parte los poderes financieros son libres de “invertir” o “no invertir” donde quieran, en el momento que deseen, libres hasta de maltratar la política, que se presume sea el ángel de la guarda de los valores, incluso aquellos morales; por otro lado, la política no puede mostrar ningún músculo para condicionar, ni mucho menos obligar, a los poderes financieros a invertir en momentos y lugares precisos o para hacerles desistir de la tentación de no invertir.

Todos los Tsipras y los Varoufakis de este Mundo están atados a un doble vínculo, una atadura férrea de la que ningún otro político ha conseguido hasta ahora librarse: por una parte existen los que los han elegido hasta que les sirviesen, por otro lado los que gobiernan ignorando la voluntad de los electores. En breve, la disputa está entre los estados nación y los mercados bursátiles. Los primeros son locales anclados al terreno, al territorio nacional, los segundos son globales devotamente desanclados de cualquier institución política, independientemente de su nivel.

En esta situación cada confrontación no puede más que adquirir la forma de los duelos americanos o de aquellos que en la teoría de los juegos toman el nombre de “peleas de gallos”. En ambos casos el perdedor es quien se rinde primero, evitando la catástrofe. Me parece una caracterización del drama actual mucho más pertinente que aquella sugerida por muchos -como Cécile Ducourtieux en el diario Le Monde del 17 de febrero- que hablan de farol en una partida de póker. Más allá de las individuales tretas del caso, las peleas de gallos de hecho se acaban jugando, con mayor o menor abandono, en cualquier lugar del mundo, cada día.

En cambio la metáfora que prefiero cuando se discute de nuestras circunstancias actuales, compartida a nivel mundial, es aquella de un campo llena de minas: sabemos todos que el terreno que pisamos está lleno de explosivos y tenemos pocas dudas acerca de que existirán inevitablemente explosiones, de manera reiterada. No hay nadie, que poniendo la mano en el fuego, pueda realmente predecir dónde y cuándo se producirán los pasos incautos que la desencadenarán.

El paso de las prácticas de explotación a la amenaza de exclusión como principal arma de disciplina es la estrategia de dominio que el capitalismo actual encuentra más ventajosa. Hace casi un siglo el economista británico Joan Robinson subrayaba el hecho de que existe un mal peor que la explotación: el hecho de no ser explotado. Michael Burawoy, un gran sociólogo de mirada fija y de corazón sensible sugiere en cambio que, después de una época en la cual las enfermedades sociales eran producto de la mercantilización del trabajo, habremos entrado en una fase de ex-mercantilización. Ivor Southwood ha reflejado su experiencia actual del mundo del trabajo en un libro reciente, Non-Stop Inertia, donde escribe: “odiábamos el puesto de trabajo y despreciábamos cualquier cosa que lo representase, y al mismo tiempo estábamos aterrorizados por la idea de ser `liberados´en un vacío económico en el cual tendríamos que haber luchado para encontrar un trabajo y presentarnos indiscriminadamente como mejores respecto a otros potenciales empleados, igualmente entusiasmados, condescendientes y flexibles”.

Por Europa ya vaga un espectro: el espectro de la redundancia. Estamos clasificados, condenados con veredicto de ‘culpabilidad’, y la sentencia prevé la exclusión social y la vida en pobreza. El fantasma de la exclusión proyecta una larga sombra, difundiendo sus amenazas, mientras muchos de nosotros somos bastante afortunados de permanecer en un puesto de trabajo aunque destinados a ser perseguidos por el veneno incurable de la precariedad.

A parte del daño, está la herida. Porque el estado de redundancia – que no hace mucho tiempo llamaban “desocupación” y de los cuales pocos pueden ignorar la amenaza – se ha privatizado. Se ha declarado crimen. Se presume que no sea culpable la persona redundante, él o ella, solamente aquella, y allí está en el banco de imputados hasta que no demuestre ser inocente. La redundancia, así como la flexibilidad, se adueña de un sitio en la sociedad y muy a menudo hasta de los medios de sustentación; al mismo tiempo destruye la autoestima y la confianza en sí mismos, extirpando la dignidad de nuestra vida.

La redundancia parece habernos privado también de la posibilidad, como trabajadores, de individuar estrategias de resistencia colectiva…. Como dijo hace poco Isabel Lorey, State of Insecurity: “Con la demolición neoliberal… de los sistemas de seguridad social colectiva y con la afirmación de condiciones de trabajo de corta duración que son cada vez más precarias, se ha erosionado la posibilidad de organización colectiva en las fábricas o en los grupos profesionales”. Los lugares de trabajo se han transformado en fábricas de sospecha recíproca y competición despiadada.

El desmoronamiento de las uniones y de la lealtad humana está entre los más graves daños colaterales perpetrados por el capitalismo en la búsqueda de los medios más eficaces para prevenir el disenso social y la resistencia a sus prácticas. Lanzar el espectro de la redundancia hasta que se gire sobre Europa ha demostrado ser extremadamente rentable en términos económicos. Pero ha sido eficaz en términos de no potenciar la oposición al status quo antes de que también lograra unirse en verdaderas y propias columnas en marcha.

Así que el efecto combinado más importante de la nueva estrategia de dominación que pasa por la inseguridad endémica creada artificialmente y por la separación entre poder y política es seguramente el crecimiento desmedido de la desigualdad social, dentro de la misma sociedad y entre sociedades diferentes.

Existen diferentes formas de desigualdad, y en cada una de ellas algunos gana mientras otros pierden. Subrayar el hecho de que nunca antes el número de los que ganan se había reducido tan significativamente, mientras que los perdedores nunca habían llegado a niveles similares. Todo esto no puede más que condicionar profundamente cada aspecto de nuestra vida. Pero al mismo tiempo condiciona de manera no menos profunda las perspectivas de nuestra propia supervivencia colectiva en el planeta.