El individuo

Por Peterpank @castguer

La Roma clásica nos legó al Dios-Estado: la Roma medioeval nos impuso a la Diosa-Iglesia. Contra esos dos mitos combate hoy el revolucionario en las naciones católicas. Quiere derrumbar a la Iglesia (bamboleante ya con los golpes de la Reforma, de la Enciclopedia y de la Revolución Francesa) para levantar en sus ruinas el monumento de la Ciencia. Quiere destronar al Estado (sacudido ya por los embates de la propaganda anarquista) para establecer la sola autonomía del individuo. En resumen: el revolucionario moderno pretende emancipar al hombre de todo poder humano y divino, sin figurarse con algunos librepensadores que basta someter lo religioso a lo civil o desarraigar del pueblo la religión para alcanzar la suma posible de libertades. Concediendo al Estado lo roído a la Iglesia, disminuimos la tiranía celeste para aumentar la profana, escapamos al fanatismo del sacerdote para caer en la superstición del político, dejamos a la Diosa-Iglesia para idolatrar al Dios-Estado.

A fuerza de mencionar las ideas absolutas, algunos teólogos de la Edad Media concluyeron por creerlas tan realidad como los seres y las cosas tangibles: a fuerza de elucubrar sobre el Estado, los políticos de hoy acaban por reconocerle una personalidad más efectiva que la del individuo. El estadista moderno reproduce al realista medioeval, puede habérselas con Duns Scot. No habiendo más realidad que el individuo, el Estado se reduce a una simple abstracción, a un concepto metafísico; sin embargo, esa abstracción, ese concepto encarnando en algunos hombres, se apodera de nosotros desde la cuna, dispone de nuestra vida, y sólo deja de oprimirnos y explotarnos al vernos convertidos en cosa improductiva, en cadáver. Con su triple organización de caserna, oficina y convento, es nuestro mayor enemigo. El sabio repite: “La especie es nada; el individuo es todo”. El político responde: “El Estado es todo; el individuo es nada”.

La consecuencia de este principio, concepción de la Humanidad como un gran ser, como un organismo viviente donde los individuos hacen el papel de órganos y hasta de simples células puede originar conclusiones monstruosas. Si hay individuos-cerebro e individuos-corazón, ¿por qué no habrá individuos-cabellos e individuos-uñas? Se establecería la división del cuerpo social en partes nobles y partes viles: unas dignas de conservación por necesarias, otras susceptibles de eliminarse por no afectar la vida del gran ser. Los hombres no formamos células inconscientes ni órganos sometidos a la impulsión de un alma central y colectiva: somos organismos descentralizados, con vida propia y voluntad autónoma. Verdad, no podemos existir fuera de la sociedad; estamos organizados para vivir en ella; pero verdad, también, que en medio de los hombres podemos gozar de un aislamiento relativo y ejercer el derecho de segregación.

Sobre todos los poderes y todas las jerarquías, se levanta el individuo, con derecho a desenvolver íntegramente su persona, rechazando el yugo de los fuertes y la superstición de los ignorantes. No tiene por qué someterse a la imposición de las mayorías parlamentarias o populares ni esclavizarse a la servidumbre de una patria. Es dueño absoluto de su yo. “Hay -dice Alfredo Calderón- una propiedad, primaria, espontánea, eterna, que lleva en sí su propia legitimidad, que no necesita para subsistir del reconocimiento social, que nace de las entrañas de la naturaleza humana: la propiedad que cada hombre tiene sobre sí mismo, su cuerpo y su espíritu, sus sentidos y sus potencias, sus manos, sus pies, sus ojos, sus miembros, sus pensamientos y sus afectos” (Palabras). “No -escribe Pompeyo Gener-; esta vida que tenemos no se la debemos a nadie, podemos emplearla como mejor nos plazca. Todo en mí, el pensar, el sentir, el querer, mis energías, mis actos, mis esfuerzos todos me pertenecen, no se los debo a nadie ni a ninguna personificación, ni a ningún fantasma, o concepción impuesta, llámese Virtud, Deber o Superhombre. . . No quiero ni que me levanten ni que me obliguen a levantarme: quiero levantarme yo mismo; y si me faltan fuerzas, en el momento en que me falten ya pediré yo ayuda” (Inducciones). Yves Guyot condensa en una línea las frases de Gener y Calderón: “Chaque être humain est propiétaire de sa personne”.

No somos, pues, de hombre alguno ni colectividad, en una palabra, de nadie, sino de nosotros mismos o de los seres que amamos y a quienes nos dimos por voluntad propia. Si altruistas, vivimos para los demás y hasta nos sacrificamos por ellos; si egoístas, vivimos idolatrándonos y haciendo de nuestro yo el punto central del Universo.

Más, ¿de qué sirve al individuo poseer en teoría su yo, si carece de medios para mantenerle y perfeccionarle? Al crearnos, la Naturaleza nos impone la obligación de vivir. Tenemos derecho a respirar, no vegetando pobre y lastimosamente, sino realizando la vida más intensa y más extensa. Quien no posee lo necesario ni puede adquirirlo con su trabajo, debe apropiarse lo sobrante o lo superfluo de los privilegiados. Todos bien o todos mal: si los productos de la Tierra bastan al regalo de la Humanidad, que todos se regalen; si no, que todos sufran privaciones, Nadie se locuplete ni goce de confort, mientras algunos padecen hambre y desamparo. Al aceptar resignadamente la miseria, al no combatir para obtener un lugar en el festín, el individuo menoscaba su dignidad de hombre y pierde su derecho a lamentarse. ¿No son pocos los detentadores? ¿No son muchos los detentados? ¿Por qué, teniendo la razón y la fuerza, no se conquista la posesión de la Tierra? Porque la Humanidad se compone de plebe innumerable y de aristocracia reducidísima: plebe, los sumisos y resignados; aristocracia, los insumisos y rebeldes.

Proclamar el individualismo bien entendido no equivale a preconizar el renacimiento de la barbarie. El hombre emancipado no venera credos ni respeta códigos, mas profesa una moral: proceder conforme a sus ideas sobre el Universo y la vida. Nadie tiene derecho de argüirnos con lo ineludible de ciertos deberes: al imperativo categórico de Kant podemos responder con otro imperativo diametralmente opuesto. Como el hombre muda con el tiempo y el grado de ilustración, no puede haber una moral inmutable ni para el individuo mismo: a cada época de la vida le cumple su norma de moralidad. De la naturaleza no alcanzamos a inferir obligaciones morales sino a constatar hechos y deducir leyes: prima la fuerza, sucumben los débiles. La protección recíproca entre algunos animales de la misma especie no constituye una ley universal o cósmica. La justicia y la compasión parecen exclusivas al hombre, más exactamente dicho, a ciertos hombres en el estado social.

No hacemos la apología de la especie humana. En el corazón del civilizado se oculta siempre un salvaje, más o menos adormecido: el más apacible no desmiente la selva donde sus abuelos se devoraron unos a otros. Mas ¿la Humanidad no puede existir sin beber sangre? ¿El Estado subsistirá siempre como freno y castigo? ¿Eternamente reinarán el juez, el carcelero, el policía y el verdugo? Con excepción de algunos refractarios, perversos por naturaleza y más enfermos que delincuentes, la especie humana es educable y corregible. Si abunda el atavismo del mal, no puede afirmarse que falta el del bien. Nuestros millares de ascendientes ¿no encierran ninguno bueno? Dada la perfectibilidad humana, cabe en lo posible la existencia de una sociedad basada en la Anarquía, sin más soberano que el individuo. Media más distancia del salvaje prehistórico al hombre moderno que del hombre moderno al individuo de la futura sociedad anárquica.

El Estado con sus leyes penales, la Iglesia con sus amenazas póstumas, no corrigen ni moralizan; la Moral no se alberga en biblias ni códigos, sino en nosotros mismos: hay que sacarla del hombre. El amor a nuestro yo, la repugnancia a padecer y morir, nos infunden el respeto a la vida ajena y el ahorro del dolor, no sólo en el hombre sino en los animales. Por un egoísmo reflejo, el negativo precepto cristiano de “No hacer a otro lo que no quisiéramos que nos hiciera a nosotros”, se sublima en el positivo consejo humano de “Hacer el bien a todos los seres sin aguardar recompensa”.

Manuel González Prada