El título obedece al dato curioso y no exento de humor de que la evolución del arte contemporáneo se ajusta punto por punto a la pieza literaria atribuida por Borges al imaginario Pierre Menard: me refiero a un artículo donde el personaje se planteaba la posibilidad de “enriquecer”el ajedrez mediante la eliminación de uno de los peones de torre, resumido por Borges con sólo diez palabras: “Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación”. Tal vez para ratificar la conocida afirmación de que la realidad imita al arte, los altaneros portavoces del arte contemporáneo, menardistas de la primera hora, anunciaron a mediados del siglo XX la buena nueva de que el mingitorio de Duchamp cambió la naturaleza del arte, lo que en buen castellano significa que el arte ya no es el mismo (y que tal vez debería ser llamado de otra manera, como asevera Marc Fumaroli)La causa que invocaron para sostener esa dramática escisión entre el arte del pasado y la revelación de esa otra nueva esencia que no quiere decir su nombre, y que acababa de llegar al mundo a través del mingitorio, reside, como sabemos, en que la función primordial del arte es (o debería ser, porque así lo repiten los émulos de Menard) representar a la época en que se vive, condición que el “viejo” arte del ya obsoleto Velázquez había dejado de cumplir. Aplaudida por los medios de prensa y acatada por las grandes instituciones y personalidades del mundo del arte, la escisión entre el arte contemporáneo y el viejo arte de la pintura se convirtió a partir de cierto punto en un hecho consumado, una evidencia que hasta el más lerdo de los estudiantes de arte aprende a recitar como un nuevo catecismo. Dudar del avance hacia el futuro que significó la escisión del arte fue considerado durante muchos años un indudable indicio de locura extrema o de una estupidez sin remedio, pero a medida que transcurrían los años y las décadas, la inconmovible convicción y el belicoso discurso del arte contemporáneo se fue desgastando, erosionado por la robusta evidencia de que el público obligado a enfrentar la escisión del arte –y a elegir entre esos mundos escindidos–, opta masivamente por el realismo y la emoción del arte tradicional, cuya maestría y belleza asaltan la mirada del espectador desde el primer instante, y donde el intelecto no es intimado a padecer los discursos estrafalarios y engolados que pretenden convertir a un tiburón o una lata de sopa en “arte-que-representa-nuestra-época”. Expuestos a la extinción en el oceánico vacío que ellos mismos crearon al plantear la escisión del arte, los fatigados fogoneros del arte contemporáneo se dedican hoy a completar la parábola menardiana, llevando a cabo la ardua tarea de volver unificar lo que tanto les costó dividir. De allí proviene el reciente descubrimiento de la variedad y la blanda y elástica consigna que reza: “todo es arte”, hoy convertida en los términos de un forzado armisticio, bajo cuya sombra los portavoces del arte contemporáneo aceptan con un retorcijón de tripas el retorno de la pintura, imprescindible para demostrar que la escisión aclamada y teorizada por ellos mismos durante medio siglo nunca se produjo, porque lo que en realidad habían querido decir es que la naturaleza del arte sigue siendo la misma, y que entre el esplendor de Las meninas y la anodina irrupción del tiburón o la lata de sopa hay una armoniosa continuidad. En otras palabras, resultó que sin pretenderlo terminaron por emular a Pierre Menard: propusieron, recomendaron, discutieron… y acabaron por rechazar el cambio en la naturaleza del arte. Pero no hay que engañarse: el viraje no es genuino ni honesto. Lo que están haciendo es ofrecer una transacción: “nosotros aceptamos la pintura y ustedes acepten la nueva teoría de la variedad. No discutan los tiburones, ni las latas de sopa, ni nada de lo que se nos ocurra presentar como arte… Después de todo, ¿a quién le importa el arte? Estamos en la era del mercado, y lo demás es jarabe de pico. La cuestión es vender, y vender humo es el mejor negocio del mundo”.