El documental como monumento

Por Lucasospina

"La memoria es fascinante”, le dice un hombre a otro, “mira este experimento psicológico. A un grupo de personas se le enseña diez imágenes distintas de su infancia, nueve de ellas son realmente de su infancia y una es falsa: un retrato trucado de su imagen añadido a una feria que nunca visitaron. El 80 % se reconoció en la imagen, asumió la foto como prueba de una experiencia real. El 20 % restante no pudo recordarla. Los investigadores insistieron, preguntaron de nuevo y esta vez las personas restantes tuvieron un recuerdo del evento a partir de la imagen –“Fue un maravilloso día en el parque con mis padres”–. Todos recordaron una experiencia completamente fabricada. La memoria es dinámica. Está viva. Si algún detalle se pierde, la memoria rellena los huecos con cosas que nunca ocurrieron”.
El diálogo está en Vals con Bashir (2008), una película animada del israelí Ari Folman. El director comenzó el proyecto al darse cuenta de que no recordaba pasajes enteros de algunas de las misiones en las que participó como soldado durante la primera guerra con el Líbano, a principios de los años ochenta. En su documental entrevista a otros soldados que sufren del mismo mal y entre todos ayudan a recomponer el pasado buscando los detonantes que bloquearon la posibilidad de recordar. El recurso de la animación produce un efecto extraño, la voz de los personajes los hace emotivos, pero visualmente lucen mecánicos, una suerte de zombis. Este distanciamiento intencional se comprende al final de la película.
En la última secuencia, en minuto y medio, la película deja la animación y choca al espectador con el documento periodístico de un suceso: el día después de una masacre, el registro audiovisual de lo que sucedió del 16 al 18 de septiembre de 1982, cuando las milicias cristianas de Bashir Gemayel vengaron el asesinato de su líder en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila. En la zona, controlada por el ejército israelí, los altos mandos de ese ejercito dieron ordenes dispares, entre ellas la de lanzar bengalas durante toda la noche, un falso sol que les permitió a los paramilitares consumar su genocidio: entre 762 y 3.500 civiles asesinados.
Folman da a entender que la imagen de unas mujeres llorando por sus víctimas le produjo el estrés postraumático que lo bloqueó. Él, como soldado, fue uno de los que, sin saber bien qué sucedía, iluminaron la noche. El tratamiento que da Folman a su película está lejos de ser un ejercicio narcisista de autoría o de autosanación culposa. La distancia, la impavidez de la animación, evita una identificación plena con él y otros de sus antihéroes, un problema recurrente en tanta narración donde se impone un personaje sobre los hechos y donde la sensiblería anestesia la sensibilidad.
Sí, la memoria es fascinante, nunca estuvimos en Sabra y Shatila, pero ahora tenemos un recuerdo vivo, ese minuto y medio de realidad sin velo pega fuerte, es un shock de empatía con la situación y los familiares de las víctimas. La emoción, provocada por un evento veraz o por un experimento psicológico, siempre es real. Folman fabricó una película para insertar ese momento humano a la locura, a la memoria, que está viva y es dinámica.
En Colombia, a raíz de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras de 2011, se establece el derecho a la memoria. El recurso legal es la reparación simbólica, que consiste, en resumen, en la creación de memoriales y monumentos, en otras palabras, el recurso es el arte. La ley y sus actores tienen a la mano un arsenal estético heredado de otras épocas: una placa, una estatua, una escultura o un evento en un sitio público. La pieza puede invocar un aspecto literal de lo que se quiere recordar, ser figurativa o abstracta, efímera o concreta, pero más allá del lirismo, del concepto, o del alto turmequé del artista, difícilmente podrá dar cuenta de la naturaleza compleja de los hechos. Con el tiempo, estos monumentos a la memoria se convierten en esfinges silenciosas que terminan de estaciones de peregrinaje o sitios de turismo. Habría que recordarles a los legisladores que el arte cuenta con otros medios, el cine, por ejemplo.
Hay documentales que son monumentos por derecho propio. Están Noche y niebla, de Alain Resnais; La isla de las flores, de Jorge Furtado, y la dupla El acto de matar y The Look of Killing, de Joshua Oppenheimer. En Colombia pueden estar Camilo, el cura guerrillero, de Francisco Norden; Chircales, de Jorge y Marta Rodríguez; El baile rojo, de Yesid Campos; La Toma, de Miguel Salazar, y Robatierra, también de Salazar junto a Margarita Martínez; Don Ca, de Patricia Ayala; Memorias del Calavero, de Rubén Mendoza, y Marmato, de Mark Grieko. Pero es mucho lo que falta por hacer y, si se trata de justicia y reparación, mucho lo que nos queda por ver y oír para salir de la anestesia y desmemoria. 
(Publicado en Revista Arcadia #108)