Dos son las grandes virtudes de esta, la primera película de Mario Bava como director (en solitario): el diseño de producción y el trabajo de fotografía (a cargo del propio Bava) y de escenografía, y el descubrimiento de Barbara Steele, que de inmediato pasó a ser algo parecido a una musa de las películas de horror de bajo presupuesto a ambos lados del Atlántico (además de alguna que otra participación en películas de otra enjundia, como su trabajo con Federico Fellini en Fellini, ocho y medio). En este caso, la historia, algo tópica, parte de un relato de Nikolái Gógol, El viyi, para entrelazar brujería y vampirismo en una remota zona oriental de Europa: a finales de la Edad Media, en un aislado territorio entre Moldavia y Rusia, los miembros de una secta religiosa de carácter guerrero e inquisitorial condenan a una pareja, la princesa Katia Vajda (Barbara Steele) y su amante Igor Javutich (Arturo Dominici), acusados de brujería, a ser ajusticiados mediante la colocación de una máscara metálica que, dotada de púas en su interior, perfora el rostro del condenado y lo hace desangrarse hasta morir. Como brujos que son, su sepultura no puede ser ordinaria. Enterrada en la cripta del castillo familiar, la bruja dormirá por toda la eternidad bajo el peso de la pesada cruz de piedra que corona su lápida. O así es hasta que dos siglos después, por accidente, o más bien por torpeza, los doctores Kruvajan (Andrea Checchi) y Gorobec (John Richardson), de paso hacia un congreso médico que se celebra en Moscú, deciden acortar viaje transitando por aquellos páramos y entran en la cripta a fisgonear después de que su carroza sufre una avería en una rueda. Sin proponérselo, e intentando zafarse de un muciélago que le agrede, Kruvajan golpea la cruz y la hace caer, y la herida sangrante de su mano vierte algunas gotas sobre el cadáver de la bruja, fórmula secreta e ignorada para que esta, y con ella su amante Javutich, puedan volver a la vida… La bruja y Javutich, que regresa de la tumba convertido en vampiro, si es que no lo era ya antes, tienen un plan: revivir a la antigua princesa Vajda en la carne y los huesos de la actual, la joven Asa (de nuevo, Barbara Steele), para renovar así su rostro y la lozanía de su juventud y continuar con sus poco deportivas fechorías. Agredido por Javutich el príncipe Vajda (Ivo Garrani), padre de la joven y apetecible Katia, el mustio doctor Kruvajan, alojado en una posada cercana, se desplaza al castillo para atenderle sin saber que está cayendo en las redes del vampiro, lo cual a su vez lleva allí también al doctor Gorobec. Entre los muros, en los salones vacíos y los pasillos oscuros del castillo es donde se entablará la lucha entre el bien y el mal con la máscara como amenaza última y letal.
Hasta aquí, nada nuevo, una historia clásica de brujería con malvada revivida que deriva en una doble vertiente, la del vampirismo según la plantilla del Drácula mil veces adaptado y la de la invocación/posesión demoníaca, con algún toque de monstruo de Frankenstein (o sea, nada que no ocurra en cualquier cena de empresa). Sin embargo, como tantas veces en el cine, la cuestión no radica en el qué, sino en el cómo, y es ahí donde Bava despliega sus mejores cualidades como cineasta. Hacerse cargo de la dirección y de la fotografía al unísono le permiten concentrar la capacidad de diseñar el conjunto de la puesta en escena con un doble fin. Por un lado, conseguir dotar a la película de cierta autenticidad, ayudada por un excelente trabajo con los decorados. Al margen del cartón piedra y de los maquillajes “agresivos” de la serie B, Bava busca, como las películas contemporáneas de la Hammer británica, cierto “realismo tétrico” fundamentado en una rigurosa ambientación que deriva de un completo y minucioso proceso de documentación, tanto en arquitectura como en mobiliario y vestuario, siempre, eso sí, dentro del gótico de terror europeo oriental, pero en especial en lo referente a espacios, artilugios y objetos relacionados con la magia, la brujería, el ocultismo y lo misterioso, relativos tanto a lo medieval como al siglo XIX, materias en las que Bava es algo más que un iniciado, y que se completan con el uso del tiempo atmosférico y la recreación turbia y tormentosa del paisaje del páramo. Este conocimiento y su aplicación se complementan, en segundo lugar, con la precisión en el diseño de los encuadres y de la iluminación, con la efectividad de la planificación y la elegancia, sobriedad y suavidad de los movimientos de cámara que recorren los amplios y abigarrados decorados, llenos de mobiliario, estatuas, cuadros y otros elementos, en particular en el tratamiento creciente del amenazante suspense y de las secuencias de clímax, y sobre todo, con el empleo imaginativo de los resortes de tensión a lo largo de los ochenta y pocos minutos de metraje. Lo previsible del guion, ciertos lugares comunes trasladados a los diálogos, el estatismo de algunas escenas bastante menos dinámicas, algunos efectismos innecesarios y la gratuidad caprichosa de la parte “feliz” de la conclusión no menoscaban el brillante acabado formal del filme.
Construida a partir de un prólogo, situado en la Edad Media, posteriormente continuado con la narración lineal de lo que sucede dos siglos después, la película constituye un triunfo de la forma sobre el fondo, de un gran trabajo de cámara y planificación puestos al servicio de un argumento mediocre, sin sorpresas ni giros. Prácticamente cada encuadre es una joya de la composición de planos, tanto en el equilibrio de las formas y de la colocación de los personajes como del uso de la luz y de las sombras o la utilización de los vanos de las puertas y ventanas como marco suplementario que haga más atosigante la irrespirable atmósfera que preside la narración, o en el diseño de los movimientos de la cámara por el decorado, el uso del zoom o del plano detalle. Este dominio del claroscuro y del paso de zonas iluminadas a la más absoluta penumbra antes de volver de nuevo a la luz dentro de un mismo movimiento de cámara es lo que confiere a la imagen esa textura tan rica como inquietante, esa atmósfera desasosegante y absorbente de tensión palpable que acompaña al progresivo desquiciamiento de los personajes. Este aspecto, las interpretaciones, supone otro punto flaco de una película en la que el plano técnico supera por mucho al dramático, aunque en las secuencias, digamos, no terroríficas (los encuentros sociales, las escenas de Gorobec y la princesa), resultan un tanto saturadas de luz y más monótonas y convencionales, además de que las actuaciones sean también cuestionables. Es una película más de planos y de suaves y lánguidos movimientos de cámara que de montaje (la primera aparición de la princesa en la loma que domina el cementerio, acompañada de sus perros, por ejemplo; las secuencias dentro de la cripta, tan sugestivas en cuanto a ambientación como ridícula, involuntaria y patéticamente cómica resulta la del ataque del murciélago que desencadena el drama), que funciona más cuando se mantiene tan fría como sus horrendas criaturas de ultratumba que cuando aspira a ser truculenta, o peor, sentimental. Película más de atmósfera que de sustos, supone el inicio de la reputada (no siempre con fundamento) carrera de Mario Bava, que, junto a los albores de la trayectoria de Jesús Franco, mantuvieron vivo el pulso del cine de terror en el sur de Europa durante los años sesenta.