El idealismo profético del Amor cortés más como un fenómeno estético que otra cosa.

Por Artepoesia


Cuando el pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones (1833-1898) tuvo ocasión de ver los manuscritos medievales provenzales de la obra traducida por Geoffrey Chaucer (1343-1400), el famoso autor de los Cuentos de Canterbury, quedaría absolutamente asombrado por tanta efusión de pasión mística y profana, divina y terrenal, que llevaran ahora las palabras escritas ya por unos autores franceses del siglo XIII. Estos manuscritos componían la gran obra poética titulada el Roman de la Rosa. Dividida en dos partes, fueron escritos por dos poetas diferentes, Guillaume de Lorris y Jean de Meung. Relataba inicialmente un sueño, una ensoñación maravillosa en la que el protagonista es recibido ahora por una dama ociosa, un personaje que le abrirá así las puertas al Jardín del placer. En esta alegoría del amor, el personaje protagonista pasará luego por la influencia de otros personajes alegóricos, todos representativos ahora de ideas o conceptos muy humanos.
La alegría, por ejemplo, le llevara a un baile donde se encontrará allí con la riqueza y con la generosidad; pero, más tarde, se enamorará de una rosa, una flor situada ahora muy distante en el mismo centro del jardín. El poema describirá cómo tendrá el peregrino-protagonista que corregir ahora su carácter, y aprender así los modos para tratar de conseguir el amor deseado, el amor cortés. Además -continuará el poema medieval-, para alcanzar su objetivo amoroso obtendrá la ayuda de paciencia, de esperanza, de pensamiento agradable, de mirada dulce, de verbo suave. Antes de llegar al centro de ese jardín, deberá atravesar un bosque; entonces, acogida agradable lo recibirá, pero, pronto, encontrará a peligro. Para ese momento, razón le disuadirá incluso de continuar, pero, sin embargo, el protagonista insistirá, aplacará a peligro y, así, decidido, llegará por fin a ver la rosa y a besarla incluso. Pero la escena la observará ahora malapersona, que solicitará ayuda a los enemigos del caballero-protagonista, a miedo, vergüenza y peligro, personajes que cerrarán el bosque y encarcelarán a acogida agradable en una torre. En ese instante, el caballero-protagonista comenzará a dejarse llevar ahora por el dolor.
En esta obra poética provenzal de la edad media se trataría de encumbrar al amor cortés, una concepción platónica y mística del amor furtivo por entonces, del amor aristocrático, más bien, el cual tan sólo este tipo de sentimiento social podría acercarse así, fugazmente, y por medios poéticos, al deseo provocado ya por unas señoras ahora inalcanzables. En pleno momento del feudalismo medieval, estas señoras, la de los señores feudales del medievo, concentrarían ya dos objetivos en la sociedad de entonces: por un lado, fortalecer el sentimiento de admiración, de devoción y de servidumbre hacia los deseos, nada amorosos, de las relaciones de poder (unos señores más favorecidos frente a otros mucho menos); y, por otro lado, quizás, el motivo más civilizado y posible por entonces para ejercer ahora un adulterio más o menos consentido.
Pero, a pesar de las razones cortesanas y mundanas, los creadores prerrafaelitas del siglo XIX, esos seres enamorados ya de la idea más romántica del fervor mediavalista del amor, consiguieron retratar la pasión y la mística, la devoción y el deseo. Entre ellos proliferaba el sentimiento de que la existencia terrenal debería procurar ya los exquisitos placeres de la vida y del amor en esta morada vital de ahora, mucho más quizás que los que nos tuviera reservada luego la eternidad. Y así, el pintor británico Burne-Jones, creará su tríptico basado en aquel Roman de la Rosa del siglo XIII, donde ahora la Rosa será el objeto más codiciado del amor. La Rosa, una flor cuya belleza durará ahora tan poco como la corta fragancia que desprenderán ya sus pétalos. Es, a la vez, el símbolo del amor más perfecto, del amor más frágil, del amor más idealizado y divinizado, y, por otra parte, del amor más perecedero y caduco.
En su obra pictórica El amor y el peregrino, de 1897, conseguirá el pintor prerrafaelita mostrarnos el difícil y apesadumbrado peregrinaje hacia el objeto de su pasión. Veremos aquí al ángel alado, un símbolo del amor más puro, que guiará silencioso, incluso con un gesto muy poco alentador, el tortuoso camino del caballero medieval a través de los traicioneros y puntiagudos ramajes, esas ramas peligrosas que se le presentarán en el devenir de su deseo. Se dejará guiar, se dejará llevar, a pesar de no sentir ya fuerzas para ello. El pintor prerrafaelita no dejará de señalarnos ahora los contrastes de una idealización maravillosa con el farragoso deambular del peregrino. Sólo al final, curiosamente en una obra realizada por el pintor ocho años antes que ésta, en 1889, conseguirá ahora aquí el protagonista llegar a presenciar ya la Rosa de su deseo. Esta, la rosa, será una mujer idealizada aquí, un personaje que, de manos de ese amor impenitente, de esa figura alada y sin fragancias, se mostrará en el lienzo, también ahora, con el semblante tan distante ya como lo fuera el sentido medieval de aquel romance, un sentimiento ahora algo indefinible, alejado, interesado o imposible.
(Óleos del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El amor y el peregrino, 1897, Tate Gallery, Londres; Cuadro El peregrino ante las puertas de la ociosidad, 1884, Museo de Arte de Dallas, Texas; Óleo El corazón de la Rosa, 1889, Colección Privada.)