La anéctoda del relato literario que sirve de base a Smoke está repartida en dos momentos muy concretos del filme: el primero integrado con habilidad como parte de la extraña amistad que inician el escritor --Paul Benjamin, interpretado por William Hurt-- y el estanquero de Brooklyn --Auggie Wren, un increíble Harvey Keitel--; mientras que el segundo es el apoteosis de esa misma amistad, nunca declarada pero siempre detrás de la mayoría de escenas que comparten ambos. El segundo momento coincide con la última escena de la película, y expresa un momento de intimidad entre ambos --a través del relato oral de Auggie-- deliberadamente retrasado por el argumento (aunque esta vez sí, la tentación es demasiado fuerte y Wang opta por mostrar lo que cuenta el estanquero directamente). El resto de la película lo completan varias historias secundarias, algunas de las cuales acaban convergiendo a la manera en que Auster nos tiene acostumbrados en sus novelas. De hecho, el guión de Smoke se despliega de la misma forma que la escritura de Auster: punto de partida autorreferencial (el autor forma parte del relato), introducción de una anécdota mínima y desarrollo a base de giros significativos que sin embargo el lector acepta como fiables a pesar de su inverosimilitud. Nada es lo que tiene que parecer en la literatura y en el cine de Paul Auster.
Su secuela creativa fue Blue in the face (1995), rodada en apenas cinco días, improvisando escenas de diez minutos de duración con los actores (luego acortadas durante el montaje para pulir los detalles y los desvíos aburridos) y con Auster haciendo de director durante los dos días que Wang estuvo con bronquitis. El título hace referencia a una expresión que significa hablar hasta ahogarse, y el resultado es un curioso experimento cinematográfico en el que las escenas surgen espontáneamente, un estado privilegiado de buen rollito y creatividad entre Wang y Auster (quizá como los que ellos mismos imaginaron para Paul y Auggie) en el que decidieron prolongar la vida al famoso estanquero de Brooklyn --Hurt no estaba disponible por fechas y la escena que debía interpretar la hizo Jim Jarmusch--, colocándolo en medio de un montón de situaciones inconexas (débilmente inconexas), en las que unos cuantos actores y actrices se pasaron por el set de rodaje: Michael J. Fox, Mira Sorvino, Madonna, el citado Jarmusch (adoro la voz y la cadencia oral de este hombre)... hasta el mismísimo Lou Reed. Me hace gracia pensar en cómo, durante aquellos cinco días de rodaje, Nueva York hirvió con la noticia de que había un rodaje en la ciudad en el que aceptaban colaboraciones improvisadas de actores y actrices. Puede que más de uno y más de una esperaran una llamada para hacer un cameo; incluso que alguien llamara para ser incluido sin ser llamado.
Si en Smoke la oralidad estaba cuidadosamente dosificada, en Blue in the face se desparrama sin control a base de situaciones mínimamente planificadas en las que se fomenta la capacidad de los intérpretes para componer algo divertido, nuevo, intenso y hasta universal. Destacan sobre todo las tertulias informales que se montan en el estanco de Auggie --como las de tantos otros comercios deficitarios de todo el mundo-- pobladas de zumbados, perdedores, trepas, cafres, machistas e ingenuos, pero que nos resultan reales porque son contradictorios y entrañables. Son esos momentos los que nos hacen creer que ese microcosmos basado en la conversación, en la capacidad para encandilar a una audiencia en directo, aún sobrevive y mantiene su irresistible poder de atracción. La película simplemente es un vehículo para que las disfrutemos asistiendo a esa exhibición de teatralidad, de giros dramáticos, acordados o encontrados, tímidos o exagerados, falsos o verdaderos. Blue in the face es Auster en estado puro, y estoy convencido de que es la experiencia que provocó que el escritor se lanzara a dirigir Lulu on the bridge (1998), una película que me impactó notablemente (aunque en parte fuera por el momento sentimental en el que accedí a ella).
Y por último el tema de tabaco: ambos filmes se rodaron en una especie de tiempo mítico, cuando aún se podía fumar en locales comerciales, aunque todo el mundo sabía que era una práctica con los días contados (legislativamente hablando). El tabaco era, quizá ya nunca más lo será (el café seguramente ha tomado el relevo), el detonante de las conversaciones interpersonales, la inspiración suficiente para la filosofía cotidiana y lunática, para el recuerdo, para la explosión pasional y, sobre todo, la incontinencia verbal (alcohol aparte, por descontado). En el momento de su estreno ambos filmes parecieron dos buenos ejemplos de cine indie estadounidense, una buena muestra de su inagotable capacidad para provocar caminos narrativos del cine noventero (ese híbrido extraño al que dio paso el inefable cine ochentero). Hoy, en cambio, son dos indiscutibles monumentos a la palabra filmada, un arte en franca recesión. Quizá haga falta un nuevo monólogo como el de Harry Dean Stanton en París, Texas (1984) --otro hito indiscutible en la universitaria cristalización de mi líbido-- para que otras generaciones redescubran --y queden fascinadas por-- el poder incontenible de una buena narración oral.