Para empezar, el título ya lo dice todo sobre la valoración última del director acerca del tema elegido: una mirada moral sobre el sexo. La película muestra la metódica y aséptica existencia de un alto ejecutivo de Nueva York, adicto al porno y a las relaciones hasta que el amanecer nos separe, en la que irrumpe inesperadamente su conflictiva hermana, provocando de golpe que todas sus (aparentes) seguridades salten por los aires. Precisamente la hermana, cuya sola presencia basta para desequilibrar a Brandon, es el personaje peor esbozado: no se insinúan las causas de su comportamiento, ni el origen de la mala relación con su hermano, simplemente su comportamiento está ahí para que se pueda cumplir el descenso a los infiernos del protagonista (que culmina con el mayor tópico del filme: luces de un rojo infernal iluminan los lavabos del bar gay donde acude de madrugada para tener sexo con desconocidos). Todo cuidadosamente fotografiado a la espera de la necesaria catarsis buenista --propia de nuestra moral judeo-cristiana-- y remonte tras un doloroso (y exagerado) proceso de curación/maduración.
McQueen posa su mirada sobre lo que considera una seria amenaza (la adicción al porno y/o al sexo son patologías documentadas) y construir una fábula moral sobre una sociedad en la que la sobreabundancia de mensajes sexuales puede dar lugar a saturación o, como en el caso de Brandon, mala decodificación de sus significados. No estoy en contra en contra de películas que exageran los matices para argumentar su propia idea del mundo, al contrario, me parece totalmente legítimo y deseable. Lo que me parece fatal es que se rueden dramas baratos en impecables envoltorios visuales; pero aún me parece peor que la crítica muerda el anzuelo y las recomiende con entusiasmo por su modernidad transgresora, cuando en realidad no pasan de ser una sofisticada variante de la misma pedagogía que cualquier telefilme de sobremesa. Creo que si se opta por reflexionar acerca de los límites del mundo más vale que el argumento y la teoría que lo sostiene estén a la altura...
Una vez más, al igual que Drive, la factura técnica de Shame es impecable, incluso mejor: no se trata solo de jugar a mezclar géneros, ni a reciclar/reivindicar recursos de estilo pasados que moda; sino de una cuidadosa planificación visual, en la que destaco (y aplaudo) la preferencia por las tomas largas: la escena de sexo en el hotel, la cena en el restaurante o la discusión entre los hermanos en primerísimo plano; pero sobre todo el el espectacular travelling lateral en que Brandon sale a correr por la noche y el montaje desordenado al que recurre el director para contar algo que ya sabemos cómo acabará (pero al menos así resulta más llevadero).
No comprendo esa manía de etiquetar como «obras maestras» (una denominación que habría que emplear cuidadosamente a partir de, al menos, cinco años desde el estreno) películas que básicamente lo único que hacen es anteponer un mosaico espectacular (reciclado u original, tanto da) para enmascarar argumentos banales, de trasfondo rancio o, directamente, manidos. En realidad, el mayor mérito de filmes así es demostrar la capacidad del cine para proponer estilos narrativos que estén a la altura de los registros literarios más actuales; Shame podría considerarse un buen relato breve, un experimento formal, pero nunca un «nuevo clásico». En todo caso, una extraña variante, que tiende a moda, del cine contemporáneo, aupada por críticos que, de pronto, sienten la necesidad de encontrar títulos cruciales y guiarnos en las pautas para su adecuado consumo. En esa exigente labor es normal que confundan la pirita con el oro.