El comodín de la copia privada ha perdido fuerza desde que en 2006 se reformó la Ley de Propiedad Intelectual, cuyo artículo 31.2 estipula que para hacer una copia privada se tiene que haber accedido legalmente a ella. Quienes defienden la ilegalidad de las redes P2P argumentan que ese artículo equivale a ilegalizar todas las descargas que a través de ellas se realizan; mientras que sus defensores siguen opinando que, en sí mismo, el P2P no es ilegal porque no incumple ninguno de los tres supuestos de vulneración (distribución, difusión y transformación; el cuarto, el de copia, sí lo haría, pero queda sin efecto porque es privada). ¿Se considera copia privada una copia de una copia privada hecha a partir de un original legal? El redactado actual del legislador, una vez más, no resuelve el contencioso, ya que cada parte sigue considerando que la suya es la interpretación correcta.
Lo que en ningún caso admito es el argumento de que cada descarga es una venta perdida, porque hay gente que no consume cultura bajo ninguna circunstancia, y si ahora lo hace es porque es gratis y no tiene que salir de casa para conseguirla. Si estos dos factores se eliminaran, esta legión de descargadores compulsivos se quedaría tan ancha, y el consumo de cultura de pago apenas aumentaría. Otra cosa muy distinta sería la reacción de los que hacen un uso alternativo a los canales de distribución (rarezas, antigüedades, obras no distribuidas en el país).
El problema al que se enfrentan todas las iniciativas legales contra las descargas es que para imputar al infractor hay que vulnerar derechos fundamentales, porque las operadoras deben facilitar (ley en mano) datos personales sin orden judicial, así como quebrantar el secreto de las comunicaciones. ¿Cómo se lo harán las autoridades para solventar este problema? Todas las leyes y disposiciones tropiezan con este oxímoron, impidiendo que el debate salga del callejón sin salida en el que nos encontramos. La vía legistalivo-punitiva es un esfuerzo ingente de escasos y dudosos resultados; es necesario asumir males menores y acabar con tanta cháchara estéril. Por todo esto, y porque estoy harto de tanta virgen ultrajada que se rasga las vestiduras porque «Su Cultura» se viene abajo, yo, igual que el escritor Luisgé Martín, me declaro un pirata arrepentido: «Yo pirateo por interés cultural y por tacañería. Para conseguir lo que no puedo conseguir de otro modo y para conseguir lo que podría comprar pagando. No se me ocurre, sin embargo, sentir orgullo ni convertir en noble lo que es solamente un fraude. No dejo de piratear, egoístamente, porque sé que la solución al problema no es el acto ético individual, sino la acción política, la regulación, la intervención del Estado para proteger los derechos vulnerados: los de los creadores y los de las empresas que han invertido en ellos y que esperan, con toda lógica, una rentabilidad. No dejo de piratear pero estoy deseando que me obliguen a dejar de piratear».
La solución --aunque haya algunos a los que ni siquiera se les puede mentar semejante opción-- vendrá en forma de un acuerdo precario para pagar un canon por el ADSL (igual que el que se paga por los dispositivos reproductores y los móviles), porque es imposible poner puertas al P2P; y de la misma manera que por el hilo de cobre nos meten la televisión, la voz y los datos, nos ofertarán las mejores aplicaciones para escuchar música incluidas en el precio. Gerd Leonhard (escritor, gurú, empresario, músico y orador motivacional) lo tenía clarísimo cuando declaraba hace un año: «...la Red es concebida como una autopista, si queremos circular por ella simplemente tenemos que pagar un impuesto de circulación. Una vez dentro, los límites de velocidad vienen marcados por el precio del billete que hemos adquirido: "¿Por qué no vendemos la música con la conexión y dejamos de perseguir gente por toda la Red? ¿Por qué las cosas no van en esa dirección? ¿Por qué no pagamos un poco más por el contenido?"».
Me parece que es preferible pagar más de lo que al final recibiremos, al menos se acabará este absurdo debate, y (esperemos) los lloriqueos de los titulares de derechos y los distribuidores, y podamos entonces hacer el uso del servicio que nos dé la gana sin que nos señalen como leprosos. Pagaremos todos, hasta los que no escuchan música, y no será necesario invertir en obsoletas tecnologías de seguridad ni legislar sobre lo imposible. Y puede que hasta los autores se animen a montar sus propias webs y a vender sus creaciones puenteando a unos distribuidores que se están ganando a pulso el ninguneo social. El audiovisual es otra historia que dejo para más adelante.
Quizá todo acabe siendo Como ahora (Millás dixit).