Los teóricos clásicos del Renacimiento, como lo fuera Leon Battista Alberti (1404-1472), decían ya que una representación pictórica ideal no debía exceder nunca de tener nueve personajes en toda la obra. Han habido grandes obras maestras del Arte que los han excedido a veces. Pero, sin embargo, debemos reconocer que aquellas que manifiestan lo mismo con menos son, con toda probabilidad, mejores creaciones en cualquier caso. Pero, además, si éstas componen ya una escenificación dinámica y teatral, son todos los personajes creíbles, argumentados, naturales, y están posicionados como si hubiesen sido colocados por un director muy avispado de escena, hay que reconocer que la obra El juicio de Salomón de José de Ribera es una muy extraordinaria y excepcional creación artística barroca.
Y una curiosidad de esta obra es que no fue asignada a Ribera sino hasta hace apenas doce años. Se llevó casi cuatrocientos años catalogada como del Maestro del Juicio de Salomón, indicando así la identidad desconocida del pintor que lo llevase a cabo. El primer pintor naturalista, el primer creador que hizo del Barroco una forma de expresión mucho más popular, más natural, más realista y con los rasgos de autenticidad rayanos en la crudeza más despiadadamente sencilla, lo fue sin duda ya el maestro Caravaggio. Pero el español José de Ribera (1591-1652) consiguió ser de él un avezado seguidor ya muy aventajado. Es cierto que ha pasado más a la historia por su tenebrismo, por el oscurantismo de sus obras, pero su etapa de juventud en Roma -de la que es esta obra salomónica- fue menos tenebrosa y mucho más naturalista, y caravaggista, que la de su última etapa o periodo posterior de madurez.
Porque es aquí un extraordinario círculo el que ahora formarán los personajes retratados dentro de la obra. Lo comenzará la madre interesada, la falaz, la despiadada; lo seguirá Salomón, el gran y sabio rey hebreo, aquí del todo ya desconocido, nada majestuoso ni divino, tan solo representado ahora como un hombre vulgar, vestido incluso normalmente y nada excelso ni hierático, con el gesto hosco también ahora mucho más propio de los hombres. Continuará el sentido circular artístico con la madre virtuosa, con aquella que no deseará que dividan al niño. En su escena tan sublime tratará ella misma, sin tocar, que las manos del sirviente no asesinen al chiquillo, su propio hijo. Porque serán sus brazos quienes más delimitarán ya la escena dramática, quienes enlazarán aquí una magna sabiduría con la ejecución ciega y decidida de una sufrida inocencia. Cerrarán el círculo artístico otros personajes, unos espectadores aquí que observan, discuten, o piensan. En medio de todo ello, de este círculo grandioso, se situará exánime ahora el otro bebé aquí ya muerto, tendido, y causa real de esta cruel, despiadada y egoísta disputa.
Otros creadores a lo largo de la historia han reflejado también en un lienzo la bíblica y salomónica escena. Todos excelentes lienzos, todos grandes pintores, pero tal vez sólo el de Ribera conseguirá una gran cosa en el Arte, muy clarificadora, resaltar lo importante sin resaltar otra cosa. Por esto el Barroco es, sobre todo, escenificación genuina, es decir, auténtica, sin adornos, como los tuviese a cambio, por ejemplo, el Neoclasicismo; pero también sin exceso de drama, como fuese el Romanticismo. Aquí el Barroco más barroco lo obtendrá Ribera con la sencillez del suceso, con la claridad ahora de una imagen que llegará a todas las mentes y a todos los ojos sin mucho mirar. Nadie puede dudar aquí, ni distraerse, ni perderse incluso en los profundos mensajes de lo artístico. Aunque, sin embargo, la extraordinaria composición de esta gran obra hará equilibrar ya aquí magistralmente lo sencillo del mensaje con lo más grandioso, ahora también, de cómo decirlo.
(Óleo del pintor español José de Ribera, El juicio de Salomón, 1610, Galería Borghese, Roma; Cuadro El juicio de Salomón, 1665, Luca Giordano, Museo Thyssen, Madrid; Obra del pintor del Barroco francés Valentín de Boulogne, El juicio de Salomón, 1625, Museo del Louvre; Óleo El Juicio de Salomón, 1649, Nicolás Poussin, Museo del Louvre; Lienzo del genial Rubens, El juicio de Salomón, 1617, Museo de Kunst, Copenhague.)