El modernismo hispanoamericano

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Hubo un poeta nicaragüense que en 1888 publicaría un libro con el que trascendería su patria y abriría un panorama inmenso y nuevo a la poesía castellana.

Rubén Darío y su libro Azul, pusieron fecha al origen de un movimiento que ya había tenido notables manifestaciones con la poesía de José Martí, Julián del Casal, ambos cubanos, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera y el colombiano José Asunción Silva.

Un movimiento que se inspiraba en el simbolismo francés, que se nutría tanto en Whitman y Poe como en el Siglo de Oro español y que con ese cosmopolitismo literario de influencias acertadamente seleccionadas renovaría el español como lenguaje literario.

Darío, en carta escrita en 1899, sostiene que el modernismo se inició en América y no en España, por el estrecho contacto espiritual de las naciones americanas con el mundo entero, pero sobre todo porque el entusiasmo de los escritores sudamericanos les permitió salvar "los obstáculos de la tradición, muros de indiferencia y océanos de mediocridad."

Tradicionalmente, la crítica ha señalado a los cuatro importantes poetas antes nombrados como precursores del modernismo. Sin embargo, una crítica menos estructurada hoy día reconoce a estos cuatro poetas como plenamente modernistas. Los cuatro habían muerto hacia 1896, cuando Rubén Darío publica Prosas profanas y llama modernismo a su poesía y a la de los poetas que lo rodean. Pero el crítico y poeta venezolano Rufino Blanco Fombona, en su libro El modernismo y los poetas modernistas, editado en 1929, incluye a estos cuatro poetas en sus ensayos y llega a decir francamente su personal opinión que otros recogen con cierta timidez: es José Asunción Silva (1865-1896) el gran poeta del modernismo, y no Rubén Darío.

Silva no escribía sonetos, sino versos libres, tenía una exacerbada sensibilidad, a veces cubierta de cinismo, que cubría a su vez el desencanto de su vida, y uno de sus poemas puede llamarse un acabado manifiesto de las pretensiones del modernismo que él logró con creces.

"Bordé las frases de oro, les di música extraña
Como de mandolinas que un laúd acompaña

Dejé en una luz vaga las ondas lejanías
Llenas de nieblas húmedas y de melancolías

Y por el fondo oscuro, como en mundana fiesta
Cruzan ágiles máscaras al compás de la orquesta,

Envueltas en palabras que ocultan como un velo
Y con caretas negras de raso y terciopelo,

Cruzar hice en el fondo las vagas sugestiones
De sentimientos místicos y humanas tentaciones

Complacido en mis versos, con orgullo de artista,
Les di olor de heliotropos y color de amatista

Le mostré mi poema a un crítico estupendo...
Lo leyó seis veces y me dijo... ¡No entiendo!"

Tuvo muchos discípulos, como su compatriota Guillermo Valencia (1872-1943), y su estilo heredado de Silva lo vemos en el poema llamado "Leyendo a Silva".

"Vestía traje suelto de recamado viso
en voluptuosos pliegues de un color indeciso

Y en el diván tendida, de rojo terciopelo,
Sus manos como vivas parásitas de hielo

Sostenían un libro de corte fino y largo
Un libro de poemas delicioso y amargo"

El crítico Arturo Ríoseco llamó a los modernistas los poetas de la evasión en la fantasía. Busca pruebas y señala que los modelos japoneses atrajeron a Casal, Nájera siguió a Bécquer y a Theophile Gautier, Silva gustaba de los esquemas musicales de Poe, los mitos nórdicos atraían al boliviano Jaime Freire, y el mexicano Amado Nervo halló su filosofía en el budismo. Sin embargo, no es privativo del modernismo algo que no debe llamarse evasión, sino recurso: poetas de todas las épocas se inspiraron en mitos remotos, religiones muertas o fueron panteístas profesionales, también eligieron personajes legendarios para crear sus romances. Y así y todo, en sus poemas no hablan más que de sí mismos.

Leamos a Darío hablar de su propia obra:

"Al escribir Cantos de vida y esperanza yo había explorado no solamente el campo de poéticas extranjeras, sino también los cancioneros antiguos, la obra ya completa, ya fragmentaria de los primitivos de la poesía española. A todo esto agregado un espíritu de modernidad con el cual me compenetraba en mis incursiones poliglóticas y cosmopolitas".

Rubén Darío nació en Nicaragua en 1867 y ya a los 20 años escribiría los versos de su libro Azul. Azul provocó la reacción en Buenos Aires del poeta y crítico francés Paul Groussac, el mismo al que había ofendido la propuesta de Sarmiento para traducir a José Martí al francés. Dice de Darío: "Ese joven poeta centroamericano que llegó a Buenos Aires trayéndonos, vía Panamá, la buena nueva del decadentismo francés", "dado el resultado mediocre del decadentismo francés, es permitido preguntarse, ¿qué podrá valer su brusca inoculación a la literatura española, que no ha sufrido las diez evoluciones anteriores de la francesa y vive todavía poco menos que de imitaciones y reflejos?".

El tiempo (no demasiado) y los lectores responderían a Groussac, entretanto, Darío publicaría Prosas profanas en 1896, un libro que influyó poderosamente a la juventud de su época. "No sólo de las rosas de París extraería esencias, sino de todos los jardines del mundo", dice Darío. Luego, Cantos de vida y esperanza. En poemas como "A Goya", Darío redescubre España. "Español de América y americano de España, canté, eligiendo como instrumento el hexámetro griego y latino, mi confianza y mi fe en el renacimiento de la vieja Hispania". Bellísima es la "Letanía a nuestro señor Don Quijote":

"Rey de los hidalgos, señor de los tristes,
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión;
que nadie ha podido vencer todavía
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón."

Rubén Darío murió en Nicaragua en 1916.

El mexicano Amado Nervo (1870-1919) experimentó con la carne y con el misticismo, y al fin de su vida se halló en un camino sereno y melancólico, habiendo hallado los principios del budismo. Ese camino interior se puede recorrer en su obra, en la que es un consumado artífice, como todo modernista, de metros libres y musicalidad.

"Hay quien arroja piedras a mi techo, y después
hurta hipócritamente las manos presurosas
que me dañaron...

Yo no tengo piedras, pues
Sólo hay en mi huerto rosales de olorosas
Rosas frescas, y tal mi idiosincrasia es,
Que aún escondo las manos tras de tirar las rosas"

En la Argentina, la mayor expresión del modernismo es la obra de Leopoldo Lugones (1874-1938), que tuvo diversas fases creativas. Las montañas de oro, en verso libre, fue llamado por Nervo "una valiente y bella audacia". Acogido por sus colegas modernistas, Lugones fue atacado rudamente por los críticos, pero elogiado por Nervo y por Darío no se inmutó y prosiguió incorporando formas de expresión a la poesía, en la que no falta el realismo de poemas como "El solterón".

"Tendido en postura inerte
masca su pipa de boj
y en aquella calma advierte
¡qué cercana está la muerte
del silencio del reloj!"

En Los crepúsculos del jardín aplica con cierta ironía todos los recursos parnasianos. Lunario sentimental es "un libro entero dedicado a la Luna, especie de venganza con que sueño casi desde la niñez, siempre que me veo acometido por la vida".

Se dedicó a la prosa con ímpetu de poeta, y así como poeta inventaba metros, en prosa llegó a inventar palabras, escribió La guerra gaucha, los relatos fantásticos de Las fuerzas extrañas, los estudios literarios homéricos de El ejército de la Ilíada, los Cuentos fatales, y El payador, mezcla de estudio sociológico y análisis crítico del Martín Fierro, que habría de leer seguramente Ezequiel Martínez Estrada.

En Uruguay, Delmira Agustini (1890-1914) inspiraba estas palabras a Rubén Darío: "De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso, ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón en flor. Es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación divina."

La comparación con Santa Teresa condujo a que ciertos críticos, en su afán de querer redimir ante la sociedad a la mujer que escribió los poemas más claramente eróticos entre sus contemporáneos, quisieran ver en la irónica alegoría de sus versos a una mística. Lo cierto es que Delmira Agustini, modernista por la musicalidad de sus versos, fue devota, sí, pero de Eros. Y lo atestigua la siguiente cita:

"Eros, yo quiero guiarte, padre ciego
pido a tus manos todopoderosas
¡su cuerpo derramado en fuego
sobre mi cuerpo desmayado en rosas!

...Así tendida, soy un surco ardiente
donde puede nutrirse la simiente
de otra Estirpe sublimemente loca!"

Delmira Agustini murió muy joven, asesinada por su marido. Tras su femicidio críticos y poetas se empeñaron en proteger la imagen de Delmira, muerta y envuelta en un escándalo. Hoy día, pública su correspondencia y su relación con Manuel Ugarte y Rubén Darío, aún cuesta aceptar que lo excepcional de Delmira es su íntima libertad, que es más grande que su pasión, puesto que le permitió darla a la luz en vida y en poemas. Sus alegorías, de fácil interpretación, demuestran, además de su talento para tejerlas, que sólo se preocupaba por la opresión familiar, pero desafiaba la de la sociedad. La obra de Delmira Agustini está resurgiendo porque hoy ya nadie le puede discutir su supremacía en la poesía hispanoamericana.

El gran prosista del modernismo fue el ensayista uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917). El contenido de sus ensayos dotó de filosofía al americanismo, Ariel, su obra más importante, analiza la democracia latinoamericana en busca de las posibles fallas de su evolución. La mediocridad y el materialismo, dice Rodó, harían con esta el papel de Caliban. Y añade una predicción jamás cumplida de que estas democracias harían una suerte de selección artificial en la que prevalecerían el talento y las altas dotes éticas.

Rodó, modernista, presentó una filosofía de la que se nutriría toda una generación de intelectuales y cuya estela se sigue en el argentino José Ingenieros y su El hombre mediocre, pero ya sin afán profético, sino sentenciador.

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