El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial; o no se ve sino con el corazón.

Por Artepoesia

  
Ya lo escribió Saint-Exupéry en su genial cuento: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y volvió hacia el zorro: Adiós, dijo. Adiós, dijo el zorro. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
¿Cuántas dentelladas hay que rasgar a la belleza más sublime para comprender que la auténtica, la más verdadera, la más extraordinaria, la más devocional, la más sabia y delatora de las bellezas es la que no vemos reflejar ya en un espejo, sino la que nos llena sin ambages el interior? La belleza que nos transmite cosas, ahora, que nos calman, que nos excitan lo preciso; que mantienen la distancia, que perduran, aun en la sorpresa; que destilan el rumor de lo imposible, que sostienen, siempre, el bastión de lo mejor, de lo virtuoso, de lo sinfónico, de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso, de lo curioso; de lo que pasa sin más, de lo callado, de lo que no se deja abatir por lo incomprensible.
El poeta inglés Tennyson compuso en 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición desconocida lleva a una mujer a ser encerrada en una torre. Sólo puede ver el mundo exterior a través de un espejo, mientras teje y teje sin parar lo que por él ve. Nada de lo que observa la impresiona, sólo lo mira, lo comprende, y lo elabora en su tejar con su hilo permanente. Así se mantuvo tranquila y sosegada. Hasta que un día ve el reflejo del caballero Lancelot, entonces comienza a sentir algo parecido al dolor, entonces no puede dejar ya de pensar que ha perdido todo su tiempo, que está cansada de todo ya. Harta estoy de tinieblas, se decía.
Pero, sin embargo, el reflejo de aquel caballero es una vaga sombra, no lo identifica como es realmente. Es ella ahora la que lo envuelve en un halo irreal, la que lo ve con ojos diferentes, la que lo recrea en su mente y en su corazón. Abandona su torre, y se aventura decidida a través de las aguas de un río interminable hacia su perdición. Y es el pintor prerrafaelita William Holman Hunt quien compone a esta dama en su torre justo en el preciso momento en que el viento de su locura se apodera de todo. Entonces el equilibrio se rompe, y el autor lo muestra aquí con la madeja deshilachada y alborotada, con su cabellera alzada y salvaje, con una imagen a la derecha de Hércules tomando las manzanas del árbol, fiel reflejo de la virtud sobre el desastre y el error.
Cuando Picasso conoció a Marie Thérèse Walter en 1927 en la Galerías Lafayette de París, le dijo por entonces que poseía un rostro de lo más interesante. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al pintor en absoluto, no sabía nada de Arte. Picasso la llevó a una librería y le mostró sus obras. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y su amante durante casi catorce años. La pintaría muchas veces en su etapa expresionista y cubista. El gran creador español se encontraba además en ese momento inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer, Olga, y se debatió por entonces entre sus obligaciones y su inspiración. Sin embargo, aquel deseo tan duradero -para Picasso- acabaría a su vez a manos de la escorada pasión del pintor por Dora Maar. Aquella inspiración terminaría ya, hundida ahora entre las fuertes tensiones de su temperamento.
No descubrimos la verdad nunca, es cierto. Tal vez por que no exista quizás. Porque es posible que la que refleja la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración, no sean más ahora que emociones descompuestas, incompletas y deterioradas. Y es seguro que entonces sea en la emoción donde radique el secreto de esa verdad. Y ésta, la emoción, no se dibuja ya con los trazos elaborados de un perfecto contorno equilibrado. No; ésta no utiliza las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección plástica y divina casi. Es otra cosa ya, algo desconocido por invisible. Algo esencial por incomprensible, por necesitado, incluso sin entender que se necesita; por difícil de representar con los ojos alborotadores de lo físico. Lo que se aprecia desde lejos ahora, lo que no se traduce sino con secuencias distintas a las que parecen lo que es, pero que no son nada de eso que entonces veíamos.
(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)