El infierno de papeles

Por Arquitectamos
El otro día me mandaron una circular en la que venía, entre otros anuncios y avisos, una convocatoria de plazas de personal docente e investigador de universidad. La miré y me gustó un puesto de profesor asociado en una escuela de arquitectura. Por un momento me invadió la nostalgia (fui profesor asociado durante un curso, hace ya veinticinco años) y barajé la idea de presentarme. ¿Por qué no? Vi la dedicación que requería el puesto, miré su retribución (tan escasa que no me dio pudor soñar con recibirla) y algunas otras condiciones y, ¡qué narices!, ¡el no ya lo tengo!, ¡vamos con ello! Sólo había un pequeño problema: Había que rellenar una instancia-currículum multipaginada y adjuntar alguna documentación. ¡Horror! Soy un inútil para la burocracia. Su sola proximidad hace que me brote urticaria, ampollas, rojeces e irritaciones varias por todo mi cuerpo, y me llena de picores y escoceduras. He de confesar -por no salir del estricto ámbito de la enseñanza universitaria de la arquitectura- que de los seis cursos que tenía la carrera que yo hice en Madrid, ningún año conseguí matricularme correctamente a la primera. Ninguno. (Y eso que soy inteligente para otras cosas). Cuando no me había equivocado con el código del centro había cumplimentado mal la hoja de pago, o no llevaba el resguardo adecuado, o me había matriculado de asignaturas que ya había aprobado, o en vez del código postal de mi casa había puesto el del subgrupo pedagógico... subcutáneo (por decir algo). Un desastre. Me tiré un día entero para reunir toda la (escasísima) documentación que podía aportar como prueba de mi éxito vital. (Qué amarga sensación de nostalgia. A mis veinticinco años terminé la carrera con un nivel interesante. Publiqué alguna cosa, hice el doctorado, etc. A los treinta tenía un cierto atisbo de que podría llegar a algo. Y ahí se quedó todo. De joven prometedor pasé a vieja gloria sin estadios intermedios. Ahora, a mis cincuenta y cuatro años, vuelvo a abrir una antigua carpeta donde hay papeles amarillos que demuestran que hace veinticinco años hice cosas atractivas y excitantes, tampoco muchas, que parecía que iban a ser las primeras de una larga serie que quedó abortada). Con esa amarga sensación cumplimenté la instancia polipaginada, repasé mil veces la convocatoria (seguro que llevo algo mal) y llamé por teléfono a la universidad para despejar un par de resquemores.
Y ahí empieza ese mundo kafkiano que existe latente, normalmente apartado del nuestro cotidiano, pero con el que nos hemos de cruzar de vez en cuando. (Afortunadamente, en mi caso, muy pocas veces). A Astérix y Obélix no les tumbaron veloces corredores, lanzadores de jabalina, judokas, sensuales mujeres, ojos hipnotizadores, cocodrilos, fantasmas..., pero estuvo a punto de tumbarles un inofensivo trámite burocrático. Así os podéis hacer idea de lo que es ese infierno de absurdos y despropósitos.
Fotogramas de la película Las doce pruebas de Astérix
Llamé para que me dijeran sólo dos cosas. La primera era si, como el rectorado está fuera de mi provincia, podía presentar todo esto en el vicerrectorado de aquí (que lo hay). La segunda era que según mis cuentas (contando con los dedos varias veces), el último día posible para presentarlo era el jueves 19 de junio, Corpus Christy, que es festivo en esta comunidad autónoma, y si por lo tanto podría hacerlo el viernes 20.
(Esa es otra: Dan diez días naturales y uno se entera de la convocatoria cuando ya han pasado cinco. Estas cosas siempre son así).
No obtuve respuesta a ninguna de las dos preguntas. Y fue porque había llamado al Vicerrectorado de Relaciones Internacionales y no tenían ni idea de lo que les estaba contando. Les dije que lo sentía mucho, pero que había llamado al teléfono que venía en internet. Me dijeron que ya lo sabían, que estaba mal y que recibían llamadas para todo tipo de cuestiones. Muy amable, la señorita que me atendió (y que imagino que estaba harta de desubicados despistados) me dijo que si le decía el departamento, sección o lo que fuera convocante me indicaría el teléfono al que llamar. Le contesté que el convocante era el rectorado... o sea... esto... ¿cómo que la sección convocante? Pues la universidad. O sea... quiicil... vamos, que no lo sabía, y que ya si eso pues eso.
No hizo falta: Llamé al rectorado directamente (según la web era prácticamente el teléfono personal del excelentísimo y preclaro señor rector) y me contestaron las dos preguntas: A la primera que sí, que podía ir al vicerrectorado de mi provincia, y a la segunda que no lo sabían, pero que lo normal era dar un día más cuando la fecha en cuestión caía en festivo.
Por si acaso me fui a la capital de mi provincia el miércoles 18, un día antes del Corpus. No fuera a ser que el viernes 20 ya fuera tarde.
Como de costumbre, dejé el coche en las afueras, en un punto en el que se puede aparcar bien y no es zona de aparcamiento restringido ni de consiguiente multa, y me dispuse a hacer una larga caminata cuesta arriba (decir cuesta arriba es poco) bajo el calor aplastante (decir calor aplastante es poco) hasta el centro histórico (decir centro histórico es poco).
Y, encima, con mis títulos enmarcados porque me tenían que compulsar las fotocopias.
(Una pequeña mochila en bandolera y una bolsa fuerte, grande, de plástico, con los títulos. Y un calor enorme, y un sudor enorme).
1.- Hacia las once llegué a mi destino (¡ja!): La sede del vicerrectorado provincial. En la planta baja había una pequeña habitación, en la que pregunté. Me dijeron que el Registro ya no estaba ahí. Había estado, pero ya no. Podía presentar la documentación en dos registros: uno estaba al lado de allí, en la Facultad de Humanidades, y el otro fuera del casco histórico, justo al lado de donde había dejado el coche. (¡Mierda! ¡Vaya una caminata para nada!). Decidí ir a la Facultad de Humanidades, ya que estaba allí al lado.
(Esta universidad, muy joven, se ha instalado en las diversas provincias de la comunidad, muchas veces en antiguos conventos, palacios, etc. El resultado es que en cada capital de provincia el diseminado campus es muy atractivo y bello, con un ambiente muy vivo, muy integrado en la ciudad, pero muy incómodo, porque está toda la ciudad salpicada de instituciones universitarias variadas y discontinuas).
2.- En la Facultad de Humanidades un conserje me dijo que sí pero no. Vamos, que la funcionaria que llevaba el registro pertenecía a ese centro, sí, pero que llevaba unos meses trabajando en otro, también muy cercano, con nombre de santo.
3.- Me encomendé al santo y di otro paseíto hasta ese tercer centro. Cinco funcionarias hablaban en la garita de recepción contándose sus cosas y sin querer reparar en el lastimoso ser sudorosísimo que jadeaba en ventanilla. Cuando cada una de ellas terminó de exponer sus planes para el día siguiente, festivo, y de declarar si cogía o no cogía puente el viernes, una se dignó alzar una ceja y mirar al sudoroso (yo). Le dije que quería presentar una instancia para una plaza convocada de... y me contestó que el registro estaba arriba del todo, en la última planta, y que pasando el patio tomara un "ascensor de cristales". Yo habría preferido un ascensor de hombres interesantes un tanto gordos y sudorosos, pero tomé lo que me daban. Descubrí el ascensor en menos de un cuarto de hora, recorriendo el patio sólo seis veces y buscando por todos sus rincones, hasta que unos alumnos me auxiliaron. Subí al último piso y aparecí en los tejados, en una plataforma que me pareció apta sólo para acceder a ellos para mantenimiento y reparación. Bajé una planta (esta vez andando) y recorrí larguísimos pasillos deshabitados. Docenas de despachos vacíos.
Al fin vi a tres personas en un despacho (benditas puertas de vidrio) y entré sin educación alguna y chorreando como un cerdo (o como un pollo, o lo que sea). Me dijeron que el registro estaba en el piso de arriba, al fondo de un pasillo. Subí de nuevo, y vi que la plataforma en donde había estado daba por tres de sus lados a los tejados, sí, pero que por el otro había una puerta (mal rotulada, por eso no la había considerado antes) que daba a un pasillo larguísimo. Lo recorrí hasta el final (todos los despachos estaban vacíos) y ¡bingo! di con el registro. La funcionaria estaba atendiendo a un candidato a profesor que me precedía. Yo era el siguiente. Esperé unos pocos minutos y me tocó. Le comenté lo de la convocatoria y me dijo que sí, que estaba perfectamente al corriente, pero me advirtió de que allí no compulsaban fotocopias. "¿Einnnnn?" Yo había leído en la convocatoria que las fotocopias de los títulos debían ir compulsadas. Por eso llevaba yo aquel bolsón con los míos enmarcados. Ella, muy atenta, la leyó de nuevo despacio y confirmó que, en efecto, había que presentarlas compulsadas. El joven que había estado antes que yo las había traído compulsadas, me dijo (y me las enseñó). Allí era un registro nosequé, de segunda, o qué sé yo. Ella no era compulsemáster, o hipercompulsiva, o lo que fuera, de modo que yo tenía que ir al registro general, que estaba fuera del casco (al ladito de donde había dejado el coche). Y, eso sí (menos mal), una vez que me las compulsaran no tenía que volver a subir allí. Ya lo podría hacer todo allá abajo, porque ese sí era el Registro General Hiper Total (en adelante REGEHITO).
Ah, y tenía que llegar antes de las dos. (Bueno. No eran las doce aún. Toda mi odisea había durado -hasta ese momento- menos de una hora. Muy mal se me tenía que dar la cosa si no llegaba a las dos). También me dijo que si no me daba tiempo podía hacerlo el viernes 20, ya que el 19 era fiesta, y en esos casos se corría un día a favor de obra. (Bueno, pírrico consuelo).
5.- Deshice todo mi camino pensando cosas cada vez peores. Me faltaría algún papel; eso seguro. No compulsarían títulos enmarcados. Y, sobre todo, en los sitios en donde había estado no había encontrado colas porque no eran los sitios correctos. En el REGEHITO (en adelante REGE) estarían los alumnos de selectividad pidiendo su nota para hacer las preinscripciones, los alumnos repetidores rematriculándose, los aspirantes a todas las plazas de profesores posibles, los alumnos con nota corta de selectividad pidiendo revisiones de exámenes... Según iba bajando el escarpado casco iba imaginando colas cada vez más largas.
El calor era insoportable, pero mis sudores ya no eran sólo por el calor. (En todo caso, mi última opción era madrugar el viernes y ponerme el primero en la puerta).
6.- Finalmente llegué al campus de las afueras, y tras muy pocos errores (tres o cuatro) encontré el REGE (en adelante RE). Todas las escenas dantescas que había imaginado habían sido un capricho de mi imaginación. En su lugar había una muy sencilla y común: un imposible metafísico de los corrientes. Un chico y una chica (los únicos que había en el RE aparte del funcionario y de mí) querían una copia compulsada de un documento que aquél se negaba a compulsar. Se trataba de un documento firmado digitalmente, y eso no se podía compulsar porque la misma firma digital ya llevaba inserto su código de verificación. Los chicos casi lloraban diciendo que la universidad de destino les pedía esa fotocopia compulsada, y el funcionario del RE (en adelante R) les decía que los de aquella universidad estaban equivocados. Al parecer había un Real Decreto, un Decreto, una Orden o qué sé yo, muy tiquismiquis con las compulsas de los documentos firmados digitalmente, y los de aquella universidad eran unos ignorantes.
Vamos, lo normal. El organismo A te pide que el organismo B te haga algo, y el organismo B te dice que eso no se puede hacer y que los del A no tienen ni idea. Vuelves al A con esa cantinela y allí se ríen del B y te mandan de vuelta al B para que esos ignorantes te faciliten tan sencillo trámite. (Yo me pregunto si, aunque el señor del R estuviera en lo cierto, le habría sido tan insoportable estampar el sello de caucho en ese papel y hacer felices a esas dos criaturas y a los de la otra universidad). Sé, por otros casos similares, que cuando los interesados (en adelante "pelotas de ping pong") han recorrido n veces el camino A-B, B-A, A-B, B-A, etc, tienen muchas ganas de matar. (Seguramente muchos terroristas hayan salido de una experiencia traumática similar).
Finalmente se fueron los pobres, resignados a no presentar la fotocopia compulsada y, a cambio, presentar los argumentos de R-man. Y me tocó a mí. Me preguntaba qué argumento utilizaría R para no compulsarme las fotocopias, y ganaba el de que los títulos estaban enmarcados. Pero no: Me las compulsó sin objeción, aceptó la instancia, la registró y me dio un justificante. Mi alivio fue indescriptible. Que me escogieran o no ya era lo de menos: Yo había cumplido. Había presentado aquello en tiempo y (ya veremos) forma.
Quiero aquí señalar que a menudo se habla de la mala calidad del profesorado universitario. Discrepo: Un profesor que ha sido capaz de sortear esa selva y salir airoso no puede ser torpe. No puede ser malo. Es un superviviente, un halcón, un héroe. ¡Loor a él! (Y especialmente a quien llamó cuando ya me iba, si le sale).
7.- Siempre sudoroso, pero ya feliz, me dispuse a recoger mis cosas (meter los títulos enmarcados en la bolsa) y quise despedirme aduladora y servilmente del funcionario de R pero no pude porque justo entonces le sonó el teléfono y lo cogió.
-No. El plazo termina mañana, pero como es festivo esto estará cerrado. O sea, que termina hoy.
-...
-Yo estoy aquí hasta las dos.
Le faltó añadir: "Además el viernes me cojo puente".
(Dios mío. Era casi la una. No sé a qué puesto optaba esa persona, pero si era al mismo que yo y finalmente lo consigue, yo seré el primero en aplaudirla).
(Qué situación: La funcionaria de donde el santo sí le podría recoger la instancia el viernes, pero no le podría compulsar las fotocopias).
Estuve por gritar: "¡Corre! ¡Corre! ¡Date prisa!" Pero me fui de allí en silencio y muy despacio, para no molestar.
(Si tienes alguna sensación similar a la mía respecto a la burocracia y sientes esa misma ansiedad te agradeceré que cliques el botón g+1 que aparece aquí debajo. Muchas gracias).