A veces llueve. Y en el Hostal Los Montecarlos, un caserón arropado por castaños y solo en lo alto como un suicida frente al viento en un acantilado, os dieron de comer con las paredes desconchadas, los cristales rotos y las puertas verdes. En el techo de madera se oían pasos. De pronto, del piso de arriba por las escaleras, entre el flan de queso y el café, apareció el camarero y detrás de la