Los cimientos de la civilización occidental se sustentan --según Freud-- en una contradicción insalvable: por un lado la sociedad exhorta a respetar como a un igual al prójimo (un principio contrario a la lógica de la supervivencia del más fuerte que define al estado de naturaleza), mientras que por otro considera la búsqueda de la propia felicidad como una inclinación legítima de todo ser humano (algo así como una variante del egoísmo que caracteriza a los individuos que viven en un estado de naturaleza). Si se asumen ambas premisas (o cualquiera de las dos por separado), es imposible que exista una teoría que explique el comportamiento de los humanos organizados en sociedades complejas. No andaba muy desencaminado Freud cuando achacaba el origen de todas las neurosis del hombre moderno a una esquizofrenia que al parecer viene de serie con el modelo.
El origen de la cultura (el equivalente freudiano de sociedad, opuesta a la naturaleza en sentido darwiniano) se ha explicado a partir de diversas teorías, casi siempre formuladas como una premisa de la que se desprenden todas las demás: Hobbes opinaba que sin unas normas rígidas que lo impidan estamos abocados a destrozarnos unos a otros y que la cultura no es más que un estado de naturaleza delimitado por coacciones. En cambio Rousseau creía que el ser humano nace libre, puro y sin pecado, y que son las normas y las coacciones de la cultura las que corrompen su inocencia y predisposición al bien. Finalmente, Lévi-Strauss creía que era el tabú del incesto lo que obligaba al ser humano a aventurarse más allá de su linaje y establecer alianzas duraderas con extraños.
Al margen de estos ingenuos, es curioso que tres filósofos como Nietzsche, Scheler o Bauman hayan escogido un mismo punto de partida para explicar el origen de la sociedad y sin embargo, en su desarrollo teórico, optaran por una dirección significativamente diferente. Cada uno de ellos responde a su manera a la pregunta de cómo reacciona el ser humano cuando se trata de enfrentarse al prójimo. La sicología y la historia demuestran que, en las formaciones sociales complejas, la excepción es el amor al prójimo y la pauta la desconfianza. La teoría de cada uno formula por separado es, en realidad, una de las tres posibles respuestas entre las que el ser humano puede optar para resolver su encuentro con el prójimo:
1) Nietzsche cree que el origen de la ética hay que buscarlo en las fricciones constantes que ejercen los de abajo (oprimidos, necesitados, humillados, discriminados) contra los arriba (autoinstaurados, autoproclamados): una tensión irresoluble que, por un lado, tiende a maximizar las diferencias entre ambos (a lo que aspiran los superiores) y a minimizar las diferencias con una igualdad a la baja, de manera que no todos sean exactamente iguales pero sí se acorten las distancias (que es lo que buscan los de abajo). A los de arriba les basta con mantener el statu quo todo el tiempo que sea posible, mientras que los de abajo, en sus contados triunfos (revueltas, revoluciones, leyes aprobadas contra todo pronóstico), recuperan su dignidad a costa de lo arrebatado. En la cultura occidental, la ideología que ha sintetizado mejor y más firmemente este espíritu (hasta el punto de que las que han venido luego le deben buena parte de sus principios) es el cristianismo, con su mezcla indiscernible de sumisión y orgullo, de envidia y despecho. Para Nietzsche, las ideologías paracristianas (el palabro es mío), con su defensa utópica de una igualdad universal, en la práctica lo que consiguen es una mera mitigación del dolor de la falta de la propia libertad por la vía de la negación de la libertad para todos los demás. El caso es que cuando publicó algo así se armó una buena, pero si los ofendidos lo hubieran leído atentamente se habrían ahorrado unas cuantas pataletas: hoy nadie se acuerda de Nietzsche ni de sus mamarrachadas protofascistas y en cambio cada declaración del papa de turno alcanza sin esfuerzo los telediarios de medio mundo.
2) Scheler, en cambio, considera que la necesidad de la ética surge de la fricción entre iguales, obligando a una competición teóricamente equitativa por una redistribución del poder y el prestigio. Se supone que, al haber igualdad, ganará siempre el mejor; la diferencia con el cristianismo es que, en lugar de nivelar a la baja las diferencias sociales, la rivalidad anula la igualdad de partida y legitima la distancia entre ganadores y perdedores. Según esto, la libertad sería una especie de consecuencia de la desigualdad, una actitud que suele definir a las clases medias occidentales, las que suelen aspirar a escalar posiciones gracias al acicate que les proporciona la prespectiva de quedarse donde están (o todavía peor: más abajo).
¿De los de abajo, de los iguales o de los de arriba? La pregunta clave es: ¿de dónde surge la ética, esa ley moral que hay dentro de mí que decía Kant? Pues --responde Bauman-- de la aceptación del otro, de la evidencia de que hay seres humanos que son como yo mismo: únicos, exclusivos e irrepetibles. Personas desconocidas que es lógico esperar que aspiren a las mismas oportunidades y trato que yo creo merecer por el mero hecho de estar vivo. Aun así, esto no es suficiente para que sintamos la necesidad de armarnos con una ética de la convivencia social: un solo otro no es suficiente, porque cuando la existencia es cosa de dos la relación sólo puede darse de manera que uno obtenga algo y el otro no o viceversa; es necesario que exista al menos un tercero. Cuando es posible que uno vea fracasar sus propuestas por culpa de más de una persona es cuando debemos echar mano de una ética que nos ayude a superar la derrota. En una pareja no puede haber una mayoría que supere en votos a cada uno de los individuos que la componen; en un grupo de tres o más sí. Ese y no otro es el origen racional de la ética.
Como necesidad racional, la sociedad que hemos construido a partir de la ética debe contener un sistema de normas y restricciones integral y debidamente protegido, incluso mediante amenazas físicas: Hobbes (al igual que Durkheim y Freud) creía que la coerción social y las regulaciones normativas se imponen a la libertad del individuo, ya que es la garantía para evitar una lucha de todos contra todos por la supervivencia y el éxito. Freud llevó el argumento más lejos y lo formuló de una manera extremadamente elegante y difícil de
objetar: la coerción social y la limitación de la libertad individual (el denominado principio de la realidad) son los auténticos cimientos de la civilización, la barrera que nos impide sucumbir a una existencia sometida al impulso de la satisfacción sexual inmediata y a nuestra natural inclinación hacia la pereza (el tantas veces añorado principio del placer). La ética, en definitiva, es la que nos impide volver a la selva cuando echamos de menos la poligamia, el sexo sin prolegómenos o nos vemos obligados a admitir una derrota en buena lid.
Sin embargo, gente como Levinas o Løgstrup sostienen exactamente lo contrario: la
civilización surge cuando la racionalidad ética, su aplicación estricta hacia todos los individuos sin excepción debe neutralizarse, recortarse o limitarse para poder resultar efectiva. La solidaridad y la igualdad no son valores inagotables y absolutos, incondicionales e ilimitados; es más, los sucedáneos realmente existentes tienen severos límites. Por ese motivo, porque es imposible dotarse de una ética inaplicable del mundo de las ideas platónicas, la sociedad debe limitar nuestras responsabilidades hacia los demás. Más aún: debe enumerarlas, priorizarlas y definirlas claramente mediante leyes. La ética, de acuerdo con este planteamiento, es una guía práctica y empírica que haga posible la existencia de una sociedad que tienda a la igualdad e impida que nos destrocemos los unos a los otros. La teoría freudiana, en cambio, es una formulación abstracta que explica el argumentario lógico e íntimo que supone el paso del estado de naturaleza al de cultura. Pero pasar del principio del placer al de realidad no es una decisión conscientemente tomada por nadie, ni siquiera una generación de homínidos se vio forzada a tomarla cuando consiguieron sostenerse sobre dos patas. Nadie, nunca, decide cambiar el placer por la realidad, simplemente nuestra autoconciencia se encuentra de pronto en un mundo donde ese cambio, al parecer, se produjo en un momento indeterminado del pasado. Por eso la teoría de Freud es tan eficaz y me parece definitiva: porque funciona como un mito fundacional atemporal. Levinas y Løgstrup, en cambio, tratan de explicar el nacimiento de la ética en determinados momentos de la historia, y por esa razón su vigencia y su legitimidad dependen del ciclo político.
Algo parecido sucede con la teoría de la ética limitada por decreto: el poscapitalismo tiende a subsidiarizarla, de manera que se libera a los individuos de su responsabilidad en la toma de decisiones éticas, delegándola, por comodidad, en una autoridad reconocida que hace todo el trabajo por ellos y, a cambio, les ofrece una gratificación barata e inmediata. Esa misma autoridad tiende a presentar la realidad social como algo sumamente complejo que merece ser dejado en manos de expertos, y propone a cambio un sencillo principio del placer que anima a los individuos a dimitir de sus responsabilidades, a ceder su soberanía en el orden ético. La ética del capitalismo de consumo, a diferencia de las leyes que delimitan a la baja los límites de la ética realmente posible, extiende hasta el infinito las posibilidades de la actividad humana, siempre que el usuario/consumidor se limite a elegir y no cuestione los límites dentro de los cuales debe elegir.