¿Porque, qué es el Arte si no mirada? Los que nos acercamos a él queremos mirar lo que nos representan sus misterios, desearemos aprehender cada rasgo, cada color, cada gradación, cada detalle o cada cosa que nos descubra a nosotros mismos reflejados en el lienzo. El Arte nos enseña algo; nos hace conocer lugares o cosas que otros, antes que nosotros, habían visto o conocido o sentido o percibido con su inspiración. Pero, sin embargo, queremos al visualizar una obra reconocer pronto lo que vemos. Por eso nos fascina el Arte, porque siempre nos sorprenderá, aunque sea en un instante. Luego podremos satisfacer, o no, nuestra curiosidad o nuestra emotividad... Pero necesitamos ver antes lo que él nos ofrece delimitado, enfocado en su pequeño universo que, por entonces, es todo el mundo que existe. Cuando nuestro cerebro acaba por familiarizarse con la representación concreta de lo que vemos, terminaremos por asociar esa imagen que hemos visto con un concepto, con un símbolo, con una realidad o con una sensación específica: aquéllo que el creador ha plasmado en su obra. A este fenómeno concreto nos limitaremos para comprender qué cosa es la que, agotando cualquier otra, realizará en nosotros el sentido sublime -o no tanto, o nada- de la maravillosa experiencia del Arte.
Pero ya está, se habrá acabado el misterio. Hemos visto la realidad del fenómeno representado, del paisaje concreto, del retrato o del objeto que, con todas sus características, describe el sentido estético e icónico de la imagen. Nuestra curiosidad está satisfecha entonces, no hay nada más. Aquí salvaremos las obras maestras, creaciones excelsas que, extrañas, geniales o sublimes, siempre nos arrebatarán a un nuevo intento de visionado posterior. Pero, en general, todas acabarán satisfaciendo nuestro deseo innato de ver... Salvo lo que no veamos, es decir, lo que, existiendo en la realidad relacional de la obra, no aparece ahora a nuestros ojos. Pero que, sin embargo, estará ahí..., en el sentido más artístico del hecho, relacionado manifiestamente con lo principal de la obra. Y este es el caso del creador naturalista francés Claude-Joseph Bail (1862-1921) y su lienzo La joven encajera. Este pintor admiraría las obras de aquellos pintores detallistas de interiores que, reflejando las cosas como son más que como parecen, o simbolizan, acabarían siendo denominados naturalistas. En sus escenas de género, en sus retratos de interior, nos hacen descubrir la cotidianeidad de la vida sosegada. Y en algún momento de finales del siglo XIX o principios del XX compuso esta extraordinaria encajera, un personaje además muy compuesto a lo largo de toda la historia artística.
Pero aquí el creador francés no solo nos representa a una costurera típica, en una tarea doméstica tan retratada, sentada incluso, con sus útiles en su regazo, con el canasto en el suelo conteniendo la lana o el tejido para encajar; no, hay aquí algo más, algo que hace a esta encajera -desde incluso la famosa y genial obra del gran Vermeer- una singular y única creación entre todas las encajeras del Arte. Ella ahora no está tejiendo nada de su labor, no está haciendo nada ahí, tan solo hace algo muy extraordinario aquí: mirar. La encajera de Bail está mirando algo en su obra. Pero, además, el enfoque artístico del pintor va más allá de una simple mirada ocasional de su personaje retratado. No, ni siquiera eso... Ella no ha empezado aún su tarea. Se ha sentado frente a la ventana abierta y, sin comenzar a hacer nada, mira atenta a algo que tan solo ella ve. Sólo ella. Nadie, ni el pintor siquiera, está viendo ahora lo que ella ve... Por esto el misterio aquí es sublime. Por eso podremos elucubrar lo que queramos elucubrar para satisfacer la curiosidad imposible de esta obra, que nunca acabaremos por satisfacerla. Cualquier cosa, de la infinidad de cosas que el universo pueda poner a nuestros ojos, estará ahora representado ahí. Nunca terminará la obra por agotar nuestra mirada, nuestra curiosidad o nuestro ánimo. Esta fue la grandiosidad artística de su autor: que convirtió una escena más de costumbre o de género en una única y extraordinaria obra de Arte.
Porque siempre nos preguntaremos qué es lo que la joven encajera está viendo. Si nos fijamos bien, la mirada de ella es algo displicente aquí, es decir, desdeñosa incluso, desinteresada, pero no tanto como para que ella no eleve ahí, arqueada levemente, su ceja izquierda en un gesto ahora de cierta curiosidad natural. Pero, sin embargo, su ademán es aquí claramente pensativo. La imagen de lo que ella ve no es, probablemente, la imagen de lo que la ventana encierra... Pero, esto es más genial incluso, aquí el pintor francés reflejará en ella, en la joven encajera, lo que podremos hacer ahora nosotros al visionar esta obra: divagar con el pensamiento la mirada de lo que imaginamos. Es también lo que se hace con el Arte mismo. Lo que la joven está haciendo ahí es parte de lo que el Arte nos produce: recrear otras emociones, múltiples, tantas como ojos vean la misma o diferente cosa. Porque el interés de la mirada estará representado vagamente, como en el Arte; porque el objeto de la mirada estará representado subjetivamente, como en el Arte. Porque la visión de una imagen artística nos producirá esa misma elusiva, evanescente y tenue emoción. La misma emoción que la joven encajera de Bail nos transmitirá aquí, en esta naturalista, intimista y genial obra de Arte.
(Óleo La joven encajera, finales siglo XIX-principios del XX, del pintor naturalista francés Claude-Joseph Bail, Colección privada.)