El fascismo israelí

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Dec 22, 2014 in Autores

El fascismo sigue existiendo en la actualidad. Y no me refiero al fascismo de los nostálgicos coleccionistas de esvásticas y bayonetas oxidadas, adictos a un fascismo menos sacrificado que verborreico. Tampoco a las miles de personas y asociaciones a las que es poder omnímodo e impune falsamente acusa de fascismo en cuanto se oponen a sus designios y se movilizan en las calles para manifestar su descontento. Todo eso son cortinas de humo. Yo me refiero al sionismo, que es una sofisticada y peligrosa variedad del fascismo. El último fascismo que habrá en la historia, posiblemente. Porque esta vez perdurará, por las razones que expongo.

¿Por qué insisto en que el sionismo sigue un modelo fascista, en vez de ser el contubernio internacional judeo-masónico, que señalaba el general Franco? Pues porque, a pesar de carecer del idealismo de los fascismos históricos, sus acciones reales encajan con las de estos’como las púas de dos peines idénticos’.

Para verlo claramente, hay que observar al sionismo en el lugar donde cristalizan sus esfuerzos, que es en el estado de Israel: El sionismo es allí racista no sólo con los árabes, sino que existe el racismo de judíos askenazíes respecto a hebreos; es un régimen totalitario, ultra-nacionalista, osado, espiritual, más sentimental que razonable, despectivo con las leyes internacionales a cuyo mandato se declara insumiso. Israel es un estado policial, militarizado, siempre en pie de guerra, cruel y victimista, mentiroso hasta la desfachatez, que mantiene al pueblo polarizado hacia el objetivo de expansión nacional, soez manipulador de la Historia, pues el fin justifica todos los medios.

Aunque el sionismo no se diga a sí mismo fascista, se comporta como los fascismos históricos lo hicieron en la práctica. Por eso en Israel se han alzado desde hace muchos años importantes voces que califican al régimen de judeo-nazi, como en 1948 hizo Einstein. El odio hacia la minoría árabe crece, y también el odio hacia el pueblo palestino ocupado que se asfixia en Gaza y Cisjordania, dos mayúsculos guetos-prisión mucho peores que el gueto judío de Varsovia. Los partidos que se alían por el poder parecen representantes de un remedo del corporativismo nacional sindicalista: el tercio ortodoxo, el tercio empresarial y el tercio sindical. Gran parte de los habitantes de su territorio actual no tiene derecho al voto, son considerados extranjeros en su propia tierra. La minoría musulmana con derecho a voto está “exenta del servicio militar”, exactamente lo mismo que hizo Hitler con los judíos en cuanto llegó al poder: expulsarlos del ejército. El régimen democrático israelí está siempre en crisis, sólo han existido gobiernos de coalición, es decir, por acuerdo de intereses corporativos, orgánicos. Pero todo eso no es óbice para que todos los israelíes se sientan encuadrados en la causa común de la destrucción de los regímenes musulmanes vecinos, cuyos territorios ocuparán en su debido momento. El culto de la fuerza bruta se impone ante la seguridad de ser el pueblo elegido, profundamente arraigada en los israelitas. Diversas personalidades políticas han denunciado el fascismo sionista abiertamente: el irano Ahmadineyad, desde hace muchos años, o el turco Erdogan este pasado marzo.

Sin embargo, cuando se observa el sionismo fuera de Israel, no es tan fácil detectar que se trata de una variación del fascismo. El lenguaje no es típicamente fascista, como el que se puede constatar en la prensa israelita. Es más, el aparato sionista mundial se ha apropiado del término ‘fascista’ para usarlo como arma arrojadiza contra cualquiera de sus oponentes como sinónimo de peligroso, violento e intolerante. La perplejidad ante esta doble imagen del sionismo, dentro y fuera de Israel, se esfuma en cuanto se comprende la razón: para el sionismo, Israel es el Estado y el resto del mundo son sus colonias.

El sionismo, al diferencia de los fascismos europeos, ha colonizado primero el mundo y, en el momento oportuno, tras la destrucción definitiva, absoluta de todos sus enemigos, ha recuperado su propio estado. Y como no puede haber fascismos sin estado, es a partir de 1948, con la creación de Israel, cediendo el Consejo Judío Mundial su papel al presidente de la República, cuando se concreta el sionismo como un fascismo. Se materializa entonces la identidad del pueblo y el estado; y se sellan los sagrados vínculos de la unidad de todos los judíos para la consecución de un común objetivo: La expansión de su pequeño estado hasta el tamaño del Gran Israel bíblico, riquísimo en recursos y de incalculable valor estratégico. Y lo gestionarán los 8 millones de judíos israelitas apoyándose en su propia maquinaria de guerra y alquilando la ajena con el propio dinero del arrendador.

Esta inversión factual ha sido posible porque el sionismo se fundamenta en la rapacidad y el parasitismo presente siempre en los colonos. Los judíos de la Diáspora dominan el planeta. Ostentan la mayor parte de los cargos del alto funcionariado de los gobiernos occidentales y controlan el mundo financiero global gracias a su monopolio de emisión de la moneda norteamericana, y al secuestro de la banca internacional, la FED, el BCE, el BIS, el FMI, el Banco Mundial, etcétera. Pero ninguno de todos esos importantes judíos osa poner en duda que su patria es Israel, aunque algunos ostenten pasaporte nacional de la colonia que explotan. Y basta una leve indicación del Mossad para que cualquiera de ellos se ponga al servicio inmediato de Sión.

El fascismo sionista no es evidente ni aparatoso fuera de Israel. Es discreto, taimado, inteligente. No nace con un manifiesto pergeñado al calor de una gran crisis social, como el nacional-sindicalismo de Maurras-Sorel. Es un ultra-nacionalismo fascista calculador cuyos partidarios actúan coordinadamente siguiendo una agenda. Los reconocidamente falsos “Protocolos de los Sabios de Sión” parecen ser su manual de procedimiento. Por sus sorprendentes aciertos, su autor fue un visionario.
Siendo los sionistas gente osada y brillante, han sabido aprender de la historia de los demás fascismos y de la de sus adversarios, el liberalismo burgués y el comunismo. Dado el incalculable valor de esas experiencias previas, los conspiranoicos llegan a imaginarse que todos esos regímenes fueron financiados por el mismo Sión —mientras su propio fascismo hibernaba esperando su tiempo— como si se hubiera tratado de sesudos ensayos de laboratorio. Pero no es así: Sión se limita a sacar tajada de todo, pues se siente el amo en sus colonias.

El sionismo es un fascismo que no pretende salvar el mundo, sino dar el poder absoluto a los que considera auténticos seres humanos, un 4 por mil de la población del planeta, sobre el resto, meros sirvientes, animales con forma humana. Por lo tanto, en vez de encuadrar a la población del mundo hacia el bien común, aprovecha el caos, el terror, la guerra, la muerte y la miseria como herramientas en apoyo de su agenda, del mismo modo que los otros fascismos instigaban las riñas tribales para imponerse en sus colonias.

El sionismo es un fascismo que no necesita destruir la democracia inorgánica de partidos en sus colonias, sino que utiliza su innata corrupción en favor de sus intereses. Decide lo que deben legislar sus parlamentos corrompiendo a las cúpulas de los partidos que se alternan en el poder con su mismo dinero, que fabrica y administra el lobby judío. Y cuando se resisten a sus pretensiones, no duda en organizar un atentado de falsa bandera que sirva como detonante para instar a la acción, imitando el incendio del Reichstag de 1933, pero a lo grande, en directo en la televisión, con Hollywood asesorando la parte ficcionada del espectáculo.

El sionismo es un fascismo que utiliza la propaganda mediática global, pues controla la casi totalidad de los medios occidentales, prensa, radio y televisión, y la máquina de los sueños que es Hollywood. Sólo así es posible mantener vivo el mito del Holocausto, su talón de Aquiles —mito en el que adoctrinan también a sus jóvenes al llegar a la edad militar llevándolos de visita al parque temático de Auschwitz—, o el del 11-S, imposibles físicos ambos. El sionismo se la juega si cayera el mito holocáustico, pues es el símbolo que le permite pasar de verdugo a víctima impunemente y la razón por la que domina Europa; y por eso obliga a los parlamentos del mundo occidental a legislar contra la mera duda del mito, y prohibir su investigación histórica, lo nunca visto. No hay intelectual que resista esa apisonadora que todo lo aplasta, apoyada cuando falta hace por el linchamiento económico, moral y físico de sus opositores.

El sionismo es un fascismo que no se dirige a los instintos básicos de sus militantes, que son gente acomodada, sino a sus creencias, a su racismo innato, a su inteligencia y a su conveniencia. Pero ello no les resta fuerza moral para sentirse hombres individualmente superiores, imbatibles como colectivo, merced a su creencia de ser el pueblo elegido por designio divino. Sión cultiva, en cambio, los más primitivos instintos del populacho colonial planetario, al que esclaviza mientras lo empuja a la molicie, el hedonismo, la perversión moral y la miseria intelectual.

Pero la diferencia capital entre el sionismo y el resto de los fascismos que ha visto el mundo, la que hará que el fascismo sionista triunfe tarde o temprano, es que el sionismo es una forma del fascismo que no puede morir con su líder —Ben-Gurión, Dayan, Begin, Meir, Sharon, Netanyahu—. Porque el líder carismático del Sionismo se llama Jehová y no es mortal, sino un dios terrible, exigente y eterno.

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