Roma erigió una vez un templo, hacia el año 260 antes de Cristo, en su antigua ciudad Eterna, entre el monte Capitolino y las murallas servianas, murallas que protegían la ciudad y que fueron llamadas así en homenaje a uno de los antiguos reyes de Roma, Servio Tulio, que ensanchó casi trescientos años antes los límites de la ciudad. A este templo les pusieron unas puertas a las que colocaron nada menos que cien cerrojos de grandes barras de hierro, y esto lo hicieron así para que fuese muy difícil poder abrirlas. El sagrado edificio fue dedicado al dios Jano, una de las más importantes divinidades del olimpo romano. Según la leyenda, Jano reinó en el antiguo territorio del Lacio y, en una ocasión, acogió al desterrado dios Saturno, uno de los más antiguos y primigenios dioses, que había sido expulsado entonces de los cielos por su propio, vengativo y ambicioso hijo, el dios Júpiter. Agradecido a Jano por acogerlo, le ofreció Saturno a éste un don extraordinario: la capacidad del doble conocimiento, del pasado y del futuro, de dirigir su mirada hacia una dirección o hacia la opuesta.
Fue por esto que los romanos representaron la efigie de Jano con dos caras en oposición, un bifrontismo que permitía así disponer de un perfil duplicado, como de dos caminos enfrentados, a los que, como una puerta que los separara, determinase el dios así el comienzo o el fin de lo que fuese; en este caso, algo tan importante entonces para su misión divina como eran la guerra o la paz. Así, al comenzar una guerra, Roma lo invocaba abriendo las puertas de su Templo, y permanecían abiertas hasta que la paz no entrase al fin por las mismas. Cuando el primer emperador Octavio Augusto inició su reinado, dejó escrito una vez en el siglo I, d.C. lo siguiente: El templo de Jano, que nuestros ancestros deseaban que sus puertas fuesen cerradas cuando en todos los dominios de Roma se hubiera establecido la paz, no había sido cerrado sino en dos ocasiones desde la fundación de la ciudad hasta mi nacimiento. Durante mi principado, el Senado determinó, en tres ocasiones, que debía cerrarse.
Las dos caras de la vida son reflejo de ese bifrontismo mitológico, nacen de lo mismo, del mismo ser, de su misma realidad, de la misma vida que lo sustenta. ¿Cómo pueden el gozo y la desdicha surgir de los mismos elementos que forman su naturaleza?, y, sobre todo, ¿qué hace que se cierren o se abran sus puertas al albur de los destinos indescifrables de la vida? En el cuadro de Rubens, se observa como la diosa Venus, su esposa, trata de detener el ímpetu belicoso de Marte que, sin consideración alguna, pisotea los símbolos de la cultura, atropella a las madres indefensas y despliega su espada ensangrentada, todo ello además inspirado, seducido o atraído por una de las Erinias, o Furias, que, enarbolando una antorcha encendida, representaba la humana venganza y el horror. A la izquierda de la imagen vemos una de las puertas del Templo de Juno, desplegadas ahora ya, abiertas por completo para la desdicha y el tormento, y que no se volverían ya a cerrar mientras éste, impenitente casi, perdurara.
(Óleo de Rubens, Los horrores de la Guerra, 1638, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro La Duplicidad, 1640?, del pintor italiano Salvator Rosa, Palacio Pitti, Florencia; Lienzo El Racimo de Uvas, 1868, del pintor clasicista francés William Bouguereau, en donde se muestra la gozosa felicidad en los rostros y gestos de una madre y su hijo; Óleo del pintor español Ignacio Zuloaga, ¡Otra Margarita!, 1892, en donde el magistral artista realista plasma la angustia contenida de una joven, esposada, que es llevada en un vagon custodiada por haber matado a su recién nacido, la escena es de las más tristes y desdichadas que autor alguno haya podido crear jamás.)