«El Grito» de Edward Munch

Por Peterpank @castguer

 Esta pintura noruega de 1893, obra maestra de las inspiraciones locas del arte, inicia el camino del modernismo. Un cadavérico adolescente solitario lanza un grito de sufrimiento moral insoportable, sin desgarrar la conciencia de una sociedad    civilizada, que pasea tranquila en la pareja burguesa a su espalda, y sin perturbar el orden ciego de una naturaleza, donde la luz uniforme del atardecer lo mismo presagia noches de muerte al individuo como de reposo y renovación para la especie.

Poco importan las motivaciones psicológicas del artista, un neurótico como Van Gogh. Eso queda para los especialistas. Tampoco interesa ahora el simbolismo ideológico de la obra. Eso sólo es fuente de placer intelectual. Lo que de verdad cuenta para el progreso del arte, y para la explicación objetiva de la emoción sensorial que produce la contemplación de este tétrico pastel sobre cartón, es el nuevo modo pictórico de hacer sublime lo angustioso, de convertirlo en «la belleza de lo terrible que aún podemos tolerar» (Rilke), de conseguir que la pasión inspiradora de esta pintura, el miedo pánico a la muerte, esté controlada y superada por la pasión implacable de vida en la Sociedad y la Naturaleza.

La innovación iconográfica, pintar un grito, contra la tradición romántica que consideraba imposible o feo expresar muecas de sonido en el arte plástico, tuvo una influencia inmediata en el expresionismo alemán. Pero es en la técnica pictórica, en las reglas del oficio, donde Munch introdujo las dos novedades contra los dogmas del impresionismo, pintar de memoria y con luz atenuada, que dieron originalidad a su pintura enfermiza, haciéndola precursora del simbolismo y del conceptualismo.

Recuperada su salud mental, y ya sin más talento que el de su oficio, el artista lo confesó: «Pintaba de memoria las líneas y colores que afectaban a mi ojo interno, sin los detalles que ya no estaban ante mí. Pintaba las impresiones de mi infancia, los colores apagados de un día olvidado».

La luz del mediodía solar hizo radiantes los duros arabescos de la pintura de un Van Gogh influido por Millet. La luz del ocaso hizo mortecinamente uniforme la visión de la naturaleza y la humanidad en un Munch que fundió las enseñanzas de Gaugin con las del genial holandés, permaneciendo no obstante fiel a la revolución de los impresionistas en la eliminación de la perspectiva geométrica.

Salvo la baranda quitamiedos de la carretera que atraviesa el cuadro en diagonal, la perspectiva en «trompe l’oeil», que dominó la pintura desde su descubrimiento por los florentinos del Quattrocento hasta Monet y Pisarro, ha sido sustituida en «El Grito» con la superposición de tres planos distanciados por la intensidad del color, pero unidos por un mismo movimiento ondular. El trazado curvilíneo enlaza verticalmente los pliegues del abrigo del niño angustiado a los de la hondonada delimitadora de la lengua de tierra azul, que bordea la ensenada antes de subir, ennegrecida, hasta el perfil de las colinas, sobre las que bandas crepusculares de púrpura y oro en el cielo rematan, con movimiento horizontal, esta armónica composición.

Si el niño gritando hasta ensordecer hubiere sido pintado sin entorno, si su terror se presentara ante nosotros aislado de la sociedad que lo ignora y de la naturaleza que lo supera, la pintura carecería de grandeza y su mérito no rebasaría los límites artísticos de la caricatura, como es el caso de la mayoría de las obras expresionistas. Y si el sombrío paisaje se hubiera pintado sin el niño angustiado, sin el espanto de algún drama natural, el cuadro carecería de sentido humano, como le sucede al intelectualismo sin emoción artística de gran parte de la pretenciosa pintura simbolista y conceptualista que, sin saber por qué, se ha metido en los museos.

AGT