(Oswaldo Salazar, www.elperiodico.com.gt, 15/01/2012)
Quienes se han acercado a la biografía de Chopin saben que el gran compositor era un ferviente nacionalista, un artista profundamente marcado por la ocupación y fragmentación de Polonia, un ser etéreo e inalcanzable. Pero el músico fue, además, un hombre de carne y hueso susceptible de enamorarse de algunas de sus jóvenes, bellas y talentosas alumnas.
¿Quién es nuestro interlocutor “real” cuando escribimos cartas?, ¿el destinatario? No necesariamente. Sin embargo, el destinatario, quienquiera que sea, ciertamente cumple dos funciones básicas en el momento de la escritura: “estar-ahí” de alguna manera y, sobre todo, guardar silencio.
Esta circunstancia es especialmente sensible cuando se trata de las cartas de algún personaje no solo conocido, sino además admirado, temido, amado, alguien que forma parte de nuestro pasado cultural y ha sido elevado a los altares incuestionables del Canon Occidental. Muchas veces sus cartas revelan esas dimensiones humanas que no coinciden con la grandeza, la grave profundidad o la pura espiritualidad que nos han enseñado.
Desencadenar las consecuencias especulativas de este contraste es la especialidad del director británico Tony Palmer. A diferencia del cineasta y violinista francés Bruno Monsaingeon (que se ha concentrado en elaborar documentales referenciales sobre algunos de los más reconocidos virtuosos de los siglos XX y XXI), Palmer ha concentrado su atención, además, en el retrato fragmentario de algunos de los grandes compositores europeos. En 1996, con una carrera cinematográfica ya muy significativa, logró sorprender a críticos, musicólogos y público con su curioso retrato de Johannes Brahms. Y no era para menos. Presentarnos a un Brahms que había crecido tocando el piano en los burdeles de Hamburgo y que tuvo una vida sexual muy activa con sus “Little singing girls”, como él llamaba a las prostitutas, fue un contraste muy fuerte para quienes concebíamos a un Brahms enamorado eterno, amigo respetuoso y fiel, de la inalcanzable Clara Wieck, esposa de Robert Schuman y, quizá, la pianista más importante de su época; ese Brahms que llega a las cimas más altas de la idealización de una mujer con el Adagio de su Konzert für Kavier und Orchester Nr. 1 d-moll op. 15.
Tres años después, en 1999, Palmer vuelve a sorprendernos, pero esta vez con una figura más conocida, más cercana, íntima y etérea: el delicado Frédéric Chopin. The Strange Case of Delfina Potocka es un film que, desde su mismo título, descubre una vocación de intriga y misterio. Pero la sorpresa es aún más grande cuando nos damos cuenta de que no se trata de un solo relato, sino de dos: la historia de amor entre Chopin y la Condesa Potocka, y la de Paulina Czernicka en la Polonia de los oscuros años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Además, contra todo pronóstico, ese juego comparativo de dos siglos no es para contrastar las figuras de Potocka y Czernicka, como era de suponer, sino las de Chopin y Czernicka. ¿La razón? La política, y aún más allá: la música.
Un hombre enamorado
Quienes se han acercado a la biografía de Chopin (que no son pocos) saben que el gran compositor era un ferviente nacionalista, un artista profundamente marcado por la ocupación y fragmentación de Polonia a manos de dos grandes potencias: Rusia y los países germánicos. Un sentimiento que se ha vuelto tradición entre los músicos polacos. Basta recordar el reciente caso del gran pianista Krystian Zimerman quien, antes de un recital en Los Ángeles, y ante la sorpresa de un público que no supo recordar al Chopin “Revolucionario” de los Études, Op 10, se atrevió a sugerir que Estados Unidos sacara sus manos de Polonia, en protesta por los escudos antimisiles. Una sugerencia que tuvo graves consecuencias en su siguiente visita. Acostumbrado a viajar con su propio Steinway & Sons Grand Piano, especialmente hecho para él, Zimerman arribó al aeropuerto JFK en Nueva York, unas semanas después del 11S, para dar un concierto en el Carnegie Hall. Pues bien, los oficiales del US Custom Agency pensaron que el pegamento del piano tenía un olor extraño y que podía contener explosivos, así que decidieron destruirlo.
Al margen de esta triste historia, Chopin (como muchos otros grandes músicos) es retratado en el film de Palmer más que como un ser etéreo e inalcanzable, como un hombre de carne y hueso susceptible de enamorarse de algunas de sus jóvenes, bellas y talentosas alumnas. Fue ese el caso de Delfina Potocka (representada en el film por la bellísima pianista rusa Valentina Igoshina), joven condesa madre de dos hijas, ansiosa por darle rienda suelta a sus inclinaciones artísticas (estéticas, para ser exactos). Insatisfecha en su matrimonio, eventualmente se divorcia del Conde Potocki y viaja a Francia donde mantiene estrechas relaciones con Chopin y, sobre todo, con el poeta romántico Conde Zygmunt Krasinski. Potocka (como Igoshina), particularmente dotada en su belleza corporal y sus talentos musicales, inspiró famosos poemas del Conde Krasinski y, por si esto fuera poco, el inmortal Minute Waltz Op 64, No. 1, de Chopin.
Vista así, esta historia es el típico love-affair romántico de heroínas idealizadas y nobles caballeros. Pero si nos adentramos un poco en los meandros flaubertianos del bovarismo desmitificador, la relación entre estos dos personajes revela aristas inesperadas para quienes estamos acostumbrados a la figura de un Chopin que, mientras miraba por la ventana, hacía que sus alumnos dejaran el dinero de su clase sobre una mesa porque un caballero no podía mancharse las manos con el dinero.
La indignación
Es aquí donde hace su entrada la otra historia. Estamos en la Polonia de la temprana postguerra. Mientras la Guerra Fría se asentaba y el Stalinismo más duro imponía su regla detrás de la Cortina de Hierro, de pronto, mientras el nuevo gobierno polaco repatriaba el corazón de Chopin de París, sin mayores preámbulos, surge una mujer llamada Paulina Czernicka que, con la mayor ingenuidad, decía tener en su poder un manojo de cartas inéditas escritas por Frédéric Chopin a la Condesa Delfina Potocka, su bisabuela. Los funcionarios, diligentes y ávidos de protagonismo, echaron mano de aquellas cartas para sacarle el mayor partido político. Sin embargo, para su sorpresa, las cartas echaban abajo la imagen que ellos, y muchas personas alrededor del globo, tenían del músico polaco.
En grave contraste con la figura delicada, ingrávida, cuasi espiritual de Chopin, las cartas revelaban a un Frédéric muy consciente de su cuerpo, de su sexualidad, y, por supuesto, de su atracción incontenible por la belleza de la joven Delfina. El Ministro de Cultura, al ver truncadas sus expectativas, calificó las cartas de pornográficas y antisemitas, y desató una cacería de brujas contra Madame Czernicka por pretender fama desacralizando la figura oficial del gran músico.
Por si esto fuera poco, y como si la vida de Chopin no estuviera poblada de misterios románticos, el día 17 de Octubre de 1949, justo cuando se conmemoraba los cien años del deceso de Frédéric Chopin, Madame Paulina Czernicka se suicidó.
Tony Palmer, con la sutileza que lo caracteriza, teje su relato con estos dos hilos separados por un siglo. Pero su tejido narrativo, casualmente, al llegar a su término nos remite al principio. Chopin y Czernicka, la ocupación rusa del siglo XIX y la del siglo XX, el ídolo y el hombre real, el hombre espiritual y el hombre de carne y hueso, el alma y el cuerpo, la sublimación y el contacto sexual. Además, en el plano de la historia, su imaginación narrativa siembra las preguntas por la autenticidad de las cartas, por la naturaleza verdadera de la muerte de Madame Czernicka: ¿suicidio o crimen de estado?
¿Quién fue realmente Frédéric Chopin?, ¿de qué nos habla su música? Ciertamente fue un revolucionario. Como músico, alguien que cambió los parámetros establecidos del lenguaje pianístico, que descubrió un nuevo sonido para el piano, y que lo hizo siguiendo el viejo consejo que el gran Johann Sebastian Bach daba a sus estudiantes: “¿quieres tocar bien el clavicordio? Pues bien, escucha a los grandes cantantes”.
Chopin, fiel discípulo de Bach, era un fanático de la ópera y un admirador incondicional de las grandes divas del
Bel Canto de su época. Como hombre de su tiempo, era lo que hoy (prosaicamente) llamaríamos “un indignado”, alguien que se opuso apasionadamente a la ignominia de la ocupación y el abuso de poder. Y como amante, alguien que supo encontrar la música del alma en las suaves ondulaciones de la carne.