El oso y el presidente

Publicado el 16 diciembre 2016 por Herminio
El asesinato William McKinley a manos de un anarquista propició que, con sólo 42 años, Theodore Roosevelt fuese proclamado el presidente más joven de la historia de los Estados Unidos.
Sentía la necesidad de relajarse. Y nada más eficaz para ello que hojear un buen libro, afición que se complacía de haber contagiado a sus hijos. Sin embargo, los volúmenes de Derecho y Economía que acumulaba en su gabinete no se correspondían con el tipo de lectura que le apetecía en aquellos momentos.
Estaba cansado del ajetreo de la jornada, y era consciente de la interminable noche que le aguardaba. Antes de dirigirse hacia la zona privada, se despidió por unas horas de sus colaboradores, de los técnicos de la sala de telegrafistas, y de los periodistas.
Muchos de éstos se habían convertido ya en su segunda familia. En aquella época era esencial mantener una relación fluida con los medios de comunicación, y concederles la atención que merecían y requerían, a fin de mantener el contacto diario con los votantes de clase media. 
Confesaba que aquella autoimposición no le resultaba gravosa, sino que, muy al contrario, disfrutaba de ella. Con su disposición se había granjeado el afecto de los reporteros, a pesar del auge de la prensa sensacionalista, a medio camino entre la información y el entretenimiento, que habían abanderado los dos grandes monstruos que se batían por el liderazgo del periodismo nacional: Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst, ambos adscritos al bando demócrata. 
El trato que le dispensaba el editor húngaro era más agrio, pero con William, recientemente derrotado en las primarias del partido demócrata, había pactado una suerte de entente cordial, o al menos de no beligerancia.
Caminaba tranquilamente por el corredor de columnas que comunicaba el Ala Oeste con la Residencia Presidencial. Indudablemente había constituido todo un acierto su idea de separar el espacio doméstico del área de trabajo, y ubicar ésta en un pabellón temporal, hasta la construcción de una sede permanente.
Durante un agotador cuatrimestre, en el que se vieron obligados a mudarse al 22 de Jackson Place, el arquitecto Charles Follen McKim se se había encargado de levantar la nueva sección de oficinas y de remodelar el viejo palacio, sustituyendo la ornamentación victoriana por una más patriótica y georgiana.
Aunque tenía en mente su carrera hacia la Casa Blanca, nunca imaginó que la oportunidad se le brindaría tan rápida e inesperadamente. El asesinato del presidente William McKinley a manos de un anarquista había propiciado su nombramiento, al ejercer la vicepresidencia del país. Conforme a lo dispuesto en la Constitución, y con sólo 42 años, Theodore Roosevelt era proclamado el presidente más joven de la historia de los Estados Unidos.
El primer problema que se le planteó fue el de acomodar a su extensa prole dentro de aquel caótico y anticuado edificio, diseñado para alojar a gobernantes sexagenarios, con familias exiguas y gustos rancios.
Afortunadamente contaba con la inestimable cooperación de Edith, su mujer, que se encargó de las obras, mientras que él se dedicaba íntegramente a los asuntos de Estado. Confiaba plenamente en su buen criterio a la hora decorar las estancias, tanto las destinadas al ámbito social y oficial, como las reservadas a los aposentos privados
En cuatro meses derribaron lienzos, cambiaron tuberías, acometieron la instalación eléctrica, sustituyeron la calefacción, renovaron el mobiliario, las alfombras, los tapices y las cortinas, agrandaron el Comedor de Estado, habilitaron nuevos salones, y trazaron una entrada más luminosa y abierta, engalanada con una soberbia escalera
Por fin, la mansión ejecutiva, rebautizada como ‘Casa Blanca’, había desterrado su lúgubre aspecto y se había transformado en un magnífico símbolo de la pujanza del gobierno y de la nación, elegante y digna para su función de representación, en tanto que cálida y acogedora como hogar de la familia del presidente.
Lástima que la permanencia en aquel palacio que habían personalizado según sus gustos y necesidades pudiese ser tan efímera. Sólo dos años después de su mudanza debía enfrentarse a su reelección. Había sido una etapa demasiado corta para exponer los cambios que quería implantar al frente de la administración, y asimismo, había de contar con el hecho de que jamás hasta entonces un presidente suplente había ganado unos comicios.
Su contrincante era el juez principal del Tribunal de Apelación de Nueva York, Alton Brooks Parker. Los periódicos presumían una reñida pugna entre el más conservador de los demócratas y el más liberal de los republicanos. Ambos habían conseguido un apoyo masivo en las primarias de sus respectivos partidos; no obstante, el triunfo holgado de Theodore obedecía en parte a la muerte de Mark Hanna, su más destacado opositor, a mediados de febrero.
En política interior no existían notables diferencias entre las líneas estratégicas de ambos aspirantes. En realidad, se había visto forzado a admitir la candidatura de Charles Warren Fairbanks como vicepresidente, un republicano bastante conservador, ya que en sus dos años de gestión sus decretos contra los monopolios, sus convicciones sociales avanzadas, su lucha frente a la desigualdad, y sus mediaciones entre sindicatos y patronales, eran percibidos como demasiado progresistas, y podían decantar el voto hacia el candidato demócrata.
Sabía que su punto fuerte radicaba en sus ideas de política exterior, en las que había centrado su campaña. Estaba convencido de que los Estados Unidos debían liderar la defensa de la libertad y la democracia, no sólo entre los países cercanos como Cuba, México, Panamá o la República Dominicana, sino en el conjunto del continente americano, e incluso en todo el planeta, y pasar a convertirse en una potencia mundial de primer orden. Este incipiente imperialismo era muy aplaudido por los ciudadanos, y tal rasgo diferencial con respecto a Parker le podía catapultar a la victoria.
A su esposa Edith siempre le sorprendía la firmeza de sus convicciones, a pesar de que se conocían desde la infancia. Sus familias eran vecinas en la capital neoyorquina, y aunque por edad él se relacionaba más con su hermana Corinne, en su adolescencia creció entre ellos una sincera amistad entorno a sus dos aficiones preferidas: la lectura y los paseos.
El destino, y su ingreso en la Universidad de Harvard, les separaron durante unos años, en los que conoció a Alice Hathaway Lee, con quien se casó después de obtener su títulación en Historia. Alice era una adorable joven de cabellos largos y rubios, encantadoramente atractiva, de la que se enamoró perdidamente cuando se la presentó su primo Dick, un compañero de facultad.
Poco le importó en su decisión, pese a que más de uno maliciosamente lo sospechara, que fuese hija de un notable banquero, y que su matrimonio le abriese numerosas puertas en los inicios de su carrera política, a pesar de su juventud. Recién casado, no le resultó fácil renunciar a los estudios que había iniciado en la Escuela de Leyes de Columbia, para ocupar un escaño en la Asamblea del Estado de Nueva York, conseguido merced a las influencias de su suegro, pues su deseo era demostrar que podía lograr trabajo por sus propios méritos. 
La luz de su vida se extinguió al cabo de dos años, cuando Alice falleció tras el nacimiento de su hija, producto de una insuficiencia renal. Fueron tiempos amargos, de recogimiento y soledad buscada, que concluyeron cuando una llama apareció al final del túnel para alumbrar su camino. Un fortuito reencuentro con Edith encendió de nuevo en él las ganas de vivir y la pasión, y no dudó en aprovechar la oportunidad para proponerle matrimonio…
La planta baja de la Casa Blanca estaba desierta. Estuvo a punto de tomar el ascensor, construido en el hueco en el que, previamente a la reforma, había unas oscuras y tendidas escaleras para uso de los sirvientes, las favoritas del presidente Lincoln. Le vino a la memoria el día en que su hijo Quentin, junto con su amigo Charlie Taft, tuvo la feliz ocurrencia de montar en el elevador a su pony Algonquino para conducirlo hasta la habitación de Archie, que padecía una gripe, y de ese modo animarle en su convalecencia.
Optó por cruzar el pasillo central, dejar a un lado el salón oval, designado para las recepciones diplomáticas con los embajadores y jefes de Estado, y subir por las escaleras. No le vendría mal descargar algo de adrenalina. Además, se acordó de que hoy no había practicado nada de deporte, como solía. 
De pequeño, había sido un niño enfermizo, aquejado de asma. Los medicos le aconsejaron hacer ejercicio, y llevar una vida sana. Desde entonces no había parado de practicar regularmente distintas actividades como boxeo, senderismo, polo, o remo. Últimamente, le gustaba montar a caballo con Edith, y jugar al tenis en la pista recién acondicionada en los jardines. 
Llegó al primer piso, destinado a funciones públicas, en el que se encontraban las salas azul, verde y roja, el Gran Salón, y su estancia preferida, el Comedor de Estado, el único espacio de la casa en el que había logrado imponer su estilo decorativo.
En las diferentes paredes, visibles desde todos los asientos, había colocado sus trofeos cinegéticos: cabezas disecadas de osos, venados y bisontes, procedentes de sus cacerías. Siempre se había sentido atraído por la zoología y la taxidermia. En casa de sus padres, y con la cooperación de sus primos, había formado, con tan sólo siete años, su ‘Museo Roosevelt de Historia Natural’, que reunía pequeños animales embalsamados con los rudimentarios conocimientos sobre la materia de que disponían.
Nacido en Oyster Bay, en pleno corazón de Manhattan, su interés por la caza le posibilitaba vivir en contacto con la naturaleza unos días al año. Un verdadero placer que requería puntería, observación, habilidad y orientación, y en el que se abstraía de sus preocupaciones.
Y ahora que detentaba el poder, no se había olvidado de su amor por la ecología. El pasado ejercicio había fundado la primera reserva de aves en Pelican Island. Y planeaba para la próxima legislatura la creación de parques nacionales, la apuesta en marcha de medidas para la conservación de los bosques y la fauna, y la acometida de varios proyectos de irrigación. 
Prosiguió escaleras arriba y alcanzó la segunda planta. Sonaron en ese instante las doce en el reloj de pared. Suponía que toda su familia estaría ya dormida, hasta que vio una luz encendida en la sala contigua al dormitorio.
Le extrañó descubrir en el cuarto a Baby Lee, charlando con su Edith. Al fallecer su primera mujer, había confiado la crianza de Lee a su hermana mayor Barnie. Pero tras sus nuevas nupcias había decidido recuperar su custodia, a pesar de las fricciones que podrían surgir entre ella y su madrastra. 
Nunca se atrevía a llamarla por su nombre auténtico, Alice, debido al terrible recuerdo que le traía de su anterior esposa, a la que jamás mencionaba, ni siquiera a su propia hija. Así que solía utilizar su segundo nombre, Lee. 
Theodore se veía incapaz de reprocharle su personalidad rebelde: fumaba, montaba en coches con hombres, tenía una serpiente como mascota, y le entusiasmaba interrumpir los comités de más alto nivel para aportar su opinión sobre cualquier tema, por discrecional que fuera.
Descaradamente bella, causó una auténtica sensación en su debut, ataviada con un precioso vestido de color azul, instaurando una innovadora tonalidad para la ropa femenina. Pese a todo, debía admitir que 'Alice blue' era sin duda su mejor embajadora ante el mundo, y el centro de atención de la corte federal.
En cierto modo le recordaba a él, y a ese temperamento que le llevó a retirarse una temporada a su rancho de Elk Horn, en Dakota del Norte, poniendo tierra de por medio respecto a la gran ciudad, a la muerte de su mujer, a su sobrevenida solitaria paternidad, a su prometedora trayectoria profesional y a sus fantasmas. 
Su reducida agenda consistía en cabalgar por las praderas, echar el lazo a las reses, cazar y redactar libros sobre Historia y Naturaleza. Lentamente fue superando la tragedia, al tiempo que comenzaba a reintegrarse en la vida social. Sus vecinos le designaron sheriff, e incluso tuvo el valor de detener a tres peligrosos bandidos. Allí, además, hubo de convivir con los indios, a los que despreciaba por su condición indolente y ruin, a diferencia de los negros, por los que sí sentía un gran respeto. 
Ese espíritu indómito y aventurero de aquellos años no le abandonaría el resto de su existencia, y le inspiraría a escribir varias de sus obras más famosas, como La Conquista del Oeste.
Cuando consideró que se había restablecido de sus heridas, volvió a la metrópoli, para presentarse sin éxito como candidato republicano a su alcaldía. Después de su boda con Edith, ocupó la presidencia de la Junta de Comisarios de Policía de Nueva York, hasta que en 1898 fue elegido gobernador del Estado, y de ahí dio el salto a la vicepresidencia, impulsado por la reputación ganada por sus esfuerzos en perseguir la corrupción
Al llegar a la sala, ambas mujeres se interesaron por la evolución de los resultados. Les comentó que, en un principio, parecía que no se le escaparía la reelección. Baby Lee se alegró especialmente, ya que estaba encantada con su rol de hija del presidente.
Al pronto apareció Ted. Con diecisiete años, era quizás el que más se le asemejaba, y en quien depositaba mayores esperanzas de que siguiese su estela, pues detectaba en él una inequívoca inclinación hacia la política y el mundo militar. Recordaba cómo le pedía una y otra vez que le contase la historia de los tiempos en que tomó las armas y se erigió en un héroe nacional en la guerra de Cuba.
En 1898, desempeñaba el cargo de Subsecretario de la Marina, cuando el acorazado Maine voló por los aires en el puerto de La Habana. Con el apoyo del editor Hearst, cuya máxima consistía en que las noticias no había que descubrirlas, sino provocarlas, acusó del atentado al gobierno español, y generó un clima prebélico en la sociedad yanqui. De inmediato, ordenó sin vacilar a la Armada que iniciase los preparativos para la intervención, y solicitó al Congreso que aprobase la declaración de guerra con España.
El Estado le dio via libre, y comenzó la invasión de la isla. No obstante, sentía que debía hacer algo más que dirigir la contienda desde su despacho, y se puso a la cabeza del regimiento de caballería de los Rough Riders, pese a la oposición de Edith, que temía por su vida. Luchó en la batalla de San Juan, en la que se ganó una notoria reputación, tal vez un tanto desmesurada debido a la cobertura mediática que recibió, así como el apodo de ‘Coronel’, que sus más allegados alternaban con el de Theodore.El siguiente en presentarse en la sala fue Kermit, que tampoco podía conciliar el sueño. Si uno de sus hijos seguía la senda de las letras, no le cabía la menor duda de que sería Kermit, ya que, pese a su corta edad, podía advertir en él un enorme talento artístico.
Los techos de la Residencia Presidencial eran bastante altos, por lo que el rumor de las conversaciones del grupo, cada vez más numeroso, retumbaba en exceso. Theodore lo había comprobado en persona, al jugar al escondite con los niños, o cuando peleaba con ellos. En más de una oportunidad el servicio se había precipitado en su ayuda, pensando que era víctima de un ataque. No era difícil adivinar, por tanto, que en breve acabarían por congregarse todos los miembros de la familia. 
La pequeña Ethel también se sumó al grupo. Se había sobresaltado al no hallar a Lee en la habitación que compartían. Había cumplido ya trece años, pero aún le atemorizaba quedarse sola. La ‘reina de Oyster Bay’ era una genuina líder natural, a la que le divertía echar una mano a su madre en la preparación de los banquetes, dando instrucciones con determinación al personal.
Faltaban los dos benjamines. Archie, a pesar de ser tres años mayor, se dejaba arrastrar continuamente por Quentin, el más travieso. Al frente de ‘la cuadrilla de la Casa Blanca’ que habían formado con los hijos de los trabajadores de la residencia y de los colaboradores, habían trazado un campo de béisbol en el jardín, habían escupido a los cuadros de los presidentes, tirado bolas de nieve a los guardias del servicio secreto, y cometido un largo etcétera de trastadas. 
Enseguida asomaron sus cabezas por la puerta. Quentin portaba su inseparable muñeco, al que Theodore tendría que agradecer gran parte de su triunfo, si realmente se confirmaba.
Hacía un par de años que había acudido a Louisiana a resolver un conflicto fronterizo. Sus anfitiriones le invitaron a una cacería. Durante el transcurso de la misma, y a diferencia de otras ocasiones, Theodore era el único cazador que no había cobrado ninguna pieza.
Finalmente los perros acorralaron a un oso, al que los ojeadores apalearon hasta casi matarlo. Resolvieron atarlo a un árbol para que el Coronel lo abatiese, mas él se negó en redondo a dispararle de aquella manera tan antideportiva. 
Tenía en gran estima a los osos. El grizzly era un animal que para él representaba el carácter americano: fuerza, inteligencia, y valentía, valores más elevados que los que inspiraba la pomposa y vanidosa águila. Los plantígrados siempre habían constituido un peligro para los granjeros, y por tal circunstancia se les había cazado y casi exterminado, al igual que otras especies salvajes tales como búfalos, lobos o coyotes. Aunque ahora la población norteamericana era predominantemente urbana, y la mayoría de la gente no percibía al oso como una amenaza.
Aquella trivial anécdota fue difundida a través de una viñeta humorística del dibujante Clifford Kennedy Berryman en el Washington Post. En ella, un osezno asustado temblaba ante su presencia. A esta ilustración siguieron otras muchas en el resto de rotativos, con el objetivo de mofarse del presidente. Sin embargo, por algún extraño motivo intuía que, al final, todo aquel escarnio iba a redundar en su beneficio. 
Un matrimonio de comerciantes, los Michtom, también repararon en la imagen del periódico. Eran inmigrantes judíos de origen ruso, y regentaban una modesta tienda de dulces en Brooklyn. La mujer cosía muñecos por las noches, y se le ocurrió reproducir el animal del dibujo. 
Por la mañana pusieron a la venta el peluche en el escaparate, exhibiendo un recorte de la viñeta a su lado, y tuvo una aceptación tremenda, ya que más de diez personas se interesaron por el oso. Entendieron que habían hallado un verdadero filón, pero tenían que ser cautos, puesto que estaban utilizando la imagen de Roosevelt para sus fines mercantiles.
A los pocos días, Theodore recibió una carta, en la que le solicitaban permiso para usar su nombre en su comercialización: el osito Teddy. Acompañaban a la misiva un presente para el menor de sus hijos: el peluche con el que Quentin se paseaba orgulloso por toda la casa desde entonces. No le pareció mala idea, así que consintió en que usasen su apócope como reclamo publicitario, sin estar completamente seguro de que les sería de utilidad. 
Las dos últimas Navidades, el osito fue el juguete más regalado por Santa Claus. El oso, otrora odiado, temido y respetado, se había transformado en un peluche amoroso y delicado, destronando a las muñecas de porcelana. 
Era cuestión de aprovechar el tirón, así que de un tiempo a esta parte, los ositos de los Michtom estaban omnipresentes en las recepciones oficiales, y habían prácticamente relegado al elefante republicano de su estatus de mascota durante la campaña electoral.
La excitación que les invadía se debía a que eran conscientes de que quizás aquella noche fuera una de las últimas que pasasen en la Casa Blanca, que comenzaban a considerar como su propio hogar.
Todos se callaron cuando sonó el teléfono de la estancia. Theodore lo cogió, mientras los demás escrutaban en su cara las novedades que sus asistentes le hacían llegar desde el despacho del Ala Oeste. Al parecer, la distancia que sacaba a Parker en los estados orientales y norteños resultaba casi insalvable para su adversario.  
Le pareció que el oso Teddy le hacía una mueca cómplice, puede que agradeciéndole su compasión, en nombre del pequeño cachorro al que perdonó la vida, o tal vez por su segura victoria. Aunque toda la gloria la cambiaría sin dudar por poder seguir disfrutando de momentos como aquellos, rodeado de su maravillosa familia, a la que tanto amaba.