El equilibrio en el Arte, como en la vida, es más la ausencia que la presencia de algo.

Por Artepoesia

 En una fría tarde de noviembre del año 2003 encontré, en uno de esos tenderetes que cada otoño se organizan en Sevilla para volver a dar vida a los libros ya leídos por otros mucho antes, una pequeña edición que se agazapaba, todavía solícita, huérfana, amarillenta y desolada en el estante donde otros moribundos y resignados libros esperaban que nuevos ojos se acabaran, por fin, fijando en ellos. Es además una sorpresa al hallarlos descubrir, claramente, la huella personal de quienes antes lo tuvieron por primera vez. Es una costumbre ésta a la que también, he de confesarlo, no he podido resistirme a veces. En ciertas obras literarias no sólo he fechado y firmado el ejemplar adquirido, sino que he escrito también algún comentario, sentencia o deseo en la primera página de éstos. En esta ocasión, el pequeño libro antiguo descubierto ahora fue una obra del gran escritor inglés Graham Greene, titulada El que pierde gana. En esa primera página, utilizada así para estos menesteres, entonces escribí: Antes de mí fue de otro. Ahora, más de veinte años después, me sedujo la misma historia: ganar, tener, perder... 
La interesante vida de este escritor británico, Graham Greene (1904-1991), comienza muy joven ya cuando decide cambiar de religión incluso, para continuar casándose luego con una joven, también convertida ya antes al catolicismo. Mujer que acabó convenciéndole su amor a través de una apasionada y romántica relación epistolar. Hombre complejo, Greene tuvo precoces intentos suicidas, en una ya personalidad difícil y esquizofrénica. Intentos que, al parecer, sólo pudo soslayar con una decidida, enfrentada y desesperada -también inspirada literariamente- religiosidad. Conocido más por sus elaboradas creaciones de espionaje, por sus obras maestras de suspense, fue sin embargo un escritor que trató de plasmar, en casi todos sus libros, un profundo trasfondo espiritual; trasfondo que no acababa de todos modos por encontrar, y por tanto de satisfacer así, sus necesitadas respuestas
A finales de 1946, Graham Greene conoció a una mujer con la que quedó atrapado para siempre por su fascinante y cruel atractivo. Catherine Walston (1916-1978) fue la hermosa y joven esposa norteamericana de un millonario e influyente político británico, Harry Walston. Aunque ya había tenido cinco hijos, a sus treinta años Catherine era toda una mujer mundana, extrovertida, frívola y encantadoramente seductora. Así fue como el autor inglés no pudo resistirse y acabaron siendo amantes. La furtiva relación sólo fue descubierta hace tres años apenas, gracias a unos poemas escritos por Graham y dedicados a  Catherine. La relación duró trece años, hasta finales de 1959, cuando ella lo abandonó ya por otro amor furtivo y contingente. Cuando Catherine Walston falleció en 1978 alcoholizada, su propio marido decidió escribirle al ya afamado autor inglés, diciéndole: no debes tener ningún remordimiento, le diste a Catherine algo que nadie más podía haberle dado, se transformó en un ser humano mucho más sensible.
La reseña posterior de aquel pequeño volumen redescubierto en las estanterías de los libros antiguos, indicaba, convincentemente, estas palabras: La fortuna no regala favores, los vende; más adelante, continuaba: Nunca el hombre es menos desgraciado que cuando se considera desprovisto de todo. El argumento de la obra describía a una pareja humilde y sencilla que deciden casarse. Él trabaja para una empresa en donde el jefe -Dios- junto con sus socios -los diablos- luchan por mantener su poder y su fortuna. En un momento en que acuden al personaje -empleado como contable- para que les haga un trabajo, el jefe acaba admirando así su correcta labor y descubriendo, también, la pronta boda del aplicado empleado. Sintiéndose obligado, el jefe les invita a que celebren mejor su matrimonio en un encantador, grande y caro hotel de la costa francesa, adonde acabaría él mismo yendo a recogerles en su propio yate el día después. 
Accidentalmente, el jefe -Dios- no puede acudir a la cita. De este modo comprende la pareja, así, que se han endeudado ya más de lo que ellos mismos pueden soportar. Decide él ahora probar suerte en un Casino. Consigue ganar. Entonces cambia, de pronto, su carácter y su vida. Pero, ahora, ella no lo quiere a él así. Lo detesta ya. Ahora él maldice a su jefe -a Dios-, por haberle provocado todo esto. Sin embargo, seducido por su fortuita nueva suerte -y su ambición- decide incluso luchar contra su jefe, acabar con aquel odioso dios. Su pareja -ya su esposa reciente- lo abandona por otro amante sobrevenido. Amante al que ella valora ahora más por despreciar lo material, a pesar de vagabundear éste más perdiendo que ganando por el mismo Casino. Cuando el yate de su jefe termina, por fin, atracando en el puerto, se entrevistan ambos en una sosegada, inteligente y decisiva conversación. Él se confiesa sincero, y entiende que ya no puede  ir contra aquél. Ahora éste -su jefe- le ayudará, sin embargo, a recuperar su esposa. Para esto deberá dejarse perder todo lo ganado, entregándoselo además a aquel amante vagabundo, ahora todo un descubierto personaje taimado, y verdaderamente ambicioso. 
El pintor del Barroco español Antonio de Pereda (1611-1678) descendía de un humilde pintor vallisoletano que, al morir, había dejado dicho ya que su hijo fuese llevado a Madrid para aprender a pintar. Aquí acabaría ingresando en el taller del maestro pintor Pedro de las Cuevas. Según se cuenta, el pintor Antonio de Pereda nunca aprendió a leer ni a escribir siquiera, por lo que sus propios discípulos incluso le escribían su firma para que él acabara, así, por pintarla en sus lienzos. El creador Pereda sentía unos anhelos enfermizos por pertenecer a la nobleza. De este modo, trataba así de utilizar siempre el don, título que sólo podía ser usado por los grandes señores ilustres; algo que él, no obstante, siempre defendió disponer ya que decía ser nieto, por línea materna, de todo un maestre de campo. En 1670 pinta El sueño del caballero, en donde vuelve a tratar algo muy pintado ya en el Barroco, la vanidad de la vida, los deseos materiales que nada tienen que ver con lo verdaderamente importante en el mundo. Y qué mejor representación para ello que un sueño, es decir, que un deseo irreal, inconsistente, veleidoso, traicionero, inútil y evanescente. 
En los años en que los poetas se dejaron llevar por el mayor rechazo a lo material, en la mitad del siglo diecinueve, Charles Baudelaire (1821-1867), el más enardecido defensor de lo auténtico, de lo efímero de la vida, de lo esencial, escribió una vez:  Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riqueza, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos de Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia tí.
(Óleo de Antonio de Pereda, El sueño del caballero, 1670, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Portada inglesa del libro El que pierde gana, de Graham Greene; Cuadro El naufragio, del pintor Goya, 1793, Particular, Madrid; Retrato de Graham Greene, obra del pintor francés actual Jean-Luc Bellini, 1948; Fotografía de Catherine Walston, 1945.)
Vídeo de la película El fin del Romance, 1999, basado en una novela de Graham Greene: