El matiz diferente de una Historia contrastada, dos mundos europeos, dos artistas, y el Arte.

Por Artepoesia

Desde que el Hombre alcanzara a comprender que sólo batiendo su espada heroica podría conquistar su felicidad, la historia nos presenta siempre que la única forma de ganar es aprendiendo antes de los errores cometidos por los otros. Y es así como sociedades que llegaron a rozar la grandeza de su destino fútil, acabaron siendo vencidas por sociedades que partieron vírgenes desde la aurora hábil, vigorosa y desprendida de su nuevo acontecer. Cuando España fue elevada a los más altos rumbos de su Historia -siglo XVI-, primera sociedad europea que lo alcanzara desde aquel imperio romano derruído, consiguió latir fuerte su pulso tanto en comercio como en riquezas, como en reinos, como en personajes o como en Arte.
Y así brilló; y de tantos frutos como dio su crisol nacieron hombres que crearon cosas, que crearon vida, que crearon pueblos, que crearon obras, que crearon -para entonces, aquel tiempo tan cercano casi al medievo desolado- también el posible germen de una riqueza que quizás de haber podido fomentarla hubiera sido promesa de futuro y hálito de prosperidad. Sin embargo, ni el destino -sutil término indefinido- de sus gobernantes, ni el sustrato de sus pobladores, ni el amparo de las cosas de la vida desatenta, hicieron que ese brillo perdurara.
Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del llamado Siglo de Oro español fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicó su pasión al Arte en el sentido más renacentista del término, aun siendo sin embargo parte de una época plenamente Barroca. Y lo hizo como aquellos seres que no distinguen la pluma del pincel. Pintó como sus maestros ilustres andaluces -Pacheco, Céspedes, Mohedano-; escribió como los grandes autores españoles -Góngora, Quevedo, Cervantes-, donde su poesía italiana y culta, sacra y pagana, mitológica y universal ha prevalecido en textos resguardados en cajones enamorados o en bibliotecas silentes y desapercibidas. Pero no así su pintura, de la que no queda absolutamente nada, obras de Arte éstas, quizás, más dadas a desaparecer entre los deterioros y las maldades de la vida.
Juan de Jáuregui nacería en Sevilla, en 1583, en la familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situó en las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III, luego de la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana a la frontera con el todavia reducto musulmán granadino, por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla, y por sus ricas tierras de labranza. Así se crearía el señorío, cuando el rey Enrique II lo ofrecería además en el siglo XIV a vasallos leales suyos frente a su enemigo y hermano Pedro I. Al ganar aquel la lucha fraticida y regia, el señorío de Gandul adquirió verdaderamente su sentido.
Y fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquirió Gandul en 1593, gracias a sus riquezas con el comercio de Indias y a su relación administrativa -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable en toda Europa. Los productos de Gandul se vendían en la ciudad y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío -toda una villa de unos seiscientos habitantes- disponía de su castillo, su iglesia, su Palacio, su vida y su futuro.
Pero, todo termina cuando las crecidas no son controladas por el ingenio de lo prudente, de lo que deviene en experiencia propia o ajena; y la vida, además, no perdona las burbujas encaramadas, por muy grandes y bonitas que éstas sean. El filósofo romano Marco Terencio Varrón ya dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja, una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibió de regalo en 1573 -del embajador del Sacro Imperio en Constantinopla- un bulbo de una planta exótica turca, nunca pensó que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas holandeses. Era tan distinta a toda planta ornamental de entonces; algo nunca antes visto en Occidente. Sus pétalos tornaban de colores y algunos bulbos desarrollaban, de pronto, una flor diferente, más enigmática aún. Luego se supo que su razón era un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos.
Y el proceso comenzó así con una demanda desbocada. Y continuó luego con la especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española. Felipe II la heredaría de su padre Carlos V, pero aquel no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer de un vasallaje comprendido y fructífero. Las riquezas americanas lumbrearon y agasajaron también gran parte de aquellas posesiones norte-europeas. Las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas allende los mares, y el comercio americano fue fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros ni de intereses.
Sin embargo, una guerra llevaría a España a perder definitivamente aquellas posesiones, y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial y colonizadora también -como aprendieron, ahora bien, de su antigua metrópoli-, que llegaron, a pesar de soportar la quiebra financiera producida por la burbuja explosiva de los tulipanes en la primera mitad del siglo XVII, a conseguir ser la primera productora de tulipanes del mundo y obtener así gran parte de su P.I.B. gracias a esta industria floral.
Uno de los holandeses que sufriría aquella burbuja de los tulipanes -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista barroco holandés Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes, en 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación del color y de la perspectiva. Ganaría dinero suficiente con su Arte, sin embargo se vio seducido por la inmensa ganancia ficticia que aquellos bulbos del diablo habrían llegado a tener. Acabaría arruinado totalmente en los últimos años de su vida.
Por el contrario, aquel señorío de Gandul llegaría a perder toda su pujanza en los comienzos del fatídico siglo XIX. El campo andaluz sufríría gran parte del maldito cambio de influencia comercial del Sur al Norte de Europa. Pero, además, los gobiernos posteriores a la guerra de la Independencia terminarían por fracturar las posibles formas de renovar una región y una agricultura. Los descendientes de aquel poeta siguieron tratando de hacer de sus tierras lugares de promisión, inutilmente. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones gubernamentales decimonónicas, importaron incluso tecnología, construyeron hasta una estación de ferrocaril, y quisieron desarrollar más los cultivos y el comercio. Pero, nada, todo sucumbiría. Como la historia del país que lo albergara. 
Y el poeta escribiría antes, mucho antes, aquellos versos deslucidos por los grandes versos de sus grandes coetáneos. Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas las palabras en su verso barroco y genial:
Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...
(Fotografía actual de las ruinas del antiguo señorío de Gandul, Alcalá de Guadaíra, Sevilla; Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocaril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuído sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)