El momento anterior a la tragedia, el instante creador de mil acciones, o la belleza de lo incierto.

Por Artepoesia

La literatura clásica fue un motivo ya de inspiración para los pintores de todas las épocas. De hecho, la poesía, como mayor representación excelsa de aquélla, sería comparada con la pintura -como la poesía, así la pintura- aunque, luego, acabaría ya siendo más un alarde de interpretación acomodaticia de ésta que otra cosa. Pero, entonces, ¿cómo era posible compendiar en el encuadre limitado de un espacio la narración poética de los diversos momentos instilados en un tiempo? Porque el pintor o el escultor encerrarán su creación en un instante único, arriesgándose a elegir el momento más idóneo; el más abierto también, el más inspirado, para que la imaginación de los otros pueda así hacer ya el resto. La cuestión -además de la propia creación compositiva- era ¿cuál elegir? En la tragedia, por ejemplo -la temática más abundante clásica-, los pintores no debían mostrar nunca el mayor instante de dolor o de la extrema pasión. Y no debían hacerlo porque en ese instante, entonces, acabaría con él cualquier posible deducción. Ya no se podría ir, imaginativamente, más allá. Estaría fijado para siempre el sombrío momento elaborado, haciendo de éste, con el tiempo, más una pantomima de su pasión que otra cosa. Perdería, el alarde representado, ya su fuerza con las veces de mirarlo. Porque no sería más que un instante sin avance, una esencia definida, solo ahora una realidad finalizada, sin pensamiento, sin ofrecer al que lo mira la oportunidad, aún, de poder decidir con ella así otra cosa.
Medea fue ya la tragedia griega más desoladora, la más dura, la más dramática y desesperadamente cruel. En ella, una madre acabaría con la vida de sus hijos en un paroxismo de pasión, venganza, celos y sufrimiento inevitable. Contará la leyenda, antes que el poeta lo narrara, cómo Jasón -el héroe de los Argonautas- llegaría a su destino, la Cólquide, el reino no griego de Eetes. Allí, su hija Medea acabaría arrebatadamente apasionada por Jasón. No podrá ya apartar su mirada de él. La locura de amor se reflejará pronto en su delirio. Ante las dificultades del héroe para conseguir el Vellocino, Medea le ayudará siempre, salvándole incluso de la muerte. Así conseguirá Jasón su objetivo para, pronto, acabar ya por marcharse. Y ella también lo hará, a pesar del rechazo de su familia. Acabará matando a su propio hermano, Apsirto, que trataría de evitar su huida, y subirá a bordo del Argo para cruzar con su amado el Helesponto.
Pero se detuvieron antes en el istmo griego de Corinto, y su rey Creonte lo recibiría agradecido, ofreciéndole incluso al héroe la mano de su hija, una hermosa y prometedora griega. Así que Medea quedaría ya como consorte, a pesar de haber engendrado ya dos hijos. Y aun así, la nueva esposa trataría de desterrarla sin sus hijos. Y aquí surgirá el conflicto, el pavor, el dolor, el estruendo de lo peor, esa llama que poco a poco empezará a arder, y no podrá ya controlarse. En el siglo IV, a.C. -cien años después de que Eurípides crease su tragedia Medea- el pintor griego Timómaco de Bizancio compuso ya una escena con la figura de la trágica celosa. Pero, ahora, debía reflejar en su obra la expresión más elocuente, la que más belleza consiguiera ya sólo en una escena. Y este creador de la Antigüedad griega no elegiría el degollamiento de los niños, ni el sangrante instante de su espada, para nada en absoluto. Para él, la eximia hermosura de un retrato debía cumplir con el sagrado momento de lo eterno, y eligió así la indecisión, la duda interior, o la lucha ahora entre la pasión y su sentido. 
El gran poeta y escritor Eurípides, en su famosa tragedia griega, relataría así ese momento:  ¿Por qué me volvéis, mis hijos, la mirada hacia mí, dedicándome esa última sonrisa? ¡Oh, no, no, alma mía, no lo hagas; infeliz, no cometas tal crimen! ¡Déjales, a tus hijos perdona! Pero, no, yo no voy a dejar a mis hijos a que sean ultrajados. Comprendo que crimen tan grande voy a osar, pero en mis decisiones impera la pasión, que es la mayor culpable de los males humanos. Y es en ese preciso momento cuando el pintor clásico compondrá su escena pictórica. Siglos después, la escuela romana de Pompeya elaboraría un fresco para la casa de los Dioscuros donde, también, plasmarían ya ese mismo instante clásico. Medea estará de pie, a la derecha, mientras sus hijos juegan al cuidado de su preceptor. Aquí aparecerá ahora una serena Medea con el silencio atronador más espantoso, con ese con el que antecederá al momento de la decisión de su crimen. Pero, sin embargo, nada hará presagiar aún que algo terrible se vaya a cometer, ni que se cometa.
No será así como el gran pintor Delacroix expondrá luego, con su Romanticismo más apasionado, el momento por él elegido ahora para retratar el drama clásico. En su Medea furiosa de 1838, el extraordinario creador francés avanzará más allá de una simple diatriba psicológica. Aquí describirá el instante donde tomará a sus hijos una Medea decidida, y les arrancará incluso sus vestidos en el esfuerzo de asirlos ahora ante el arma que acabará con sus vidas sin remedio. La diferencia aquí será el gesto, allí -en el clásico-, sin embargo, la mirada; en el Romanticismo lo primero primará sobre lo segundo, que será lo que Timómaco y el fresco pompeyano señalarán entonces como virtuosa forma manifiesta. En uno la ira vengadora, en otro la meditación reflexiva, en uno el hecho inminente, en el otro el instante anterior a todo eso. Pero, además, en la obra clásica se reflejará ya todo el drama, toda la narración trágica griega estará concentrada en un momento, un instante que no mostrará aún nada, que dejará incluso, a los que lo vemos, la ocasión de que nos enseñe que aún hay tiempo, que lo habrá, que todavía todo puede ser distinto, de pensar y decidir ya así otra cosa.
(Óleo de Eugène Delacroix, Medea furiosa, 1838, Palacio Bellas Artes de Lille, Francia; Boceto para su obra Medea y Jasón, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, 1906; Fresco pompeyano, casa de los Dioscuros, Medea debate asesinar a sus hijos, basado en una obra anterior clásica griega, siglo I, d.C., Museo Arqueológico de Nápoles;  Obra Galería de pinturas romana, 1866, del pintor Alma-Tadema, en esta obra se observarán obras clásicas antiguas, como la Medea pintada por Timómaco en el siglo IV, a.C.; Fragmento del mismo cuadro anterior, donde se apreciará ampliada la obra de Timómaco de Bizancio, una Medea que con su mirada conseguirá recrear así la obra más conseguida con la sensación de belleza que buscarían ya los clásicos, -según dicen, Julio César la llegaría a comprar por ocho talentos para el templo de Venus en Roma.)