Carola Chávez.
Hace exactamente tres años
Augusto y yo nos despedíamos de nuestra audiencia para tomar las primeras y únicas vacaciones que nos dimos en los cinco años que jugamos a hacer radio juntos. Augusto inició el programa anunciando con su vozarón que ese sería nuestro último programa juntos porque a mi me había salido una fabulosa oportunidad y que a partir de enero yo tomaría un nuevo y glorioso rumbo: Un programa en VTV, en horario estelarísimo, una maravilla comunicacional incrustada entre Cayendo y Corriendo y La Hojilla. “Tumbando y Capando” dijo Augusto que se llamaría mi nuevo programa. Era el día de los inocentes.
Augusto tenía razón. Ese fue nuestro último programa. Dos días antes de que retomáramos nuestra diaria gozadera radial, Augusto dejó, por fin, de tener que pelear por el aire que la vida de negaba. La que cayó por inocente fui yo.
De Augusto heredé un programa de radio solitario y el dificilísimo compromiso de seguir sus pasos. Heredé algo de esa alegre y desafiante fortaleza que le permitió vivir hasta que le dio la la perra gana, a pesar de los doctores que decían… a pesar del aire que no quería llegar, y que Augusto respiraba a pesar de los pesares. De Augusto heredé grandes, imposibles y soñados amigos que nos cruzamos de vez en cuando para celebrar sus augustadas.
También, y aunque suene feo, heredé el huevo de Augusto, no podía ser de otra manera siendo Augusto como era.
Un huevo -como los de las gallinas, no vayan a pensar mal- de
goma azul, que tenía siempre sobre su escritorio. Una especie de huevito terapéutico que él tenía que apretar entre sus manos para relajarse, decían, y para no perder fuerza en aquellos brazos que una vez le habían ganado el apodo de Popeye y que ahora estaban cada vez más flacos.
Dias después de su muerte, regresé a casa de Augusto, dolorosamente, ahogada en lágrimas que todavía me ahogan. Ahí estaba su amada Sonia, la razón de su terca insistencia de seguir vivo. Sonia rodeada de Augusto en la soledad de una casa sin él, hasta que ella, con los ojos hinchados como los míos, como los de todos los que quisimos a Augusto, se acercó al escritorio, tomó algo y me dijo: “Carola, el huevo de Augusto tiene que ser para ti”. Entonces lloramos de la risa aliviadas con la certeza de que Augusto nunca se iría de nosotras.