El movimiento asambleario

Por Peterpank @castguer
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Puesto porJCP on Feb 24, 2014 in Autores

El movimiento de las asambleas obreras que removió España desde 1976 a 1978 no fue más que la aparición independiente del proletariado, y como consecuencia, la confirmación de la existencia de la lucha de clases en un país donde, tanto la dictadura como las políticas de recambio, durante cuarenta años, habían luchado conjuntamente por disimularla.

Es la respuesta espontánea del proletariado español al agotamiento político del franquismo, superpuesto a la crisis general de la economía que recorría por entonces el mundo capitalista, en el momento en que aquél intentaba una adaptación controlada de sus instituciones a formas seudodemocráticas, y este, una modernización de la economía espectacular de mercado que disolviera sin traumas al segundo asalto proletario contra la sociedad de clases. Pero ello no significó un simple rechazo de un régimen político retrógrado, a saber, el franquismo, y mucho menos, una adhesión a cualquier opción antifranquista de relevo. El movimiento de las asambleas fue una sublevación contra toda forma de explotación que desbordó el estrecho marco político burgués donde se le pretendió encajonar y desenmascaró a la oposición antifranquista cuando ésta se disponía a negociar unas formas de esclavitud social más europeas, es decir, más estandard, a cambio del acceso a su gestión.

Como constante exigencia de la democracia directa en la lucha, es el retorno de la organización de clase del proletariado, de la conciencia de clase, que recuerda en no pocos aspectos la tradición anarquista del viejo proletariado español, como en el de la negación de la idea de las vanguardias dirigentes, de la política, del reformismo sindical, en fín, de toda representación exterior a la clase, y en el de la utilización de la solidaridad, de la autodefensa, del diálogo directo y de la huelga general en tanto que métodos de lucha específicos.

Y si bien el movimiento libertario poseía el proyecto emancipador y una experiencia orgánica de la que carecía el proletariado asambleario, en cambio este era menos retórico, más numeroso, englobando a sectores no industriales, menos antiintelectualista y más exigente con sus representantes.

Con un punto de partida más osado, hubiera llegado más lejos. El movimiento asambleario es la prolongación del movimiento obrero en el tardofranquismo y sucede en el tiempo al movimiento del proletariado portugués, manifestando un mayor contenido revolucionario: al revés de Portugal, donde el proletariado avanzaba sin enemigos delante, aquí las asambleas obreras tuvieron desde el principio a todos sus enemigos delante, formando una contrarrevolución compacta, y debieron de avanzar contra todo y contra todos, incluido contra sus propias carencias, que tan cruelmente hicieron sentir sus efectos desde el momento en que perdió fuerza y empuje. El movimiento tardó en ser derrotado, e incluso continuó siendo peligroso después de haber desaparecido; no sólo porque la idea de las asambleas no fue nunca extirpada del todo, sino porque la democracia española fue edificada contra el movimiento asambleario obrero, y al extinguirse, todas las fuerzas políticas existentes que cobraban influencia precisamente luchando contra él —en primer lugar los estalinistas, boicoteadores sistemáticos de la organización independiente de las masas, y después el conglomerado de franquistas reformados, disidentes y jesuítas, capitaneado por Suárez, en tanto que partido director de la ‘transición’— perdieron solvencia y entraron en un proceso de descomposición funesto para la misma transición, que se resolvió en un golpe de Estado. Así se dio la paradoja de que, para el PCE, la UCD y los sindicatos, las asambleas obreras fueron peores disueltas que presentes. Porque eran la causa de su importancia y de su necesidad, y, una vez desaparecida la causa, aquellos no tenían razón de existir. Acabar con las asambleas obreras no significaba más que entregar pacíficamente el país a las clases dominantes y a sus proyectos políticos más convenientes.

En España, lo mismo que en Polonia, los proletarios lograron imponer sus medios de comunicación y de  organización sin ser inmediatamente aislados y aniquilados, pero en Polonia la lucha pudo darse objetivos generales unificadores, y traducirse en planteamientos radicales cotidianos, y en España, las formulaciones asamblearias radicales fueron muy pocas, ciñéndose el movimiento generalmente a la solidaridad y a reivindicaciones laborales. Pero este no contaba con las simpatías ni con la neutralidad de esas clases medias secundarias que el capitalismo va creando a medida que transforma el trabajo social, por ejemplo, los cuadros post-universitarios, principal área de reclutamiento de personal dirigente, ni con los intelectuales, ni con la burocracia sindicalista, aunque solamente fuese en versión izquierdista, ni con los empleados de los medios de comunicación.

En España, un país de capitalismo débil, incapaz de grandes iniciativas, y mucho más incapaz de mantener a su alrededor un enjambre no directamente rentable de cuadros, periodistas, burócratas e intelectuales, el Estado suple a la empresa en cuantas tareas son de interés general para la clase dominante. El único medio de existencia y desarrollo de todo ese personal subalterno es el aparato administrativo, político y cultural del Estado; por lo tanto, los fines del Estado son sus propios fines. Y precisamente cuando el Estado se disponía a renovarse y ofrecer empleos a discreción, surgió un movimiento asambleario, antipolítico y antijerárquico, visiblemente enemigo del Estado. Así pues, el proletariado, apenas entrado en combate, no sólo tuvo que enfrentarse al dinero y al poder, sino a los políticos e ideólogos de todo pelo, a todos los arribistas, a los sindicatos, a la prensa, a la cultura, al folklore, incluso. En Polonia no se produjo esa simbiosis de todas las clases y capas no proletarias en torno al Estado; el movimiento fue favorecido por una complicidad generalizada de todas las capas sociales. En España el movimiento fue obstaculizado paso a paso por una complicidad generalizada de todas las capas sociales contra él. La situación produjo las asambleas. La dictadura, ya institucionalmente residual, su equipo dirigente dividido, sin el incondicional apoyo de los sectores de poder que la justificaba históricamente, había perdido el dominio sobre la sociedad española, sin que nadie lo hubiese ganado en su lugar. La mayoría de los franquistas se daban cuenta de que una vez muerto Franco, su régimen había dejado de existir, de que el Estado era un cascarón vacío, aislado y desarbolado, y de que había de ser apuntalado con una reforma democrática.

Pero el viejo franquismo, al intentar modernizarse, se dio cuenta de que era incapaz de imponer sus propios cambios, y ni siquiera de dirigir el país hacia ellos. En 1976, el franquismo ‘democrático’ no tenía sentido. La reforma, no negociada ni con la oposición ni con las familias franquistas recalcitrantes, tuvo la virtud de disgustar a todo el mundo, polarizando las posturas. Los franquistas reformistas, obligados por credibilidad a la tolerancia, pretendieron debutar con una congelación salarial, en el preciso momento en que se negociaban multitud de convenios y en que los precios se disparaban. El repentino agravamiento de las condiciones económicas de la ‘fuerza productiva máxima’ fue la gota que colmó el vaso de la crisis social incubada en los últimos años, y la tolerancia que el régimen de ‘dictablanda’ se veía forzado a ofrecer fue la brecha por donde se coló el movimiento.

Las huelgas comenzaron en enero en Madrid y se extendieron al poco por todo el país, sorprendiendo a todos por su combatividad y magnitud, y sobre todo por la generalización de las asambleas obreras, decididas y conscientes, órganos de discusión colectiva y de toma de decisiones, que evidenciaba la voluntad de los trabajadores de manejar sus asuntos por sí mismos, y de no dejarse manejar por otros.

Las asambleas eligieron delegados, extendieron las huelgas por doquier, muchas veces por simple solidaridad de clase, y salieron a la calle, haciendo saltar por los aires la legislación vigente, la estructura sindical oficial que los estalinistas esperaban coger ‘con los ascensores en marcha’ y los planes conjuntos del gobierno, de los banqueros y de la oposición, en los cuales no figuraba el proletariado sino como vulgar mobiliario de sus transacciones. Su entrada en acción había alterado cualitativamente la situación, poniendo de manifiesto el antagonismo existente entre clases. Las asambleas, organismos de defensa del interés cotidiano, nacidas para discutir los problemas laborales y nombrar a los encargados de negociar con el empresario, se convertían en todo un poder, independiente, con una enorme fuerza, cargado de posibilidades de las que muchos obreros empezaban a ser conscientes. En Vitoria, durante febrero y marzo de 1976, el movimiento asambleario alcanzó su punto culminante. Si las huelgas madrileñas habían descubierto el poco alcance de la apertura gubernamental y habían convencido a los empresarios de la necesidad de una central sindical fuerte que controlara a los trabajadores, la huelga general de Vitoria torpedeó definitivamente cualquier reforma continuista y cualquier proyecto de renovación, aunque fuese el de las mismas CCOO, de la Central Nacional Sindicalista, desenmascarando el pacto cantado del franquismo postrero con la oposición. La huelga de Vitoria no solamente se servía de la asamblea como arma fundamental —’las armas no son más que la naturaleza de los combatientes’— sino que había conseguido imponer las comisiones representativas de delegados, elegidos y revocables, forzando al mismo tiempo la dimisión del sindicalismo oficial y del oficioso. Los trabajadores ocupaban la calle y las asambleas se introducían en todas las manifestaciones de la vida de la población. El movimiento dejaba su carácter espontáneo para coordinarse y defenderse.

Todos los enemigos del proletariado comprobaban estos rasgos revolucionarios tremendamente contagiosos, que podían multiplicarse y desembocar en una verdadera revolución si las condiciones seguían favoreciéndolos. Pero la tolerancia se acabó y los obreros de Vitoria fueron ametrallados.

Oposición y gobierno consiguieron que la revuelta provocada por los disparos de la policía fuera circunscrita al País Vasco y que la solidaridad de los obreros del resto del Estado fuera dispersa y duramente reprimida.

En Vitoria termina la primera etapa del movimiento de las asambleas con importantes resultados: el fracaso de la reforma franquista y la asunción por parte del poder, de la inevitabilidad de los partidos y sindicatos, a los que se tendrá que legalizar, ya que son los únicos amortiguadores válidos del momento; la unificación de la oposición estalinista y socialista en una plataforma común, la Coordinación Democrática, que habrá de negociar la reforma política y el pacto social —a ‘ruptura pactada’— con un gobierno que convoque elecciones. El poder estaba asustado, por lo que los trabajadores habían de considerar el fin de la tolerancia, habían de coordinarse dotándose de una organización autónoma sólida que superase las dificultades propias de los comienzos y se enfrentase con éxito a sus enemigos coaligados.

Debían de encontrar la manera de reunir todos los problemas en uno solo, el cual exigiese ser inmediatamente resuelto, o dicho de otro modo, debían de unificar sus reivindicaciones en un proyecto revolucionario coherente.

Algunas de las tareas necesarias eran vivamente sentidas, como la de la autoorganización, y en muchas fábricas los obreros se organizaron al margen de los sindicatos, pero la coordinación nunca superó el área local de modo duradero.

Solamente unos pocos ramos se coordinaban provincialmente, sin que se pudiese impedir que muchas asambleas manipuladas por izquierdistas votasen por la constitución de sindicatos unitarios y muchas coordinadoras de delegados se transformasen en embriones de sindicatos. Sólo en Vizcaya pudo crearse una Coordinadora Unitaria de Asambleas de Fábrica, responsable de grandes movilizaciones. Las huelgas continuaron pero ya no se extendían con tanta facilidad como antes porque enfrente tenían a la C.O.S., una asociación de circunstancias de las principales centrales, ocurrida en septiembre de 1976, para obtener un clima de paz social que favoreciese las conversaciones entre la oposición y el gobierno de Suárez. En cambio, eran huelgas más asamblearias y más antisindicales, por razones evidentes, y también más duras, porque tienen que hacer frente a las fuerzas represivas.

Seguros de la oposición, los patronos intentaron recuperar el terreno perdido en las huelgas anteriores, con ayuda del gobierno, que autorizaba la congelación salarial y los despidos pasados. La represión causó nuevas muertes e hizo reaccionar de inmediato a los obreros, desencadenándose un otoño caliente. Esta segunda etapa del movimiento de las asambleas termina con la jornada del 12 de noviembre, tras la cual, el punto de equilibrio de los proletarios asambleístas y burócratas sindicales se desplaza en favor de los últimos, y el movimiento entra en una fase de aislamiento y dispersión.

La alianza entre sectores liberales de la burguesía, socialistas y estalinistas no tenía otra razón de ser que la necesidad de una evolución política pacífica del régimen franquista, y no buscaba otra cosa que el diálogo con él. Su estrategia se basaba en reforzar esa evolución, y lograr acuerdos del tipo que fuesen. Todo lo que alteraba ese proceso, como por ejemplo, la lucha de clases, estorbaba los planes de la oposición, porque asustaba a los franquistas y ahuyentaba a los representantes burgueses. El proletariado tenía que limitarse a jugar un papel auxiliar, de eco de las consignas del cónclave estalino-burgués y desfilar dócilmente tras sus autonominados dirigentes. Entonces, la clase obrera tenía que sacar las obligadas conclusiones y tratar a la burocracia políticosindical sin contemplaciones, como enemigos de la misma clase que el franquismo. Los obreros constituían un poder al que todo le era hostil, y ante las perspectivas de la situación, o afirmaba su autonomía o cedía a la usurpación: ‘o asambleas o sindicatos’.

Así lo plantearon los más radicales. El problema de la revolución española —y de todas las revoluciones modernas— reside en la raíz misma de esta controversia: reconocer o no reconocer el papel independiente del proletariado, y actuar en consecuencia.

Lo que nunca debieron hacer los proletarios fue llegar a la transacción del 12 de noviembre, cuando, a cambio de calmar su entusiasmo combativo con una masiva demostración antifranquista, cedieron la dirección del movimiento, y la jornada se convirtió en un ensayo de disciplina sindical coronado con éxito. Todas las huelgas que sucedieron después tuvieron a la policía delante y a los sindicatos a la espalda.

Las huelgas de la tercera etapa asamblearia, que alcanza hasta la legalización de los sindicatos el 28 de abril de 1977, transcurrirán aisladas en un ambiente de pacto secreto consolidado entre los empresarios y los sindicatos, entre la oposición y el gobierno, habiendo perdido los trabajadores la iniciativa. Fueron luchas largas, totalmente apartadas de los sindicatos, que terminan en derrotas. Sin embargo fueron huelgas ejemplares, todas ellas capaces de invertir la correlación de fuerzas durante un cierto tiempo y de relanzar el movimiento si se hubiera generalizado. Pero esto ya era muy difícil, y las pocas iniciativas que van en este sentido, como el aniversario de los hechos de Vitoria y la celebración del Primero de Mayo, fracasan. El régimen postfranquista abría las puertas de la administración y la política a los partidos y a las clases medias, gente que por primera vez es consciente de sus intereses de clase específicos, que no pasan en absoluto por la revuelta obrera. El PCE representaba en esos momentos los intereses de tales clases, herederas del papel histórico jugado otrora por la pequeña burguesía; había conseguido la adhesión de los sectores obreros más retrasados políticamente, y había desarmado ideológicamente a los más radicales, convirtiéndose a principios de 1977, en la vanguardia del partido del orden. Como jefe de ese partido, su secretario Carrillo sería presentado por Fraga en el Club Siglo XXI, ante las élites capitalistas nacionales. La presencia del PCE y de los sindicatos, favorecida desde el poder, se doblaba con la progresiva divergencia entre los intereses cotidianos de los obreros y los verdaderos intereses de clase, ocasionando que el proletariado no se enfrentase con unanimidad contra la clase dominante y que, en virtud del impacto de la crisis económica desviada hacia los trabajadores, la solidaridad languideciese y se oscureciese la conciencia de clase. Entonces bastó que el franquismo residual contraatacase fomentando reacciones antirreformistas entre los militares y recurriendo a la estrategia de la tensión, como los fascistas italianos, para que la oposición se lanzase en brazos del gobierno franquista renovador, desorientando y desmoralizando al proletariado. Esa unión sagrada fue remachada tras las elecciones del 15-J con un calamitoso pacto social.

El Pacto de la Moncloa, en septiembre de 1977, fue un frente común de todos los partidos con el gobierno, en contra de una posible ofensiva proletaria que el empeoramiento de las condiciones económicas hacía temer. Por primera vez, los sindicatos son reconocidos públicamente en calidad de esquiroles y rompehuelgas, como responsables de la domesticación de la clase obrera y de su sometimiento a las leyes ‘naturales’ de la producción que sellan el dominio del capital sobre el trabajo. Hasta entonces, sus victorias sobre las asambleas habían sido efímeras, porque no se acompañaban de mejoras materiales que les prestigiasen; lo contrario era más cierto: cada intervención sindical había sido nefasta para el nivel de vida de los obreros, y por tanto, todos sus pasteleos pendían siempre del hilo de una no deseada reactivación del movimiento asambleario. El movimiento había sido preservado en el País Vasco, donde se le habían añadido los abertzales. Entre julio y septiembre, los obreros del calzado de la provincia de Alicante dieron el mayor ejemplo de organización asamblearia conocido. Con el Pacto de la Moncloa se daba la paradoja de que a pesar de haber sido derrotado el movimiento asambleario, los sindicatos y partidos no sacaban todo el provecho que querían y, cuando trataban de hacerlo, antes perdían que ganaban. Todas las huelgas importantes que ocurrieron a partir de entonces, eran, de un modo u otro, huelgas contra el pacto.

Durante el mes de octubre de 1977, en Cádiz, la Coordinadora de trabajadores llegó a tomar la ciudad, como en Vitoria, y en noviembre se celebraron grandes manifestaciones contra el pacto en grandes ciudades, culminando el movimiento un mes más tarde con las huelgas generales de Vizcaya y Tenerife. Muchos empresarios tuvieron que olvidarse de los sindicalistas y aceptar a delegados elegidos en las asambleas. Pero esta cuarta etapa del movimiento asambleario contradictoriamente no termina con un relanzamiento de la democracia directa en las fábricas y en la calle, sino con su casi desaparición, observable a partir del 16 de enero de 1978, fecha del inicio de las elecciones sindicales. Entonces irán terminando el diálogo en la base y la representación directa. No se podrá hablar ya de asambleísmo sino como una tendencia cada vez más minoritaria entre los obreros, como un conjunto de prácticas cada vez más residual y criminalizado por sus enemigos. En adelante, la clase obrera pintará muy poco en los acontecimientos.

Las asambleas obreras hicieron retroceder a sus enemigos varias veces, pero no ocuparon el terreno que aquéllos cedían. El movimiento, falto de cohesión, se fue agotando, sin objetivos generales, sin poder dar golpes decisivos. La ausencia de una corriente revolucionaria definida constituida por asambleístas, contribuyó más todavía a que la confusión se instalase. El movimiento de las asambleas había llegado lo bastante lejos como para necesitar comprender sus obras y las consecuencias de sus obras. Para avanzar después de haber librado batalla, había de protegerse contra la recuperación, progresando en la organización y en la definición de tareas. Cuando se presenta la oportunidad de pasar a una fase superior de la lucha contra el Capital y el Estado, el instinto de clase no es suficiente: la conciencia de clase es el factor decisivo. El conocimiento del conjunto de las condiciones de lucha, la comprensión clara de la realidad, el juicio exacto del orden social capitalista.

El proletariado combate a la sociedad de clases obligándola a enfrentarse a un conocimiento de sí misma. En paralelo con la lucha económica se desarrolla una lucha por la conciencia, por el conocimiento de la sociedad. Porque el conocimiento social histórico, la toma de conciencia social, significa también la posibilidad del dominio de la sociedad, la propia emancipación social, si el proletariado sale triunfante en esa lucha.

Ambas luchas se hallan imbrincadas, y cada una es real sólo si va acompañada de la otra. La única condición para que esto se cumpla es la acción autónoma del proletariado. Si el proletariado no consigue independizarse de representaciones exteriores a él, su proceso emancipador se detiene y acaba. Esa es la principal enseñanza del movimiento de las asambleas.

Miguel Amorós