Divo es la manera en que se llamaron durante muchos años a los cantantes varones que destacaban en el mundo de la ópera.
Llenos de oropeles, en carretas donde cruzaban el mundo de la ópera, eran la sensación de los lugares a los que llegaban a trabajar.
Parecían intocables porque siempre contaron con el favor del poder y con la gracia de reyes y tiranos. Enloquecían a las damas y seducían hombre y mujeres por igual. La voz se volvía una herramienta de superioridad y la posición de artista una oportunidad para el capricho y la petulancia.
En la actualidad un cantante de ópera dista mucho de los huérfanos que estudiaban música y podían ser castrados para buscar un futuro en el siglo XVIII. Mucha distancia hay también con los chicos de origen humilde que entrenaban sus voces en tradiciones centenarias y confiaban en la suerte pero con pocas opciones y posibilidades durante el cambio del siglo XIX al XX. La mayor parte del desarrollo profesional de estas personas era en la práctica escénica, primero en teatros de poca monta, en compañías de la legua y luego, poco a poco en teatros de las mayores ciudades. El sueño era llegar a la Scala de Milán, al Covent Garden , a la ópera de París.
Con el caso Plácido Domingo parece que se cierra para siempre la era de los divos.
Parece terrible estar en la mira más penosa de la última época de su vida y que a pesar de toda su fama, éxito y logros, esta sombra de desprestigio oscurezca toda una vida de trabajo y entrega, sin embargo, el caso es que ilumina también una parte de su vida que había sido un secreto a voces y que afectó tanto a tantas mujeres como para que se retiraran de la profesión o lo mantuvieran como un secreto durante años. Para los admiradores de domingo es muy difícil posicionarse; para las mujeres, sabiendo lo que sabemos de este mundo, no.
El problema es que estamos en otra época y pareciera que la leyenda de los tres tenores (uno fallecido, otro retirado y otro en total desprestigio) es ya el cierre de un mundo que ya murió. Un baluarte que no puede empuñarse en un planeta que cada vez busca más la igualdad entre todos sus integrantes. ¿Es posible que vivamos el fin de la impunidad?
Lo políticamente correcto pasa por desterrar el machismo y el racismo, pasa por ser respetuoso del ámbito profesional y sí, también pasa por entender que en la actualidad las cosa no pueden ser tan fáciles para una parte de la población (la masculina) como han sido los últimos siglos. No es un mal cambio pero, sobre todo, es irreversible.
Un cantante en nuestros días tiene opciones de estudio en escuelas y facultades de nivel universitario, en países distintos a donde ha nacido. Se han creado programas especiales en casi todas las ciudades que cuentan con una casa de ópera para su preparación, práctica y desarrollo tanto vocal como actoral. Hay programas de especialización en estilos y épocas específicos y sí, cada vez hay más cantantes con láureas que incluyen maestrías y doctorados.
Esto les da un nivel cultural distinto a sus antecesores. Hablan entre cinco y seis idiomas, saben de música, claro, pero también se interesan por los problemas de su entorno, por sus países y por sus sociedades. Las redes sociales se han convertido en una herramienta de vital importancia para este cambio y han acercado más a la persona directamente. Tanto que a veces las confundimos con los verdaderos hechos que dan origen a los mitos.
Los teatros tampoco son ya un sistema cerrado de jerarquías. Hay cantantes que hacen carreras mediáticas importantísimas sin haber pisado la Scala de Milán o la Opera de París. También hay teatros cuya novedad de programación y voces estelares los han puesto en la más alta estima del mundo operístico desde hace años, como el Liceo de Barcelona, la ópera de Parma, la Komische Opera de Berlín, la ópera de Zúrich o el Teatro Real de Madrid.
De la misma manera en que una diva en nuestros días puede ser una musicóloga que hace sus propias investigaciones y rescates de archivos, los divos se adentran en repertorios poco tocados, en obras olvidadas y tratan de hacer llegar la ópera a nuevos públicos. Hoy un divo es una persona, un genio musical, pero no infalible. Una persona de carne y hueso, que nos demuestra la humildad y la humanidad, el trabajo y el sacrificio que significa dedicarte a este arte tan exigente, tan solitario y tan extraordinario como es la ópera.
Los últimos recitales de cantantes de fama mundial como Javier Camarena, Juan Diego Florez o Dmitri Hvorostovsky Barcelona o Peralada, nos acercan más a la persona que al artista. En general en los tres tuvimos la sensación de que su presentación no era una muestra de su virtuosismo -o no sólo eso- sino una necesidad de contactar con sus espectadores, de compartir lo que saben hacer tan bien. La actitud no es "óiganme", sino " experimentemos junto s".
Ver a Juan Diego Florez compartirnos las canciones de su infancia, a Javier Camarena mostrar su vulnerabilidad con toda humildad, o a Dimitri Hvorostovsky cantar ya enfermo, es una experiencia absolutamente distinta de lo que eran los recitales o las presentaciones de las estrellas de la ópera hace algunos años. Pareciera que el canto se ha vuelto más humano y con ello más cercano al espectador.
Es muy difícil pensar que no ganamos con eso y aunque hay gente que considera que en esta época ya no hay divos porque no hay tantas voces importantes como en el pasado, la verdad habemos amantes de la ópera que creemos más en la ópera como la labor de un equipo, en que no hay nada más enriquecedor que la absoluta humanidad del cantante de ópera y que es eso, precisamente, lo que lo hace extraordinario.