El mundo es un pañuelo

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
Tenía unos nueve años y cruzaba junto a mi madre una céntrica calle de Barcelona.

En mitad de ella, cruzándola en dirección opuesta, una mujer reconoció de lejos a mi madre.

Se saludaron. Ambas parecían sorprendidas y yo no entendía por qué, pero algo de la conversación me lo explicó: hacía diez años que no se veían; las dos habían vivido en Mallorca desde pequeñas y lo seguían haciendo, pero después de diez años sin contacto, viviendo a tan poca distancia, venían a encontrarse sobre un paso de peatones de una ciudad en la que las dos se hallaban de paso. " El mundo es un pañuelo " me dijo mi madre después de que se despidieran.

Antonio Machado solía insistir sobre el hecho de que los proverbios, refranes y frases hechas apenas eran objeto de estudio. Son ideas condensadas por el pueblo a través de los siglos, pero nuestra familiaridad con ellas nos hace perderles el respeto. Antonio Machado había heredado la preocupación por el folclore por medio de su padre, Antonio Machado Álvarez, hoy sumido en uno de los pocos olvidos que cualquier hombre firmaría: el olvido resultante de ser eclipsado por el talento de los hijos. Llevado por el consejo de Antonio Machado quise fijarme un poco más en esa expresión que con tanta naturalidad asociaba elementos tan dispares. El resultado fue cuanto menos desconcertante, pero analicemos antes el problema. No sólo había que analizar la expresión en sí, pues su analogía estaba abierta a tantas interpretaciones que confundiría antes que esclarecer su sentido. Había que ubicarla en su contexto e intentar a partir de ahí sacar conclusiones, no tanto por lo que decía sino por lo que quería decir. Dos tipos de contexto aparecían entonces: el histórico y, dentro de él, el circunstancial. Este último, el circunstancial, era fácilmente señalable. La expresión suele darse en el contexto de dos personas que, tras tiempo sin verse, se encuentran en un lugar lejano sin organización previa del encuentro. Si las dos personas se hallan de paso por el lugar, y éste además es grande como para dar mayor lugar al asombro tras un encuentro casual, la expresión parece inevitable. Pero este contexto circunstancial está supeditado al histórico, y este otro ha muerto conllevando la desaparición de la circunstancia propicia y de la expresión.

Es fácil perder una expresión. Ocupa menos espacio que unas llaves, y ya sabemos la propensión que tenemos a perderlas. Nadie va a decirle a otro: "Hace tiempo que no veo a Pablo. Y tampoco veo desde hace tiempo a la expresión "el mundo es un pañuelo"". No va a hacerse oficial su muerte ni llevarse a cabo una ceremonia agradeciéndole los servicios prestados. Es algo extraño. Es todo lo contrario a la tumba del soldado desconocido, porque es un viejo conocido que nunca tendrá tumba.

Era imposible que aguntara un díá más en el mundo hostil que le habíamos preparado. Hoy en día, cuando la comunicación y por tanto la ubicación de cualquier persona está ―nunca mejor dicho― al alcance de la mano, ha acabado por ser inútil decirle a otra persona que el mundo es un pañuelo. Justo ahora que hemos llevado a cabo la proeza de hacer más pequeño el mundo sin cambiarlo de tamaño, la expresión desaparece. Pero entonces, ¿se dan cuenta? La expresión nunca quiso decir lo que imaginábamos. No quería decir que el mundo era pequeño, sino que era inmenso. Por eso en cuanto dejó de ser inmenso la expresión perdió su razón de ser. No es que no la utilizemos ya porque el significado que le atribuíamos es ahora una obviedad, pues no somos tan poco dados a decir obviedades. Es porque su significado siempre fue otro. Y yo que siempre había pensado que era lo mismo decir " qué pequeño es el mundo " que "el mundo es un pañuelo". Eran tan contrarias como las cornamentas de dos ciervos que se embisten.

Ahora se estila más decir que el mundo es una mota de polvo en el universo. No soy alérgico al polvo, pero esa expresión me produce algo así como urticaria en el alma. El mundo puede ser ahora más pequeño que antes, pero sigue siendo exactamente tan grande como el universo. Lo que ocurre es que sólo tras recorrer gran parte del universo podríamos darnos cuenta de su grandeza y concluir que no es una mota (partícula, mancha, defecto), ni mucho menos de polvo (generalmente suciedad), sino lo único grande y limpio como para poder llamarlo hogar.

Dicen, sin embargo, que este mundo que ya no es un pañuelo es mucho más útil y efectivo. No seré yo quien afirme todo lo contrario, pues como la mayoría de personas me beneficio de muchas de sus utilidades. Sin embargo, habría que ser algo más específico a la hora de hablar de utilidad. Si alguien me dice que es más útil para comunicarse con alguien que está lejos de nosotros, no puedo hacer otra cosa que darle la razón. La cosa cambia si me dicen que es más útil para sentir la emoción de reencontrarse con un amigo tras muchos años. En ese sentido, es del todo inútil. No hay ventaja impoluta, libre de impuestos, y la utilidad que obtenemos de los medios de comunicación y transporte corre paralela y crece proporcionalmente a la inutilidad para sentir la emoción de un encontronazo casual con un amigo. Ya es algo del pasado perder contacto con alguien durante años, no tener medios de comunicarse con él, y esperar resignada y pacientemente a encontrárnoslo a la vuelta de la esquina en una calle de Amberes en la que nos encontramos por negocios. Yo cambiaría, aunque fuera sólo una vez, la seguridad de hoy por la emoción de un hombre del siglo XIV que se encuentra, después de cuarenta años, con un viejo amigo del ejército en el puerto de un país extraño. Entonces sí que el mundo era grande, y entonces sí que era un pañuelo.

El mundo ya no es un pañuelo, pero a cambio el pañuelo es un mundo... perdido. Ya no sirve para decirle adiós a un tren, entre otras cosas porque el mismo adiós está siendo desplazado, en vista de los hechos, por el hasta luego. Es un objeto de una época pasada, demasiado poco práctito para el mundo de hoy. Se da por hecho que es más práctico y económico el clínex. Sin embargo, un ligero cálculo demostraría todo lo contrario; demostraría que el precio de un pañuelo que duraba a nuestros abuelos veinte inviernos, trece constipados y siete entierros, es mucho menor que el precio de los desechables clínex que nos harían falta para el mismo servicio. El pañuelo es un mundo, sin embargo, perdido para siempre. La pérdida de una expresión lleva implícita la pérdida de una realidad; pero a modo de homenaje, y por los servicios cumplidos no sólo prácticos sino simbólicos y llenos de ternura, habría que decir, siempre que no nos encontramos con alguien inesperadamente y tras muchos años, que el pañuelo es un mundo.

Alonso Pinto Molina