En este blog ya hemos hablado otras veces de la fábrica de leche Clesa de Alejandro de la Sota en Madrid, pero volvemos a ello porque el tema vuelve a estar en el candelero.
Una vez terminado el ciclo útil y productivo de la fábrica, esta quedó fuera de uso, amortizada e inútil. Esta es la naturaleza de las cosas: que tienen una vida y una duración y acaban quedándose obsoletas o innecesarias. Cuando no tienen otro valor añadido se desechan y se sustituyen. No hay ninguna tragedia en ello. Al revés: El edificio cumplió bien su función durante décadas pero ya no vale. Además la ciudad ha cambiado y lo que antes eran terrenos de periferia y morralla han pasado a quedar empotrados en la trama urbana. Lo más adecuado es tirar la vieja fábrica y hacer viviendas.
Pero en este caso resulta que estamos (¿lamentablemente?) ante una obra maestra. ¿Qué podemos hacer? Ya no puede seguir siendo una fábrica de productos lácteos, pero tampoco podemos derribarla. ¿Qué hacemos con ella? ¿Un centro cultural? ¿Unas oficinas municipales?
De pequeño (tendría unos ocho o diez años) fui con el colegio a ver la fábrica, que entonces estaba en pleno funcionamiento y era un orgullo de eficacia y tecnología para la marca.
Yo no sabía (ni mis profesores tampoco) que ese edificio era obra de un arquitecto muy estimable. Yo no podía sospechar que muchos años más tarde acabaría siendo arquitecto yo también. Ahora, retrospectivamente, echo de menos no haber sido consciente de aquello y no haber reparado en nada arquitectónico, espacial o lo que fuera que fuese que fuera aquello.
Tan solo recuerdo nítidamente que había una cinta encajonada que transportaba muchas botellas de vidrio usadas y las llevaba hacia un punto en que las limpiaban. (Entonces todos devolvíamos los cascos de las gaseosas, de las cervezas y de lo que fuera, y se reutilizaban). Me pareció fascinante. Es lo único que se me quedó, y ya solo eso mereció la pena. Las botellas entraban en el circuito amontonadas, apretujadas, caóticas, pero entonces eran agrupadas, alineadas, ordenadas, y llevadas con gran precisión al punto de limpieza. Allí cada botella era agarrada por un brazo mecánico y volteada. Le entraba un chorro de agua muy caliente que la lavaba y desinfectaba, y ya limpia seguía su camino hacia el secado y quedaba como los chorros del oro para ser llenada otra vez de leche y volver a ser vendida.
Os aseguro que en esa visita no habría sido capaz de escuchar a nadie que me hubiera hablado de arquitectura. (Nadie lo hizo). Mirar cómo las botellas acudían dócilmente al enjuague del chorrito era lo más hermoso del mundo. No fallaba ni una.
El genial Alejandro de la Sota había hecho un edificio que funcionaba muy bien: con la misma precisión que el chorrito de limpieza. Cada espacio respondía perfectamente a un uso, y su altura, su orientación, sus dimensiones, su forma de recibir la luz estaban pensadas precisamente para hacer cada una de esas funciones de forma óptima.
¿Qué hacer entonces cuando esas funciones desaparecen? El edificio deja de tener sentido.
Pero no solo al dejar de ser una central lechera, sino incluso siéndolo. Las cosas cambian muy deprisa y hay que ir adaptando los espacios cada día, y normalmente de forma perentoria y sin pensar más allá.
No entremos aún en qué hacer en ese edificio cuando ya no es una central lechera, sino también mientras lo fue. De pronto no se considera higiénico reutilizar las botellas de vidrio y todo el tinglado del chorrito ya no sirve. De pronto desaparecen las botellas de vidrio y vienen las de plástico y los tetrabricks. Y entonces resulta que tal muelle de carga que conectaba esta entrada con este almacén ya no sirve así, o que en este gran espacio hay que hacer una rampa, o que la gigantesca tolva ya no es necesaria y hay que desmontarla.
Es la vida de los edificios: funcionar y adaptarse. ¿Pero qué pasa cuando el edificio es una obra de arte? Cada adaptación es un cambio que desvirtúa el proyecto genial. Cada reforma es un sacrilegio.
Estamos ante un problema irresoluble: Si suprimes el chorrito se acaba yendo a la porra todo el edificio.
Umberto Eco dice que la función es el significado del edificio. Si analizamos un edificio semiológicamente (como signo, como mensaje, como vehículo de comunicación y de cultura, como obra de arte) resulta que el significado que tiene ese signo es su funcionamiento. Es obvio. Entonces, si le quitamos el funcionamiento (ser una central lechera, pero además serlo con chorrito) se queda desactivado, inerte. No es nada.
Si a lo que era una central lechera lo convertimos en un centro cultural generamos una fisión semántica imposible. Los techos altos pensados para que entrara la luz con la mayor eficacia para empaquetar palets de botellas de leche (por ejemplo) ahora son para leer debajo, o para escuchar música (también por ejemplo). Yo qué sé. Entonces todo da igual, porque es lo mismo diseñar un largo recorrido para que las botellas vayan en busca de su chorrito o para que los espectadores esperen a comprar sus entradas. El mismo espacio sirve para las dos cosas. ¿Entonces qué valor tiene el diseño?
Se ha convocado el concurso para rehabilitar y reconvertir la central lechera en otra cosa y se ha fallado el premio. La Fundación de la Sota se ha enfadado y ha publicado un comunicado de queja, pero es que el enfado estaba cantado ya desde antes por lo que estoy diciendo: porque era imposible salir airoso de un planteamiento sin salida.
No conozco el proyecto ganador del concurso más allá de las imágenes que circulan. No he tenido ni la información necesaria para analizarlo ni tengo tampoco la lucidez para valorar su acierto (aunque al parecer es algo bastante convencional que utiliza el espacio de De la Sota apenas como un fondo decorativo). Solo repito que era un problema irresoluble y que no se podía hacer nada: Dejar morir el edificio. Derribarlo para hacer viviendas. Convertirlo en centro social o en aparcamiento de motos (tanto da). Nada de eso conservará la magnífica obra de De la Sota en su contexto, porque ello solo sería posible si volviéramos a 1968 o 1970 y nos volvieran a llevar allí en autocar a toda mi clase, y nos volvieran a enseñar la magia con la que lavaban las botellas usadas y las secaban, y si al final nos dieran una botellita de batido de chocolate, cosa que agradecí mucho porque no me gustaba la leche sola y yo era de Colacao y de Eco (menos).
En ese momento, con la fábrica funcionando a pleno rendimiento y con el diseño del arquitecto mostrando en cada detalle su idoneidad sí estaba ante una gran obra de arquitectura (y no me di ni cuenta, seguramente porque esa era su gracia y ese su carácter, funcionar sin alardeos ni bellezas ni rimbombancias). Hoy día ya es todo imposible. Hoy día ya no hay chorrito.