Venetia se concentró nuevamente en el volumen que estaba hojeando. A diferencia de la mayor parte de las niñas y niños de su edad, a ella le encantaba pasar sus ratos libres leyendo en aquel lugar. Resultaba habitual encontrarla allí sentada, devorando ávidamente un libro tras otro, ya fueran de matemáticas, de astronomía o incluso de mitología clásica.
Era primero de mayo, y la biblioteca estaba abarrotada, ya que los exámenes finales de curso estaban próximos. La ‘Bod’ era la preferida por gran parte de los alumnos de la universidad de Oxford. Fundada hacía unos trescientos años, aquellas salas habían visto pasar a los ciudadanos más ilustres de Inglaterra de los últimos siglos. Su bella factura se correspondía con la importancia de la misma, ya que además de constituir la principal biblioteca de investigación de Oxford, era una de las más antiguas y prestigiosas de Europa, y la segunda más grande el Reino Unido.
Venetia, a pesar de su corta edad, tan solo 11 años, se sentía un poco responsable de aquel espacio. No en vano, su abuelo había sido el máximo responsable de aquella prestigiosa institución. Falconer Madan era un insigne académico y reputado paleógrafo al cual le habían concedido el honor de nombrarle director de la Biblioteca Bodleiana hacía un par de décadas. Había realizado un extraordinario trabajo al frente de su cargo, recibiendo por ello numerosos premios de sociedades bibliográficas.
Ella le tenía mucho aprecio, ya que vivía con él desde que falleció su padre, el reverendo Charles Fox Burney, catedrático de Teología del Oriel College de Oxford, hacía cinco años. Su abuelo, ahora que estaba retirado, podía prestarle mucha más atención que su propia madre, Ethel Wordsworth Madan, quien desde hacía un año trabajaba como ayudante de Rosalind Moss en el Departamento de Egiptología del Griffith Institute y cuya vida parecía girar sólo entorno a sus hallazgos arqueológicos, que le llevaban a viajar muy a menudo.
Su tamaño debía ser muy reducido a juzgar por la escasa Influencia que tenía en la trayectoria de sus planetas más cércanos, así que era normal que nadie hubiese podido verlo hasta ahora, ya que los aparatos de que se disponía no tenían la suficiente resolución como para captar un objeto de tales dimensiones. Su abuelo le refirió cómo las condiciones de aquel planeta eran absolutamente adversas: temperaturas estimadas de 233 bajo cero, y un sol cuyos rayos alcanzaban tímidamente su superficie, ya que estaba tan alejado que apenas si destacaba en el firmamento del resto de estrellas. Una especie de infierno oscuro y helado.
A Venetia Burney le pareció una extraordinaria coincidencia que, justo en aquellos momentos, ella tuviese entre manos un libro que describía, entre otros aspectos, el mundo de los muertos en la mitología clásica. Se trataba del ‘Age of Fable. Stories of Gods and Heroes’ de Thomas Bulfinch. Le resultaban fascinantes todos los elementos y personajes de aquel submundo: el barquero Caronte, que transportaba las almas por un óbolo; el can Cerbero, que guardaba la puerta; la laguna de Estigia y los ríos del odio, de la aflicción, del olvido, del fuego y de las lamentaciones, que separaban la tierra del inframundo; los floridos Campos Elíseos y el tormentoso Tártaro; el dios Hades y su casco que le tornaba invisible…
Afortunadamente, su cara evidenciaba ciertos signos de alegría, lo cual le tranquilizó. Lo primero que hizo cuando llegó a su altura fue sacar de su bolsillo un billete de 5 libras. Venetia comenzó a entender el porqué de su excitación.
Recordó que al Observatorio Lowell de Arizona, como descubridor del nuevo planeta, le correspondía el honor de asignar el nombre de dicho objeto transneptuniano. Había convocado un concurso público para todo aquel que quisiera proponer una denominación para el mismo. El problema era que casi todos los cuerpos celestes habían recibido ya el apelativo de un dios grecorromano, y éstos estaban ya casi agotados, pero aún así recibieron más de mil sugerencias.
Las cinco libras que ahora le ofrecía su abuelo Falconer no eran sino la recompensa que ofrecía el Observatorio al vencedor del concurso. Abuelo y nieta se miraron, se abrazaron, y rompieron el silencio de aquella biblioteca para pronunciar en alto una palabra que resonó en toda la sala: ¡Plutón!