Al parecer ya desde el siglo XI, en plena edad media, en la ciudad de Venecia comenzó a celebrarse una fiesta con claros orígenes paganos. No era de extrañar que medio milenio después casi, aquellos descendientes del antiguo imperio romano volviesen a rememorar las Saturnales. Estas eran las antiguas fiestas romanas que, sobre finales de diciembre, homenajeaban a Saturno, el dios de la Agricultura. Era el tiempo en donde finalizaban los trabajos del campo, después de la siembra invernal, en donde todos además descansaban en sus hogares. Hasta a los esclavos se les ofrecían ventajas especiales en esas fechas. Más y mejor comida, tiempo libre de sus ocupaciones para ellos y, también, regalos que recibían de los demás. A veces, en ese período, alrededor de una semana, se intercambiaban los papeles: los dueños se hacían los esclavos, y éstos pasaban a ser los dueños.
Venecia tuvo, en su expansión marítima mediterránea, una justificación muy especial para iniciar estas celebraciones cuando todavía en el resto de Europa se encontraban en la más oscura de las épocas. Pero no fue hasta el siglo XIII cuando ya la ciudad-estado comenzó a oficializar la fiesta carnavalesca. Con el asentimiento, además, de la Iglesia, que permitía hasta la Cuaresma -o cuarenta días antes del inicio de la Semana Santa- las celebraciones propias del desenfreno y el festejo. Sin embargo, el carneavale o carnaval veneciano sólo alcanzó su mayor expresión durante el siglo XVIII, cuando llegó incluso a durar hasta seis meses, anticipándose así desde octubre hasta la cuaresma.
En la sociedad veneciana, por un lado mercantil y liberal pero por otro oligárquica y clasista, el carnaval distendía las diferencias sociales, al igual que sucedía ya con los antiguos romanos. Este festejo era el claro reflejo de lo permisible y de lo anónimo. La realidad es que todas las clases sociales se disfrazaban. El pueblo llano, por una vez al menos, podía mezclarse sin problemas con la aristocracia. Estas fiestas se llevaban a cabo en las plazas, en las calles, así como también en las casas y en los locales privados, en donde además se empezaron a realizar los llamados juegos de azar.
El estado veneciano comprendió los beneficios de estos juegos y creó una casa pública para celebrarlos. El Ridotto era un local de juegos en donde todos llevaban máscaras salvo los funcionarios que supervisaban y arbitraban los juegos. Estos servidores eran nobles venecianos venidos a menos que, con peluca y toga, trataban así de infundir un poco de respeto. Tan importante llegó a ser que, cuando el gobierno de la ciudad prohibió en 1765 los juegos en las casas particulares y en otros locales, dejó sólo abierto el Ridotto estatal. Y así hasta que llegó Napoleón en 1797 y terminó con el carnaval veneciano que, sólo hasta 1979 no volvió a ser oficialmente restituído. El misterio y la ocultación eran, al parecer, impropios del nuevo orden napoleónico, que pronto ya imperaría, incluso, después del emperador.
Cuentan las historias que el veneciano Giacomo Casanova (1725-1798) sufría de pequeño continuas hemorragias nasales. Un día lo llevaron en una góndola a ver a una sanadora, a una bruja curandera. Ésta, tras encerrarlo en un cofre con aspecto de sarcófago, quemar algunas plantas alucinógenas, proclamar conjuros y untarle fragancias a su cuerpo, le ordenó guardar silencio de todo lo que le había hecho, y le anunció, además, la visita de una maravillosa y encantadora dama a la noche siguiente. De esta dama dependería, finalmente, tanto su curación completa como su felicidad futura. Pero, eso si, con la condición de que nunca, tampoco, dijese a nadie nada sobre ello. La noche llegó, y el pequeño Casanova vió, o creyó ver, bajar por la chimenea a esa deslumbrante mujer. Se sentó ella, entonces, en su cama, y le pronunció unas palabras que él no alcanzó a entender. Al irse le besó. Así, sin duda, misteriosamente, el pequeño Casanova acabó definitivamente curado.
(Cuadro Figura de perfil, del pintor estadounidense Ray Donley, Texas,1950; Óleo del pintor veneciano Pietro Falca Longhi, 1702-1785, En el Ridotto, 1740; Cuadro del pintor francés Guillaume Seignac, 1870-1924, El abrazo de Pierrot; Óleo del pintor español Raimundo de Madrazo, 1841-1920, Preparándose para el baile, siglo XIX; Cuadro del pintor Raimundo Madrazo, Enmascarados, 1900; Cuadro de la pintora española actual Paloma Barreiro, El antifaz; Cuadro de la pintora española actual Luisa Fuster, El antifaz.)