Si hay que destacar un valor a Drive es el meritorio reciclaje que ha hecho de la épica y la estética urbanita, derivada hace ya décadas del cine negro, al que incorpora sin complejos elementos del western clásico --Raíces profundas (1953)--, el thriller setentero en versión Don Siegel --mítica saga Harry el Sucio--, el cine de acción ochentero a lo Walter Hill --Calles de fuego (1984)-- y las ya míticas secuencias musicales popularizadas por Michael Mann. Desde el punto de vista formal me recuerda, el último tercio sobre todo, a una interesante variación del estilo Tarantino; en cambio, como aportación/revisión de un género, la cosa deja bastante que desear.
Lo cierto es que, tras las expectativas levantadas por los expertos, pensaba que iba a ver algo así como el Blade runner (1982) del siglo XXI, cuando en realidad no pasa de ser una nueva vuelta de tuerca a los argumentos de mínimo contenido y pocos personajes que lo fían casi todo a una disificación precisa de la técnica cinematográfica (especialmente la tensión y un tempo deliberadamente pausado). Es cierto que la épica --la cinematográfica también-- requiere arquetipos, maniqueísmos y algún que otro lugar común, pero es que Drive no se preocupa en absoluto de renovar ningún elemento del catálogo: protagonista, secundarios, escenas clave, resolución..., como si nada hubiera cambiado desde los tiempos de Clint Eastwood. Por este lado la película no aporta casi nada, incluso en algunos momentos (imágenes más bien) trata de retorcer tanto la tensión que resulta artificial.
Drive no es una mala película, pero tampoco una obra redonda que vaya a marcar un hito en la historia del cine; si acaso una moda, una leve agitación para una género que acumula un largo recorrido. Seguramente servirá para lanzar la carrera de su director y, de paso, consolidar la fama de su protagonista (cuya tableta de chocolate encandila a las mujeres, aunque a mí me parece que Gosling no pasa de ser un Gabino Diego que por fin ha pasado por el estilista). Sin duda las expectativas me han pasado factura, pero no tanto como para impedir que comprenda que no estoy ante ninguna obra maestra.