La premura del ser humano por entenderse, y entender su mundo, es tan antigua como éste. Y para hacerlo sólo la imaginación pudo sustituir ya -y sustituye- a una Ciencia pretensiosa, lagunosa. ¿Cómo si no llegar a comprender por qué actuamos como lo hacemos?, ¿por qué las cosas producen otras?, ¿por qué ya la vida es así de escandalosa y de suave, de transformable y desdeñosa? Y fue al principio -otra cosa frágil- de los tiempos, cuando la mitología compuso ya su teorema imaginario. Según cuentan las leyendas, hubo un tiempo en que la divinidad abandonaría por completo al Universo. Entonces todo fluiría al revés, en dirección contraria a la que ellos rigiesen antes. Ahora, la Tierra y su destino -los seres que la engarzan- se dejarían guiar por sus pulsiones más profundas, por sus deseos innatos ya más desordenados. Y es por esto que todo giraría al contrario, en dirección opuesta a la de antes, cuando los dioses tutelaban la vida y la Tierra, y sus destinos se movían hacia adelante.
Así que, al cambiar este sentido, esos tiempos serían ya de duras transformaciones telúricas, provocando el trastorno en sus cortezas y en la vida. Grandes cataclismos, desapariciones de especies, caos evolutivo. Sí, porque todo marcharía hacia atrás, en el otro sentido. Hasta los seres, gracias a ese deseo, totalmente ahora improductivo, rejuvenecían incluso. Sin embargo, al seguir así, terminaría ya ese fluir de llegar hasta la infancia, a la pequeñez total, y, por consiguiente, a su completa desaparición vital. Para ese momento habría que nacer ahora de la Tierra, del profundo interior de sus entrañas. Así nacieron ya otros seres, ahora sin padres ni madres, de la materia más renovada de esos cambios. Y la divinidad volvería, de nuevo, a sosegar estos momentos. Para entonces los vivientes, aquellos que rejuvenecerían destruyéndose, acabarían ya por volver a envejecer en sus designios. Y es así como nació Cécrope, el primer rey que tuvo Atenas.
Este primigenio rey mediaría entonces entre dos poderosos dioses, que tratarían ahora de erigirse, uno solo, en el preferido para el Ática ateniense. Atenea y Poseidón lucharían entre ellos para obtener el favor de los mortales. Poseidón, en un alarde, trató ya de abrir una gran fuente en el Acrópolis. Atenea, tan sólo sembró un pequeño olivo entre sus montes. Esto último resultó más útil a la ciudad, y por ello Cécrope favoreció su culto y su cuidado, dedicándole una estatua a la diosa -desde entonces símbolo de Atenas. Este rey se uniría a la hermosa Agraulo y tendría tres hijas, tan hermosas como inteligentes y caprichosas. Cuenta una interesada -como todas- leyenda que, cuando el dios Hefesto intentó violar a la diosa Atenea, ésta se negó fieramente hasta derramar así la semilla del dios en la tierra ateniense. De ese fruto nacería Erictonio, y Atenea quiso protegerlo para el Ática. Le entregaría el pequeño a las hijas de Cécrope, las agraulidas, para que cuidaran al nacido de los dioses, exigiéndoles que nunca abrieran la cesta donde estaba. Al no poder evitar ya su deseosa curiosidad, acabaron sepultadas para siempre.
En otra versión se cuenta cómo los atenienses se encontrarían en una guerra que lastraba su futuro. Entonces, el oráculo anunció que sólo acabarían los desastres si una de las hijas de Agraulo se sacrificase por todos. Debía arrojarse, la hija llamada igual que su madre, por los escarpados terrenos de la Acrópolis. Y es así como la leyenda se transformó ya en un motivo festivo para las jóvenes áticas, que celebrarían con bailes y cantos -las agraulidas- el recuerdo de aquella valerosa y entregada ateniense. Siglos más tarde -Siglo I, d.C.-, en la época helenística más productora de belleza escultórica de Atenas, se crearía un bajorrelieve mostrando a una joven en un claro gesto de avance, pero, ¿hacia adónde? ¿Era éste el momento, inmediatamente después, de la decisión de la joven Agraulo? ¿O son los bailes representados de aquellas celebraciones atenienses?
Tan sólo se sabe que el relieve acabaría en los estantes del antiguo museo Chiaramonti del Vaticano en Roma. Aquí se mostraría su grácil y clásica silueta inspiradora junto a otros relieves parecidos. Pero sólo este fragmento de la doncella ateniense es tan sublime, tan particularmente creado ya en sus formas, con su alarde de salir hacia adelante, con su drapeado elegante ademán de su vestido. Y los pies, enseñados ahora por el gesto de querer evitar tropezar con sus extremos. Uno, retrasado, elevado entre sus dedos; otro avanzado, decidido para hacer lo que se quiere. Y así se mantuvo, entre despojos arqueológicos de entonces. Así, hasta que un escritor alemán la descubriese, y quisiese que otro, su personaje literario, también la encontrase convencido, totalmente curioso y asombrado. Wilhelm Jensen (1837-1911) escribiría su novela Gradiva en 1903. Con ella pretendió contar una historia fascinante, tanto como las emociones que la propia imagen acabara por subyugarle: una belleza decidida, elegante, misteriosa, erotizante.
La sinopsis de Gradiva compendia un arqueólogo, que descubre el relieve y adquiere una copia, y se la lleva. Luego imagina que la doncella no es romana, que debe ser de otro lugar. Viaja al sur de Italia, a Nápoles, persiguiendo el origen de esa imagen. Cree entender que fue en Pompeya donde acabó su momento fascinante. Sin embargo la persigue, trastornado en su deseo, como si pudiera conseguirla. Siente haberla visto antes, entre ruinas; ahora, en algunas de esas calles de Pompeya. El argumento se imbrica en una joven -la que él cree ver en el relieve-, que reconoce en él ahora a un antiguo amigo de su infancia. Él confundido, ella salvando, y todo en el entorno ruinoso del desastre. Al final, acabará alcanzando aquel amor -acabará curado de su delirio- de sus ensueños en la persona de su amiga rediviva.
Pero sería Freud quien, pocos años después, elaboraría su obra El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen. Aquí volvería sobre sus teorías inconscientes. Asombrado por la historia relatada, comprendió que los ocultos deseos -de arqueólogos, adictos, escritores, y de todos- saldrían a la luz del psicoanálisis -la amiga- que trataría de evitar -curar- el inconsciente maltratado -las ruinas pompeyanas. La analogía, además, entre la arqueología y el psicoanálisis evidenciarían también ya sus propias semejanzas. Sin embargo, no acabarían aquí las tentaciones. Cuando años más tarde, en 1931, se tradujese al francés la obra de Freud, los surrealistas del momento descubrirían así la mayor de las inspiraciones. En 1937 el poeta surrealista André Breton abriría una galería de Arte cerca del Sena, en París, y acabaría llamándola Gradiva en homenaje a tan inspirada inspiración.
Pero sería Dalí, ahora, quien llevaría esa obsesión inspiradora a lo más profuso. Intentaría incluir ya a Gradiva en su obra El hombre invisible de 1929. El desdoblamiento ahora -la doncella obsesionada del relieve y la real mujer que alumbra el inconsciente- lo utilizaría Dalí aquí ya, en esta abrumada creación surrealista. En las dos figuras de la misma mujer de la derecha, atropellada y bendecida a la vez, trataría el artista español de reflejar la contradicción pasional más enfermiza. Luego, en su obra de 1932, Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, aparecerán dos figuras surrealistas -la misma mujer- abrazándose enigmáticas. Una de piedra, otra entelada. Ambas, ¿ahora sollozando?; pero, ambas ya en un desierto de ruinas.
El caso es que los surrealistas hicieron de Gradiva una heroína de su tendencia. El nombre lo tomaría el escritor alemán Jensen del término latino, que significa la que camina. De hecho, en la mitología latina, cuando el dios Marte se dirigía a la guerra, cuando emprendía ahora su avance hacia la guerra, los poetas lo denomirarían como Marte Gradivus. Así, el Surrealismo tomaría este nombre como un talismán casi para expresar todo lo que avanza. Y, por entonces, ¿quién podría ser ya lo que avanza sino la Belleza del mañana..., el Arte avanzado, el surrealista?
(Bajorrelieve de estilo neo-ático, siglo I, d.C, fragmento de las aglauridas, Museo Chiaramonti, Vaticano, Roma; Gradiva, metamorforsis de Gradiva, 1939, del pintor francés surrealista André Masson; Fotografía de 1937 de la Galería de Arte surrealista Gradiva. París, Francia; Óleo Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, 1932, Salvador Dalí, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Cuadro de la pintora española Mercedes García Bravo (1963-2011), Gradiva, la que avanza, 2007, Jaca, Huesca; Obra de Dalí, El hombre invisible, 1929, Museo Reina Sofía, Madrid; Detalle del mismo cuadro, El hombre invisible, 1929, Dalí, Museo Reina Sofía, Madrid; Retrato de Wilhelm Jensen, Lápiz de color y pastel al óleo sobre papel de color, de la autora italiana actual (nacida en Monza en 1973) Siri Pasina, Italia.)