El fin como origen

Por Felipe Santos

Una anciana fuma en su habitación mientras se escucha de fondo el sonido monótono de un televisor. Le rodea una oscuridad densa y la escena podría ocurrir en cualquier casa o residencia de mayores. A esa imagen hay asociada una idea de soledad, de las última veces, de lo que siempre fueron rutinas. Desvestirse, encender el televisor, oler una naranja. Acostarse, arroparse y cerrar los ojos. Apenas termina de hacerlo, la protagonista desaparece poco a poco entre las sábanas.

¿De qué se descansa cuando uno muere? ¿De la vida? Es ahí donde comienza la reflexión del director de escena italiano Romeo Castellucci, a quien el Festival de Aix-en-Provence invitó a escenificar una de las obras cumbre de la música occidental. No es la primera vez que trata a la muerte sobre las tablas. En sus montajes habituales de ópera, el tema siempre aparece de forma transversal. Y hace diez años subió al escenario del Festival de Avignon una visión personal, onírica y descarnada de las tres partes de la Comedia de Dante. Entre piezas musicales de Pérotin o Arvo Pärt, el texto enfrentaba la confusión y la perplejidad del hombre ante el mundo postrero.

Recordar es un intento de revertir la tragedia de la desaparición. Se entiende el Requiem como memorial de quien se acaba de ir, de deseo ferviente de los vivos de paz eterna para los muertos. La literatura musical es abundante en este acompañamiento. El más pagano, pero más apolíneo, el de Brahms; más vitales los de Fauré o el mismo Mozart; trascendente y místico el de Victoria, sobre todo por ese motete, Versa est in luctum, que es absolutamente supraterrenal. Cada uno con su estilo y su visión, entre lo profano y lo religioso., tratan de arribar la barca entre dos mundos, como el moribundo.

Deshacerse en el tiempo, igual que la anciana de la escena, es la sensación última de quien contempla la propia vida mientras muere. Y en esa visión hipotética se basa la aproximación de Castellucci: de un fin -y son sus propias palabras- entendido como origen. La anciana que fue niña, joven y mujer embarazada, que alberga ya la continuación de sí misma. Tres edades que han sido tema del arte de todos los tiempos como pintó Klimt en 1908. Nacimiento, madurez y decadencia: una existencia circular que no parece tener fin. Sobre esas vidas encadenadas aparecen en el fondo del escenario unos nombres enigmáticos. Tan solo ermanecen unos segundos proyectados y desaparecen. Mientras suena el Kyrie nos damos cuenta de que son una relación, una lista de especies desaparecidas desde el inicio del universo.

Las extinciones son algo cotidiano, forman parte de la vida del universo y de la evolución porque las especies que no se adaptan a los cambios desaparecerán y serán sustituidas por otras que sí lo han harán. Todo está en transformación y la muerte es un accidente más de ese cosmos. Una idea que viene de los griegos, pero que con el tiempo, con aparición de la filosofía del yo, se ha convertido en insoportable, como la imagen de esos cadáveres que se bajaban de noche en trineo, para que nadie los viera, desde el sanatorio para tísicos de La montaña mágica. Dice el filósofo Javier Gomá que "la muerte es una injusticia para la dignidad del hombre", un final decepcionante para quien tan altos ideales alberga en vida. La muerte del propio Jesucristo, en un primer momento, aparece en los textos evangélicos rodeado de una sensación de fracaso, decepción y abandono por todos los suyos. Una idea que sobrevuela las Pasiones de Bach (Mateo y Juan) y que Peter Sellars recoge en su escenificación de la Philarmonie de Berlín.

Castellucci une esa desaparición a la facultad de vivir. Todo lo que existe está abocado a desparecer. Y por eso cada existencia es única, es un tesoro y debería ser una celebración. La escena encuentra en la partitura de Mozart ritmos que se convierten en danzas ancestrales que recuerdan a aquella Consagración de la primavera que tanto escandalizó en 1913. La obra del salzburgués es un gigantesco arco que encuentra su punto de apoyo en el Lacrimosa central. Mozart sólo compuso ocho compases, los suficientes para que Sussmayr la completara y añadiera lo ya comenzado. Aquí, nuevamente, la muerte no fue el final, sino que sirvió de continuación. El fin fue también el origen.

Sobre el escenario que, con el sueño de la anciana, dejó el negro por el blanco, han quedado trazadas las huellas de los danzantes, de los coros que se aferraron a la tierra y trataron de yacer sobre ella. Cuando todo se vacía, el plano empieza a levantarse en silencio. Cuando se detiene, ya vertical, contemplamos todas esas huellas como si fuera un cuadro de Pollock. A sus pies, las tres edades de la anciana han dejado a un niño pequeño que llora cuando se alejan. El llanto rompe el silencio por un instante, pero se interrumpe con inusitada velocidad. Bajo la historia que dejaron otros, un bebé recupera la paz mientras juega.

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Fotos: © Pascal Victor/ArtComPress

Publicado por Felipe Santos

Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos