Una vez dentro, el relajo se adueña de uno. O lo contrario: porque no hay que negar que es un local con una vida tremenda, con nervio, con movimiento constante de mesas, comensales y camareros. Había muchos porteños y algunos extranjeros. Seguro que sale en no pocas guías. En cualquier caso, es de aquellos lugares que uno no se puede perder si quiere conocer el sabor de lo auténticamente porteño, tanto en ambiente como en comida. Tuve la suerte de que me atendió el dueño, el hijo del fundador (su padre había muerto hacía apenas tres meses). En cuanto abrí la boca, tuvo claro que era español y me atendió como si fuera cliente de toda la vida, aunque sin besos: los argentinos varones suelen darse un solo beso en la mejilla, tanto de bienvenida como de despedida. A tanto no llegamos...
Me eché a lo más sencillo: una ensalada de radicheta con ajo, un bife de chorizo y un pavé de vainilla. No hay vinos por copas que uno pueda tomar y el dueño me recomendó una de las botellas (la que él consideraba mejor) que tenían de 0,375L: Châteux Vieux 2003 de Bodegas López. Ahí me pilló, claro, porque yo iba con el chip de lo argentino y las uvas de ese vino resultaron ser las tres portaestandarte francesas "recientes": cabernet sauvignon, merlot y pinot noir. Tampoc me voy a poner puritas: las grandes variedades argentinas son, también, o francesas o italianas o españolas (malbec, tannat, bonarda, torrontés). El vino, siendo del 2003, tenía una bonita evolución (como si hubieran pasado el doble de años por su cuerpo), pero estaba bien rico, con bonito color teja claro y aires terciarios de café, cuero muy leve y vainilla. Acompañó a la perfección al bife (delicioso, en su punto y de carne bien reposada) y no le hizo ascos al pavé. Lo mejor, con todo, de El Obrero: esa combinación única (por lo menos de lo que yo conozco en Buenos Aires) de ambiente, personas y comida. El dominio de sala (con campechanía, buen humor y trabajando como el que más) que mostró Castro hijo fue la guinda de una estancia muy entretenida.